Hace algunos años viajé, junto con otros diez escritores argentinos, a un congreso en España de la nueva literatura hispanoamericana que duró tres semanas y que tenía esta particularidad: cada lunes llegaban y se quedaban unos días con nosotros, para participar en las sesiones y discusiones, dos o tres escritores famosos. Estuvieron Jorge Amado, Roa Bastos, Goytisolo, Arreola, Mario Benedetti. En el recambio de la segunda semana llegó Saramago. Ya se decía en ese momento que estaba en la lista de espera para el premio Nobel. Nos causó a todos, de inmediato, una gran impresión: parecía, desde el punto de vista intelectual, el más sólido, el más profundo. Tenía una postura absolutamente escéptica, sin resquicios, sobre la impotencia de la literatura en lo social, y la inutilidad de toda idea de compromiso literario. Sostenía que ningún libro, nunca, había modificado en nada, ni podría modificar, el curso de la historia. Era, en el marco juvenil del congreso, una posición antipática, pero al mismo tiempo, como demostró luego en la discusión, la más meditada. En ese debate posterior no hizo ninguna concesión. No se echó atrás ni un milímetro. A mí me intrigaba la combinación de ese escepticismo extremo, que se extendía -como comprobamos luego- a un pesimismo existencial muy hondo, con un molde de pensamiento riguroso, sereno, y firmemente marxista. Nunca me había encontrado antes con un pesimista marxista. En un momento, respondiendo a una pregunta, dijo de un modo lacónico y casi resignado, como si fuera un punto de llegada al que no le hubiera gustado llegar, una frase tal vez no muy novedosa, con un antecedente evidente en Nietzsche, pero que me sonó a mí como la destilación final de un largo pensamiento propio -la hilación, quizá, de El evangelio según Jesucristo. Dijo, simplemente, que todos, por muy distinto que pudiéramos pensar, por muy diferentes, racionales o ateos que nos creyéramos, veníamos del mismo lugar, teníamos el mismo sello, y que no podíamos, aunque nos lo propusiéramos, escapar de una predeterminación, de una marca original: la marca de la cultura judeocristiana.
Volví a recordar esto dos años después, cuando empecé a leer para una futura novela algunos libros sobre los primeros años del cristianismo, el momento cero en que las cosas -todavía- podrían haber sido de otro modo, cuando los Padres de la Iglesia no eran más que otro puñado de religiosos, no los más importantes, no los más numerosos, confundidos entre decenas y decenas de sectas cristianas y gnósticas. ¿Qué fue lo que llevó a Pedro y sus doce a triunfar y alzarse sobre simonianos y setianos, sobre nazarenos y fibionitas, sobre arcónticos y ofitas, sobre cainitas y valentinianos? ¿Cuál fue la piedra de toque del credo, la distinción esencial, en la que se abroquelaron y se hicieron fuertes, y con la que marcharon luego, convertida en dogma, hasta aniquilar toda oposición? Fue, según reconoce Tertuliano, la fe algo macabra en la resurrección de la carne, la imagen de Cristo vuelto a la vida en carne y sangre del evangelio de Lucas, que preanuncia la resurreción de todos los hombres. Pero ese Cristo recién salido del sepulcro, que pide que lo pellizquen y come pescado asado, tuvo al parecer una única actividad conocida en este regreso espectacular: la de nombrar a Pedro como sucesor y fundador de la Iglesia, para desvanecerse convenientemente cuarenta días después.
Así, la autoridad de Pedro depende íntimamente de este milagro de milagros y no parece extraño que los Padres de la Iglesia se apresuraran a convertir la resurrección en dogma y a considerar herejes a quienes, más tímidamente, sólo estaban dispuestos a creer en un retorno espiritual. El argumento de Tertuliano en De Carne Christi es maravilloso: la reconstitución de la carne, la sangre y los nervios debe ser creída, ¡justamente porque suena absurdo! Es, digamos, un desafío a la fe, la prueba del buen religioso: cualquiera puede convencerse de algo razonable. Uno podría preguntarse en este punto qué tan ingenuos eran los hombres de una época en que los profetas eran a la vez ilusionistas o magos. El reconocimiento del absurdo en el texto de Tertuliano y la oposición de legiones de "heréticos" deja ver que no tanto. Pero la idea, que durante el día no resiste las preguntas de un niño, tiene por la noche para ese mismo niño una fuerza consoladora innegable. Volver con la propia carne, con el mismo cuerpo que uno conoce y con el que está encariñado, es en el fondo volver a esta vida, algo mucho más tangible y concreto que el ascenso de una parte espiritual de existencia dudosa a un cielo desconocido. {cuyas mejores descripciones no son muy interesantes }.
Por eso, en una época en la que todos competían por ofrecer la salvación espiritual y los paraísos más tentadores, los primeros cristianos vencen y se perpetúan gracias a que prometieron también la salvación de lo que la Iglesia consideró siempre, paradójicamente, despreciable, efímero, y expuesto al pecado. Esta fue la astucia admirable, esta fue la lección de esos hombres, que se llamaban a sí mismos pastores de rebaños, para los gobernantes, los maquiavelos y los publicitarios del futuro: no es la verdad, no es la realidad, no es la razón ni los argumentos lo que verdaderamente importa. No es ni siquiera aquello en lo que todos podríamos creer, sino algo muchísimo más poderso: aquello en lo que todos queremos creer.
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