Publicado en La f'órmula de la inmortalidad, Planeta, 2005.
En su libro Literatura de izquierda Damián Tabarovsky intenta un cuadro de situación de las sucesivas tendencias en la narrativa más reciente y propone un programa de salvación y fuga hacia adelante para las literaturas de vanguardia –o para lo que él considera ideas literarias de vanguardia- en la Argentina. Entre muchas de las boutades más o menos divertidas de un libro que quiere pasar por “valiente” o, al menos, despertar algún escándalo, quizá la más saludable es la de incluir nombres propios y obras con título, de modo que la discusión baja por momentos al terreno concreto de los textos, una práctica casi desaparecida en los debates literarios de los últimos tiempos, donde por lo general todos son (o eran) aparentes buenos modales y tiros por elevación.
Volver a Artículos
En su libro Literatura de izquierda Damián Tabarovsky intenta un cuadro de situación de las sucesivas tendencias en la narrativa más reciente y propone un programa de salvación y fuga hacia adelante para las literaturas de vanguardia –o para lo que él considera ideas literarias de vanguardia- en la Argentina. Entre muchas de las boutades más o menos divertidas de un libro que quiere pasar por “valiente” o, al menos, despertar algún escándalo, quizá la más saludable es la de incluir nombres propios y obras con título, de modo que la discusión baja por momentos al terreno concreto de los textos, una práctica casi desaparecida en los debates literarios de los últimos tiempos, donde por lo general todos son (o eran) aparentes buenos modales y tiros por elevación.
Para hacer justicia –y sobre todo, para no hacer injusticias- con la línea argumental de Tabarovsky, no se me ocurre otra manera de discutir sus ideas que la de intercalar mis acuerdos y desacuerdos en su exposición. Empecemos, entonces, por el comienzo: Tabarovsky parte de una frase atribuida (falsamente) a Alejandra Pizarnik, como respuesta a la pregunta de por qué nunca había escrito una novela. “Porque en toda novela siempre hay un diálogo como éste: -Hola, cómo estás. ¿Querés una taza de café con leche?”
La frase, dice Tabarovsky, informaría sobre cierto estado de la novela contemporánea: la época en que “la prosa comienza a hacer concesiones con el lenguaje, el tiempo en que la novela hace de la concesión su norma”.
Este desgano por anticipado ante las rutinas del oficio –el mismo que siente posiblemente un ilusionista cuando debe limpiar sus espejos o salir a comprar maíz para sus palomas- lo alcanza también a César Aira en Cumpleaños: “A la larga me di cuenta de dónde estaba el problema: en lo que se ha llamado la invención de los rasgos circunstanciales, es decir, los datos precisos del lugar, la hora, los personajes, la ropa, los gestos, la puesta en escena propiamente dicha. Empezó a parecerme ridículo, infantil, ese detallismo de la fantasía, esas informaciones de cosas que en realidad no existen. Y sin rasgos circunstanciales no hay novela, o la hay abstracta y descarnada y no vale la pena”. Antes de proseguir, no podemos dejar de observar que la frase del café con leche es un desafío como cualquier otro para un escritor y muy fácilmente uno podría imaginar, a la manera de Ejercicios de estilo, de Raymond Queneau, 99 novelas diferentes en las que la frase del café con leche brillara, cobrara nueva vida y esplendor, o fuera absolutamente crucial. En una de estas novelas el café con leche estaría envenenado y en la respuesta trivial sí o no se jugaría una vida, en otra sería una contraseña erótica entre una empleada doméstica y el niño de la casa. En la novela 47, en homenaje a Georges Perec, la frase se transforma en “Hola, cómo va, ¿tomás una taza con líquido negro colombiano y jugo blanco vacuno?”. En la 65, bajo influencia de Saer, la descripción de la hornalla, de los arabescos en la loza, y de cada movimiento de cucharita se llevaría todo el primer tomo. En la novela número 99, que podría escribir el mismísimo Tabarovsky, el protagonista sería invitado capítulo tras capítulo a ingerir una taza de café con leche hasta que cerca del final explotaría en líquidos amarronados, para que un crítico “avisado” compruebe allí la denuncia al estado de la narrativa contemporánea. En fin, cualquier cliché narrativo, como lo sabe cualquier escritor, puede ser revisitado y revivido con suficiente talento. Witold Gombrowicz llamaba a esto “verter vino nuevo en odres viejos” y era su procedimiento narrativo principal.
Convertir los rasgos circunstanciales en esenciales, solapar la lógica de lo contingente con la lógica de lo necesario, tal como ocurre en los cuentos: anticipar, desarmar, resignificar cada lugar común, son todas posibles salidas “creativas” a este supuesto problema y parte de las batallas diarias del oficio de escritor. Por otra parte, los pormenores circunstanciales, que para algunos son fatigantes, para otros son nada menos que el corazón de su narrativa. Nabokov, al evocar la escritura de Lolita, se enorgullecía sobre todo del tiempo y los desvelos que había dedicado a la pequeña escena de la elección de los regalos. Y los “divinos detalles”, en contraposición a las “grandes ideas” y la relativa abstracción del clasicismo, constituyen el fundamento de toda una corriente literaria, que se expresa en el minimalismo.
Pero volvamos al tema, si es que lo hay. La atribución de la frase a Pizarnik le permite a Tabarovsky hacer una distinción entre dos momentos culturales. El primero -del que fue testigo Pizarnik- es el del surrealismo de posguerra, el momento, reconoce Tabarovsky, “en que la vanguardia se cristaliza, se convierte en literatura banal”, el momento “de su divulgación lingüística, de la pérdida de su potencia expresiva”. Pero aun cuando en lo literario el café con leche “ya se había convertido en la verdad última de la narrativa”, por afuera de la literatura, sostiene Tabarovsky, existía un estado de la cultura que disimulaba ese fracaso literario. “Lo que salvaba al texto no ocurría en la literatura, sino en el bar La Paz”. Los textos estaban provistos de una coraza cultural que los protegía. “Sin embargo, el fracaso, la derrota o la extinción de esa coraza cultural, la desaparición de los 60, no implicó ninguna revisión literaria. Somos testigos hoy de la misma política literaria del café con leche, agravada por la ausencia del clima cultural de entonces”.
Quizá lo más interesante del párrafo anterior es la admisión, por parte de Tabarovsky –a quien no podría acusarse de tradicionalista- de que las vanguardias también pueden cristalizarse y de que la verdadera cuestión en juego es la pérdida de potencia expresiva, ya sea vía tazas de café con leche o vía rutinas con aires de avanzada. En un artículo de 1992, /nota al pie: Ver “Consideraciones de un ex político” en este mismo libro/, yo apuntaba que esta cristalización de las retóricas “vanguardistas” permitiría escribir un manual de instrucciones para la novela moderna y sostenía que, aunque a nadie le conviene reconocerlo, hay a esta altura una forma clásica y tradicional de hacer literatura “moderna”. En realidad -creía entonces y creo todavía ahora- lo que se cristalizó, lo que se banalizó, fueron algunas ideas y procedimientos que parecieron novedosos, en el mismo sentido que parecen novedosos a los adolescentes los tatuajes, y luego los piercings y luego las lenguas bífidas. Estos procedimientos dieron lugar a novelas de tipo experimental a las que, en general, les cabe la frase de David Lodge: “es más divertido leer sobre ellas que realmente leerlas”.
El deslizamiento conceptual de Tabarovsky a lo largo de todo su libro es confundir, limitar el concepto de vanguardia a estos experimentos “exteriores” de tipo formales, identificar “lo nuevo” con una cierta tradición de innovaciones o más bien, de desmantelamientos. Pero sobre esto volveremos en detalle más adelante.
Antes de ocuparse de la narrativa en nuestros tiempos Tabarovsky hace una pausa para señalar que es conciente del peligro de envejecimiento prematuro y aún del riesgo al ridículo que significa referirse a lo contemporáneo. “Pero la veleidad del escritor reside en el desatino del presente y no en el mito de la posteridad”. Totalmente de acuerdo. La posteridad no es más que el juicio de otros hombres falibles del futuro y de otros lobbies culturales o académicos para sepultar o desenterrar nombres. Hay quien podrá argumentar que la cercanía con los escritores de nuestro tiempo no permite el distanciamiento “objetivo” necesario, pero del mismo modo la lejanía del tiempo tiene también sus múltiples distorsiones y sus olvidos imperdonables. De manera que no veo por qué deberíamos delegar a un futuro incierto, de cuyas balanzas nada sabemos, la responsabilidad de dar un criterio de valoración para la literatura de nuestra época.
Dicho esto, Tabarovsky describe al campo literario como una partición binaria de dos polos “atractores” (sic): la academia y el mercado. Curiosísimo, porque aquí y en toda la discusión posterior, Tabarovsky, que es un sociólogo profesional, deja afuera la tercera componente -los medios culturales- sin la cual casi nada puede explicarse sobre el surgimiento y posicionamiento relativo de los escritores a partir de los 90.
Tabarovsky aclara de inmediato que los polos academia y mercado no son necesariamente antagónicos y que son conocidos los escritores que circulan con éxito por ambos mundos: “de mañana catedráticos, de tarde articulistas todo terreno, de noche ganadores de concursos de espejitos”. Quizá esté pensando aquí sobre todo en sí mismo: muchos recordamos sus artículos todo terreno sobre televisión en Clarín, sus abismadas indagaciones sobre Maru Botana y los Simpson. Y en cuanto a los concursos de espejitos: su última novela, Las hernias, fue publicada, según dice en la primera página “mediante un subsidio de la Fundación Antorchas, concurso 2002 de Becas y Subsidios para las Artes”.
Tabarovsky también se cuida de precisar que “en el estado actual del capitalismo todos tenemos, tuvimos o tendremos algún tipo de relación con el mercado”. En particular, su relación con el mercado es de las más sólidas: todas sus novelas están en Editorial Sudamericana. Aún así, en su descripción posterior, el concepto de mercado está rodeado de las mitologías habituales y el olor a azufre de las demonizaciones baratas. Vale la pena entonces decir un par de cosas muy elementales, muy obvias, sobre la aburridísima no cuestión del mercado.
Tabarovsky aclara de inmediato que los polos academia y mercado no son necesariamente antagónicos y que son conocidos los escritores que circulan con éxito por ambos mundos: “de mañana catedráticos, de tarde articulistas todo terreno, de noche ganadores de concursos de espejitos”. Quizá esté pensando aquí sobre todo en sí mismo: muchos recordamos sus artículos todo terreno sobre televisión en Clarín, sus abismadas indagaciones sobre Maru Botana y los Simpson. Y en cuanto a los concursos de espejitos: su última novela, Las hernias, fue publicada, según dice en la primera página “mediante un subsidio de la Fundación Antorchas, concurso 2002 de Becas y Subsidios para las Artes”.
Tabarovsky también se cuida de precisar que “en el estado actual del capitalismo todos tenemos, tuvimos o tendremos algún tipo de relación con el mercado”. En particular, su relación con el mercado es de las más sólidas: todas sus novelas están en Editorial Sudamericana. Aún así, en su descripción posterior, el concepto de mercado está rodeado de las mitologías habituales y el olor a azufre de las demonizaciones baratas. Vale la pena entonces decir un par de cosas muy elementales, muy obvias, sobre la aburridísima no cuestión del mercado.
El mercado no es uno, sino, por lo menos, dos (en realidad, por lo menos doscientos, con los grises intermedios, pero simplifico y considero los extremos). Esta duplicidad, que permite la mezcla de objetos rectangulares en las librerías bajo el nombre demasiado genérico de “libro”, trae todo tipo de confusiones, a veces interesadas. La parte del mercado siempre más grande, hasta que se eduque al soberano, es la que compra a lo sumo un libro por año, y ese libro, en general, no tiene nada que ver con la literatura, aunque a veces se presente bajo la forma de novela, sino con la autoayuda, los gurúes, las parábolas “espirituales”, o las recetas de cocina. En las antípodas hay un segmento mucho más reducido, pero de indudable existencia, de lectores perfectamente inteligentes, cultos, exigentes, que tienen miles de libros en sus bibliotecas y a los que no se les venderá sino aquello que quieran comprar. Éste es el único “mercado” del que tiene sentido hablar en una discusión literaria, y aunque relativamente pequeño, existe y es bien visible en la Argentina: son los lectores que, por ejemplo, llevaron a la lista de más vendidos por una breve semana a un libro (¡de cuentos!) como Once tipos de soledad, de Richard Yates. Son los que agotan tiradas de las mejores novelas de Paul Auster y dejan de lado las peores, son los que compraron, en una edición no muy glamorosa de Colihue, todos los ejemplares de Una salita cerca de la calle Edgware, de Graham Greene, son los que permiten la reedición de clásicos como Viaje al fin de la noche, de Céline, o resucitar la colección Minotauro. Son los que deambulan por las librerías de viejo (¡también parte del mercado!), y los suficientes para la reproducción capitalista en sellos pequeños, como Ediciones del Zorzal, Interzona, Eloísa Cartonera, Adriana Hidalgo, o la misma Beatriz Viterbo. Son, también, los lectores curiosos por la nueva narrativa argentina, que le dieron una primera oportunidad, y la posibilidad de existir, a una legión de escritores recién estrenados desde los años 90 hasta aquí.
Claro está que ni siquiera los buenos lectores pueden comprar todos los buenos libros y por eso podemos sumar, con algunas intersecciones, los diferentes lectores de estos diferentes libros y concluir que este segmento del mercado es numéricamente mucho más grande de lo que parece a simple vista. Se cuentan no de a cientos sino de a miles, y cuando convergen sobre un título pueden disparar su venta. Justamente, el dato irrefutable de la realidad, para quien quiera analizar en serio el mercado, es que en “el estado actual del capitalismo” todo puede “vender”, incluso la mejor literatura, incluso, con el marketing adecuado, la que pose de más “rara” u oscura. Las editoriales tienen bien estudiado a este segmento y apuntan especialmente a él con colecciones o sellos “de calidad” (en el mundo anglosajón le dedican una categoría aparte, definida con nitidez: la “quality fiction”).
Por supuesto, esto no quiere decir que todos los libros que pretenden pasar como “literatura de calidad” lo sean. Seguramente ni la mitad, ni quizá uno entre cien lo son. Este no es el punto: lo interesante, lo que quiero subrayar, es que al dirigirse a este sector de lectores cultos, las editoriales ya no pueden imponerse mecánicamente por la propaganda más burda (cartones o torres en las librerías) ni argumentar en el plano de la popularidad (tantos millones de ejemplares vendidos), ni en el plano de las supuestas enseñanzas morales (un libro que te cambiará la vida), sino que deben recurrir a argumentos literarios. Y del otro lado se encuentran con un público que tiene su propio criterio formado y que no deja pasar tan fácilmente gato por liebre. Toda discusión sobre la cuestión del mercado que no reconozca la existencia de este público, de estos miles de lectores tan “entendidos” en literatura como cualquiera, todo análisis que desprecie por igual y no diferencie a este sector dentro de la masa de lectores está condenado a los clichés consoladores de una supuesta superioridad intelectual, y a los patéticos arranques de envidia en que el escritor que vende dos ejemplares acusa al que agotó una edición de dos mil de “venderse al mercado”.
A la vez, si se reconoce la existencia de este sector, la cuestión del terrorífico mercado con sus tentáculos corruptores pierde bastante de sus pavores: cualquier escritor argentino puede aspirar, sin hacer ningún tipo de concesión en su obra, sin ni siquiera preocuparse por el tema, y más allá de cuán hermético, experimental, vanguardista, o coquetamente “marginal” sea su libro, a ser conocido, difundido y aun “comprado” por este público. Y aquí incluso, por esas típicas volteretas de la dialéctica, este segmento del mercado, por la sofisticación de sus lecturas, al adquirir o desdeñar un libro, a la par de los medios culturales, a la par de la academia, y a pesar de las cabezas que puedan menearse al escuchar esto, está ejerciendo también un juicio de calidad.
Por todas estas fatigantes obviedades digo que la cuestión del mercado es para el verdadero escritor una no cuestión: el escritor compra una resma de hojas nuevas y se sienta a librar una batalla privada con su obra. A menos que sea César Aira, que se impone una fecha límite de tres meses, en principio ni siquiera sabe cuándo la terminará, o si la terminará. Durante todo el proceso de la escritura la cuestión del mercado, de un supuesto público y de si realmente podrá venderle a alguien su novela es algo que ni siquiera se le cruza. Verdaderamente no le importa. Es decir, la cuestión del mercado no interfiere en el momento de creación de la obra, no la contamina, no la limita, no la desvía, no la determina. Es un ruido que aparece después, cuando su obra se pone en circulación bajo la forma de libro. Pero el escritor es un escritor sólo en tanto escribe. Este segundo acto de la circulación, aunque pueda esperanzarlo o amargarlo, y aunque lo involucre personalmente y lo haga decir lugar común tras pavada en entrevistas o deambular, en la comparación acertada de Manguel, como un viajante de comercio, realmente no lo toca, más allá del tiempo que pierde, y la próxima vez que se sienta a su escritorio con una resma flamante, se desembaraza, como quien se quita el traje de un baile de disfraces, de este espectro social, y como en el cuento “La vida privada”, de Henry James, retorna a su verdadero ser y escribe lo que su mucho o poco talento lo condena a escribir.
Todo esto que parece tan elemental y tan obvio fue oscurecido por algunos escritores “jóvenes” a principios de los 90 con la todavía no desterrada teoría del “gesto”. Pero de esto también hablaremos más adelante.
Tabarovsky, por su parte, no se preocupa por hacer ninguna de estas distinciones mínimas y prefiere mezclar todos los niveles para inventar su propio eje del mal: el mercado queda en su esquema caracterizado por “la autoridad del editing, la primacía de la trama, los personajes, la novela histórica, el cuento convencional, el aplomo estilístico, el lenguaje llano, justo, la ausencia de excesos, la fábula moral, la novela con contenido humanista, los guiños a la época y cierto anacronismo light”. La academia, a su vez, estaría definida por “el formalismo remanido, el efecto kitsch de la cita culta, el laboratorio de ideas, la búsqueda del control absoluto, la convicción de que el humor es algo serio, la noción de autoridad, las prebendas, el desprecio por la ironía, la construcción de genealogías que funcionen como garantías crediticias, el miedo”.
Pero aún dentro de este maniqueísmo Tabarovsky hace una distinción a favor de la academia: si el mercado es para él, digamos, Saddam Hussein, la academia sería Corea del Norte, porque “aun de un modo brutal –ayer Benjamin y Foucault, mañana otros- en la academia todavía se lee; aún de manera precaria y llena de prejuicios, circulan por allí ciertos textos, cierta percepción de que se está frente a un texto, ausente por completo en el mercado.”
Como se ve, al despreciar lo único que no es despreciable en el mercado, la franja de lectores sofisticados que sí leen, Tabarovsky se pierde aquí de hacer la distinción más importante entre los modos de leer de la academia y de estos lectores rasos.
Yo veo por lo menos tres dificultades, u obstáculos epistemológicos, en las lecturas de la academia, dos de ellos intrínsecos o estructurales: la lectura con finalidad predeterminada, la lectura desde -y a veces como- el ejercicio de un poder. El tercero es típicamente argentino y algo patético, pero tan extendido que no puede pasarse por alto: la endogamia y el tráfico de favores entre escritores y críticos.
Sobre el primer obstáculo: como las lecturas de la academia deben dar lugar a trabajos críticos y la crítica es esencialmente argumentativa, la operación más habitual en estas lecturas es la de distinguir y extraer a una luz fuera del texto elementos que permitan aludir a discursos reconocibles, a terrenos fácilmente racionalizables: la Historia, una determinada época política, marcas generacionales o biográficas, diálogos o afinidades con otras literaturas. Este tipo de lecturas, como consecuencia lateral, provoca en algunos escritores un irrefrenable efecto de escritura “a pedido”, en el que se dedican a sembrar, para el ojo del crítico, como en el juego de la búsqueda del tesoro, las pistas “culturales” que el crítico adorará encontrar. Así, la crítica empieza a tomar el comando y a dirigir indirectamente la creación literaria.
Pero por supuesto, la cantidad de elementos o alusiones que pueden analizarse por separado en una novela no terminan de decir nada sobre la cuestión principal: el modo en que se articulan, la forma en que viven y dan vida estos elementos dentro del texto. Con los mismos materiales, con los mismos temas, con las mismas alusiones o marcas generacionales, un autor puede escribir una obra maestra y otro una suma de pedanterías. Y en general, estas lecturas académicas nunca llegan a volver de la etapa del desarmadero para darse por enteradas de este pequeño detalle: la cuestión de la resolución estética, las razones de seducción, la gracia o maestría en la ejecución, lo que Susan Sontag reclamaba como el eje necesario de una nueva forma de crítica: la erótica de la obra. En cambio, esta dimensión sí es percibida de inmediato por el lector raso, en su lectura “en primer grado”. Porque del mismo modo que el académico tiene un entrenamiento en establecer afinidades y conexiones para situar a la obra en campos de fuerza teóricos, el lector raso, el lector que “solamente” ama la literatura, tiene entrenamiento en hacer la primera distinción elemental: si el texto que tiene en sus manos le resulta o no atrayente por apelaciones de tipo estético, o artísticas, que son las más difíciles de transmitir en forma de discurso argumental y que, por lo tanto, son casi siempre eludidas, cuando no despreciadas, en las lecturas críticas.
No se me escapa que también el crítico puede amar la literatura y comportarse en vacaciones como un lector raso, pero apenas debe expresarse, apenas debe dar cuenta de su lectura, sobrevienen los problemas de lenguaje sobre los que Wittgenstein escribió largamente en varios contextos. El lector raso los resuelve con adjetivos y signos de admiración o de reprobación internos: Borges ha escrito alguna vez que la verdad última sobre un libro la decide quizá la sonrisa de aprobación silenciosa de un lector al guardarlo en su biblioteca.
Sobre el segundo obstáculo, o la lectura como ejercicio de poder, prefiero dar un ejemplo: en una entrevista de Clarín, la licenciada Florencia Abbate -autora de uno de los capítulos de una reciente historia crítica de la literatura argentina- manifestó que los verdaderos “entendidos” en literatura despreciaban los libros que surgían de certámenes literarios y que por su parte, como escritora, se autoexcluiría en adelante de todo concurso literario.
Paso por alto la ignorancia algo alarmante de esta licenciada, que parece desconocer que escritores como Abelardo Castillo, Isidoro Blaisten, David Viñas, Haroldo Conti o Marco Denevi surgieron o se consagraron a partir de certámenes literarios. También Borges y Cortázar participaron con humildad y mejor o peor suerte en certámenes en su época, antes de convertirse a su vez en jurados de muchos otros concursos. Incluso el favorito de Abbate, Luis Gusmán, como ella debería saber, no pudo evitar ganar un premio literario, el Boris Vian, por En el corazón de junio. Paso por alto el hecho de que para los escritores jóvenes que no tenían un amigo editor o, como ella, un puesto en el periodismo cultural, ganar un certamen literario, o más bien varios, fue desde los 90 hasta aquí la única vía posible para publicar su primer libro. Quiero concentrarme en la frase sobre los “entendidos en literatura”, porque expresa perfectamente el afán de la academia por erigirse en única, o última, autoridad.
A diferencia de la ciencia, donde los criterios de verdad son relativamente transparentes, estables, democráticos y autoevidentes, la verdad en literatura, y en el arte en general, es mucho más elusiva y se disputa en gran medida entre distintos criterios de autoridad. La academia, naturalmente, se propone a sí misma como uno de estos criterios, y no hay hasta aquí nada que decir. Pero en la circulación de un libro por el mundo aparecen otras validaciones posibles: una recomendación inesperada boca a boca, una cantidad infrecuente de traducciones o, justamente, un premio literario importante que llama la atención de pronto sobre el nombre de uno u otro escritor. Estos son todos mecanismos que la academia no puede controlar y a los que reacciona en general con desconfianza instintiva. Son nombres que “no tenía previstos” y de algún modo ponen al descubierto su falta de reflejos y atención sobre lo que sucede en el aquí y ahora de la vida literaria. Esta desconfianza les hace leer con prejuicios los nombres que les lleguen “de afuera” y que no hubieran considerado hasta entonces. La actitud es: los lectores pueden preferir a quien quieran, los jurados de un premio pueden decir lo que quieran, pero por definición nosotros, los “verdaderos entendidos”, (los que escribimos –de paso- la historia de la literatura), tendremos la verdad. No otra cosa al fin y al cabo, sufrió por ejemplo Borges desde la academia durante gran parte de su vida. Así, la conciencia de que se ejerce un poder obstaculiza y antepone prejuicios a la forma en que se lee. En cambio, el lector raso, como no tiene ninguno de estos complejos de superioridad, puede proceder de acuerdo con su simple curiosidad y escuchar varias campanas y dar una oportunidad a los libros y autores más diversos.
Acabo de hablar de la resistencia a incorporar nuevos nombres: hay en realidad una causa estructural más profunda para esta resistencia, una inercia natural de lo académico. En efecto, en la academia predomina el axioma, para mí muy discutible, de que existe un sistema literario argentino. Los autores, las obras, las claves de este supuesto sistema se legan de profesores a alumnos y de clases a tesis doctorales. Pero por supuesto, la definición de un sistema requiere criterios de inclusión y de exclusión, que al formularse y propagarse adquieren rigidez y resistencia al cambio. Las obras que desafían, ignoran o contradicen los fundamentos de este sistema serán dejadas de lado y deberán esperar en el limbo de lo no leído hasta tanto se reformule o actualice el marco conceptual. Porque el marco conceptual, en las lecturas académicas, es anterior, más importante, domina al texto. Así, el pensamiento en la academia no puede saltar ligeramente, como el lector raso, de un libro a otro, sino que avanza con lentitud de carromato de marco conceptual en marco conceptual.
En cuanto al tercer obstáculo, la endogamia entre escritores y críticos, doy sólo dos ejemplos, aunque para recreación de los románticos podría escribirse un libro entero sobre la importancia de las relaciones sentimentales en la valoración crítica argentina. El primero aparece en un artículo de Sylvia Saítta, investigadora del Conicet y directora de uno de los volúmenes del libro Historia crítica de la literatura argentina. El artículo se titula: “Apuntes sobre la nueva narrativa argentina”. En sintonía con Tabarovsky, pero de un modo, si es posible, todavía más maniqueo, Saítta no se molesta en hacer ninguna distinción dentro del mercado y la industria cultural. El mercado es el Mal y la posición frente al mercado explicaría todo en la literatura argentina reciente. “El corte ya no pasaría entonces por una posición determinada respecto de la obra de Borges, sino por los vínculos que estos textos entablan –o buscan entablar- con el mercado o en contra de él. Habría así dos grandes zonas dentro de la literatura argentina de hoy: una que se ubica a sí misma en estrecha –y en algunos casos única- vinculación con el mercado y los medios masivos, por un lado; otra que se piensa, en cambio, de espaldas a los criterios de legitimación de la industria cultural o el bestsellerismo y circula por carriles casi secretos”.
Otra vez aquí, pero desde el banquito de la academia, los lectores, todos, son seres intelectualmente inferiores que no podrían apreciar ninguna literatura “riesgosa” y cuyas preferencias serán por definición, como parte del dogma académico, siempre equivocadas. En esta línea, que lleva a toda clase de absurdos, no deberíamos ni abrir una novela como El pasado, de Alan Pauls, porque al pecado número dos de ganar un premio literario añadió el pecado número uno de vender muchos ejemplares, y en la misma razzia también el Quijote debería sacarse de los planes de estudio, porque este año se contaminó fatalmente al convertirse en best seller.
Pero bien, armada con su reglita, Sylvia Saítta propone una lista de probos y réprobos en la narrativa argentina actual. Y -he aquí la sorpresa- entre los virtuosos, entre los que “le darían la espalda a la industria cultural”, menciona a Martín Kohan. Hasta donde yo sé, Martín Kohan ha publicado siempre en editoriales sobresalientes de la industria cultural, como Sudamericana o Norma, y su cara aparece en cuanto programa cultural nos proporciona nuestra televisión. Me resulta difícil imaginar una persona más inmersa en la industria: con la misma hiperactiva mediocridad es escritor, periodista de varios medios masivos, crítico académico, asesor editorial, comisario político. En la época en que la novela histórica era éxito de ventas publicó obedientemente una novela histórica sobre Echeverría, que también obedientemente, como todas las de su tipo, prometía narrar “otra versión” distinta de la oficial (¿no es acaso ése, justamente, el lema comercial, el gancho, de Jorge Lanata, de Felipe Pigna?) En la época en que se pusieron de moda las novelas sobre la dictadura, publicó su novela sobre la dictadura Dos veces junio, con todos los lugares comunes imaginables. Y más recientemente, apareció en la tapa del suplemento cultural de máxima difusión, como uno de los jóvenes que “van al mercado”. Un amigo me aclaró con dos palabras esta aparente anomalía: Martín Kohan es -o era en ese momento- el esposo de Sylvia Saítta.
Ahora bien, ¿no sería prudente, por un escrúpulo de rigor académico, que esta investigadora del Conicet, que escribe la historia de la literatura argentina, nos advierta sobre los nombres de su lista que son miembros de su familia? En el resto de sus elegidos hay otros dos o tres autores que nunca escuché mencionar y pensaba correr a buscar sus libros, pero temo ahora que sean sus alumnos de tesis, o sus sobrinitos.
Segundo ejemplo: Florencia Abbate, ahora como escritora, publica su primera novela El grito. ¿Quién hace la crítica en Página 12? Su mejor amiga. Y con la franqueza que da una costumbre aceptada, declara alegremente esa amistad desde la primera línea. Como se ve, estos partidarios académicos de todos los riesgos prefieren no tomar ninguno cuando se trata de sus propios libros.
En fin, un argumento más a favor del lector raso: el libro que juzga en su lectura difícilmente es el de su esposo o el de su mejor amiga.
Esta digresión sobre la academia podría dejar la impresión errónea de que desprecio o considero inútiles las lecturas académicas. Muy por el contrario. Dado que creo en las jerarquías del talento literario, creo también en el desafío intelectual que supone dar cuenta de las diferentes calidades de esos talentos. Pero para sopesar y juzgar, para cotejar y discernir, los críticos deben ser “demonios de sutileza”, deben ser capaces de no menos que “sentirlo todo, entenderlo todo y expresarlo todo”, en vez de dedicarse a la triangulación de favores o erigirse en juez y parte de sí mismos.
Seguramente existen hoy mismo en la academia críticos brillantes, que están felices y contentos con ser “sólo” críticos, y otros que, aún si no resistieron la tentación de escribir su novela, se refrenan por un mínimo de fair play de operar contra los escritores que compiten con ellos desde el llano. Lo mismo podría decirse sobre los medios culturales, donde ya casi no quedan periodistas que no sean también escritores. Son estos críticos verdaderos y estos periodistas culturales auténticos los que necesitamos. Caso contrario la crítica en la Argentina no dejará de ser parte de lo que Fogwill bautizó inolvidablemente como la sociedad de socorros mutuos.
Pero volvamos a la exposición de Tabarovsky y al próximo descubrimiento que nos depara: “Leía el otro día de ojito, en el subte, el libro del pasajero de al lado: uno de Jaime Barylko. Decía algo así como: ‘mandamos a nuestros hijos a la escuela porque sabemos que en ella se reproducen los valores, las creencias, las normas en las que los padres creemos’. “Pues bien”, se ilumina Tabarovsky, “igualmente podría decirse que el mercado y la academia escriben a favor de la reproducción del orden, de su supervivencia, a favor de sus convenciones, escriben en positivo”.
En fin, hay quien redescubre la pólvora y quien redescubre la cebita. ¿No sabe Tabarovsky que unos ciento cincuenta años antes que Jaime Barylko un señor Carlos Marx escribió un par de volúmenes al respecto?
“Claro está” explica Tabarovsky, “que tanto el mercado como la academia necesitan de la novedad para reciclarse […] por lo tanto, escribir a favor del mantenimiento del orden, del consenso, no excluye el gusto por lo nuevo, pero entendiendo siempre a lo nuevo sólo como lo último, lo más reciente, el recién llegado”
Así, continúa Tabarovsky, mientras que el mercado saldó 150 años de tradición de lo nuevo absorbiendo a la novedad como la mercancía más reciente, la academia resolvió la cuestión con una perspectiva histórica, incorporándola en una galería de relativismos teóricos y culturales, como una tradición más entre otras. Pero hay algo que sobrevive de esta tradición y que –cree Tabarovsky- es lo incómodo, lo inasimilable, lo que desestabiliza nuestro sistema de creencias: el “deseo loco de cambio”. “La supervivencia del deseo loco de lo nuevo produce efectos de escritura –novelas y poemas reales- que ni la academia ni el mercado logran asimilar.”
Aquí, aunque el análisis es correcto, la conclusión puede ser fatalmente equivocada: la de identificar lo deseable, lo admirable, lo “riesgoso”, lo que es “verdaderamente bueno” en literatura con aquello “sobrante” que no logren procesar la academia y el mercado. De esta manera, una vez más, se está cediendo, por oposición, el control de la creación a la academia y al mercado: primero veamos qué tiene algún éxito en Puán o en las librerías, a continuación hagamos todo lo contrario.
Lo que un autor debe plantearse, en cambio, es escribir lo que se le da la real gana, con total indiferencia, e incluso diría, con alguna saludable ignorancia respecto de los métodos, los personajes y los manejos de la academia y el mercado, sin hacer operaciones de inteligencia previas sobre si tendrá repercusión en alguno de los tres ámbitos (vuelvo a incluir aquí los medios culturales). El momento de la creación, una vez más, debe ser anterior y no posterior a todas estas provisorias circunstancias culturales. La idea de lo que es “sobrante”, por otra parte, es particularmente mercenaria. Lo que es “sobrante” a la mañana para la academia y el mercado, será consumido fatalmente a la tarde en un bonito envoltorio por la próxima tesis o la futura colección de “raros”. Así, si el creador no quiere convertirse en una especie de modista que va detrás de las tendencias del último verano para hacer con los sobrantes algo “distinto”, más “audaz”, para la próxima temporada, debe asumir una actitud de lejanía y tratar verdaderamente como a impostores al éxito y al fracaso.
Pero es verdad, y debe reconocerse, que Tabarovsky no cae enteramente dentro de esta trampa. La “literatura de izquierda” que promueve “es una literatura que escribe siempre pensando en el afuera, pero en un afuera que no es real; ese afuera no es el público, la crítica, la circulación, la posteridad, la tesis de doctorado, la sociología de la recepción, la contratapa, la palmadita en el hombro. Ese afuera ni siquiera es la tradición, la angustia de las influencias, otros libros”.
Hasta aquí, por supuesto, no podemos sino coincidir, sólo que otra vez nos preguntamos dónde estaría la “novedad” en esta actitud. Es la que corresponde a cualquier escritor que no sea un cretino, a cualquier escritor que conciba a la literatura como un arte íntimo, un oficio silencioso, y no como un “gesto” que apunta a la recepción, la actitud de feliz desapego que tiene cualquier escritor inédito cuando escribe sus primeras obras, y la que debe mantener, como una mínima conducta artística, una vez que es publicado. La actitud del novelista que demora diez o veinte años en terminar su obra y que ni sabe si vivirá para verla publicada. La actitud del que escribe, como quería Kosinsky, “sobre aquello en lo que no puede dejar de pensar” y no en términos de mainstreams o “sobrantes”. Aunque Tabarovsky no lo crea hay miles de escritores así, para quienes la obra que tienen entre manos es lo único importante y la “sociología de la recepción” les importa un rábano.
Pero Tabarovsky no se conforma con esto. La literatura “de izquierda” que propone es “mucho más ambiciosa”: ya no se trata, nos dice, de la oposición novela de trama versus novela de lenguaje, sino que “apunta a la trama para narrar su descomposición, para poner el sentido en suspenso; apunta al lenguaje para perforarlo, para buscar ese afuera –el afuera del lenguaje- que nunca llega…”
En principio, yo no alcanzo a ver aquí por qué una literatura así sería “más ambiciosa”. El programa de “apuntar a la trama para narrar su descomposición” parece bastante monótono y abstracto; más aún, implica la subordinación de la imaginación a un encorsetamiento teórico o filosófico: la ejemplificación de una tesis preanunciada y siempre igual a sí misma. En definitiva, un paradigma más de los que se suponía que Tabarovsky rechazaba. Tampoco veo qué habría aquí de novedoso: la desestructuración o “descomposición” de las tramas, la ruptura de la relación causa y efecto, la no linealidad, la ambigüedad de puntos de vista, el sentido “en suspenso”, los sabotajes al verosímil literario, la simulación del azar, el nonsense, el absurdo, tienen una larga historia de más de cien años desde el modernismo. De distintos modos Virginia Woolf, Joyce, Lewis Carroll, Georges Perec, Ionesco, Kafka, Brecht se han ocupado de todo esto hace años y años.
Quedaría quizá la cuestión del lenguaje y esta consigna aparentemente tan radical de “apuntar al lenguaje para perforarlo”. En otros lugares, con metáforas no menos amenazantes, Tabarovsky también habla de librar una “lucha de clases contra el lenguaje” y de “hacerle morder el polvo”. Tabarovsky está pensando aquí, según trata de explicar, en un planteo de Barthes acerca de la relación entre lenguaje y poder. De acuerdo con Barthes, en la lengua servilismo y poder se confunden ineluctablemente y la literatura sería una “fullería saludable, una esquiva y magnífica engañifa que nos permite escuchar a la lengua fuera del poder”. Cuando la literatura no se sustrae a la hegemonía del lenguaje, cuando no lo enfrenta y no lo trampea, concluye Tabarovsky, no es más que mera reproducción lingüística del poder, y así se inscribe en el mercado o en la academia.
Pero de nuevo aquí: cualquier escritor que no sea un naturalista fanático tiene perfecta conciencia de que la novela que tiene entre manos es un artefacto autónomo, con sus propias leyes y artificios, que no tiene por qué guardar correspondencias con los modos y usos en que se confunden poder y lenguaje en el mundo prosaico y real y político que le toca como ciudadano. Cualquier escritor sabe también que debe crear su propio registro, su retórica, para cada nuevo libro, como una lengua dentro de la lengua y que esa selección, ese proceso de “extrañamiento”, debe independizarse y enfrentar no sólo la lengua del poder, sino también las fuerzas anodinas de la costumbre, el peso de lo “ya hecho”, las diferentes tradiciones, la historia de la literatura.
Pero quizá Tabarovsky, que es tan ambicioso, está pensando en algo radicalmente distinto de todo esto cuando habla de “perforar el lenguaje”. Es una lástima, sin embargo, que no proporcione ningún ejemplo de novelas escritas con lenguajes perforados.
En busca de alguna pista leo el principio de su última novela Las hernias, que publicó a la par de su manifiesto. En la escena de apertura Luciano, el protagonista, se mira la panza y reflexiona sobre su gordura:
"¿Esta gordura es mía? ¿Son míos estos rollos?” Sentía que se le había estirado el cuerpo, que se le había vuelto algo exterior a él, algo con vida propia; pliegues, estrías, marcas ajenas que apenas conocía.
Como se ve, tenemos aquí la muy noble pero viejísima convención del estilo indirecto libre, con oraciones claras y respetuosas de la gramática. La cuestión de la gordura, por otra parte, parece inscripta dócilmente en la lengua del poder, porque le inspira al personaje principal la misma clase de angustias que a cualquier chica de nuestra sociedad televisiva y cristiana que debe probarse la malla antes de las vacaciones.
Prosigo la lectura: la segunda preocupación de Luciano, después de su gordura, es el dinero, encontrar una fórmula mágica que le dé de golpe muchísimo dinero. Lejos otra vez de perforar la lengua del poder, el dinero significa lo mismo de siempre: dejar de trabajar, viajar por el mundo y las fantasías consumistas más obvias.
Leo hasta el final la novela de Tabarovsky y no alcanzo a ver en ninguna parte las trazas de lo que sería un lenguaje perforado, ni polvos mordidos ni huelgas insurreccionales, sino apenas la prosecución del mismo estilo ligero, simplísimo, que alterna el pensamiento en primera persona con la narración omnisciente, tan convencional como cualquier otro. Un lenguaje que recuerda durante toda la novela el modo casual y liviano de César Aira. Es cierto que en algún momento Tabarovsky hace hablar a un pollito, en un pasaje bastante gracioso, pero no hay aquí tampoco nada que no se haya visto antes en este mundo, desde las fábulas de Esopo hasta Pollitos en fuga. La novela de Tabarovsky es totalmente inteligible en los términos convencionales de la literatura y algún crítico la ha confundido incluso con un relato de ciencia ficción. En realidad, podría serlo perfectamente, si Tabarovsky hubiera añadido un par de párrafos para darle alguna verosimilitud científica al sistema de órdenes telepáticas de sus personajes. Pero justamente, saltearse los fatigantes pormenores circunstanciales y omitir dos o tres ligaduras de verosimilitud, estas pequeñas infracciones de tránsito, son todo el orgullo narrativo, la marca de “lo nuevo”, en Tabarovsky y los seguidores de César Aira.
Por supuesto, quizá la falta de correspondencia entre la literatura tan archiambiciosa que Tabarovsky proclama y la novela que finalmente entrega podría deberse simplemente a que Tabarovsky se enrola –según dice en la contratapa- dentro de los escritores para los cuales, al revés de la frase peronista, “mejor es prometer que realizar”.
Pero si aún en aquello que promete lo “mucho más ambicioso” no está demasiado claro, ni tampoco de lo que realiza puede inferirse cuál es la literatura que afirma, sí está mucho más claro cuál es la literatura que rechaza. Tabarovsky, en una fiebre de formalismo, cree que se pueden dividir aguas dentro de la literatura estigmatizando los rasgos exteriores más superficiales. Así, su principal enemigo es el relato que tiene “introducción-desarrollo-desenlace”, como si esta estructura formal, tan inofensiva o “culpable” en sí misma como cualquier otra, no hubiese albergado los cuentos y novelas más disímiles desde la época de las cavernas hasta aquí. Más aún, si Tabarovsky relee Las hernias, comprobará horrorizado que su propia novela tiene también un principio, un desarrollo y un desenlace.
La segunda aversión de Tabarovsky es la trama: no importa cuán original o trillada, cuán compleja o elemental pueda ser la trama. No importa la variedad de atmósferas, de contrapuntos, de líneas de suspenso, de modulaciones de ritmo y tensiones a que puede dar lugar una u otra trama. La mera existencia de una trama es ya de por sí pecaminosa y despreciable, porque Tabarovsky parece creer que “cualquier grupo de amigos con unas cervezas de más pueden imaginar cualquier trama”. Es verdad que en esta crítica a la trama Tabarovsky no está solo sino en compañía de toda la academia, aunque algún día me interesaría conocer los argumentos para este desprecio, el fundamento teórico de por qué sería “mejor” una novela sin trama que una novela con trama.
La tercera aversión de Tabarovsky son los personajes “bien construidos” e ironiza sobre cómo se componen los personajes en la narrativa argentina actual: “7% influenciados por Thomas Mann, 15% por Umberto Eco, 8% por Soriano, 19% por Stephen King, 16% por Abelardo Castillo…” Tabarovsky está fatigado de personajes bien construidos y dice preferir en cambio los personajes mal construidos, pero otra vez en Las hernias toda la troupe, desde su alter ego Luciano hasta el pollito parlanchín están construidos de la manera más convencional, con descripciones físicas, diálogos, deseos enunciados, monólogos interiores… Sólo la composición en porcentajes es en todo caso más simple: 100% César Aira.
Pero bien mirado, quitar primero la trama, y luego el sentido, y luego los personajes, y luego los pormenores circunstanciales, ¿no es el viejo, viejísimo ejercicio de abstracción, la tabla del uno de las vanguardias que culminó Malevich con su cuadrado negro hace cien años? Un ejercicio que sembró, como si fueran cada vez “novedades”, de cuadrados rojos, grises y café con leche los museos de arte contemporáneo de todo el mundo y que tiene incluso ahora en Palermo una variante gastronómica, que el gordito de Las hernias disfrutaría muchísimo: un restaurante de comida conceptual, en el que el mozo extiende el menú y a continuación, en vez del plato, trae directamente la cuenta.
En el fondo, como dije al principio, las ideas de “vanguardia” que propone Tabarovsky se inscriben dentro de esta tradición de desmantelamientos sucesivos. Tabarovsky dedica un párrafo a esta cuestión de la abstracción y observa acertadamente que “de Malevich a Klein lo que hay es un juego por subir la apuesta para ver quien pinta el cuadro más abstracto, el último cuadro, el que liquida los demás y baja la persiana del arte.” A continuación, cree identificar la operación principal del pintor abstracto: descartar. Y reivindica la operación de descartar también dentro de la literatura, como un sistema de exclusiones.
Sin embargo, la operación de abstracción puede tener una connotación bastante diferente y menos burda que Tabarovsky parece ignorar. La abstracción es una de las herramientas favoritas en las disciplinas científicas y consiste en aprehender los elementos esenciales de un razonamiento o de un objeto de estudio en cierto contexto para trasladarlos y extenderlos hasta donde sea posible en un contexto distinto. Así, la abstracción puede verse como un procedimiento de transporte, de extensión, de apropiación de territorios, y en general es inseparable de las dificultades que surgen y de los refinamientos en los argumentos que deben proponerse para la adecuación al nuevo contexto. Es decir, cuando la abstracción es interesante, nunca es un mero descarte de elementos, sino el hallazgo, despojado de hojarasca, de una propiedad crítica que se desprende del ejemplo particular pero sin perder sus atributos esenciales, y que se “reencarna” en otras situaciones y ejemplos de maneras más sutiles, novedosas, o sorprendentes. Borges ha logrado llevar al terreno de la literatura este procedimiento en varias de sus ficciones y quizá del modo más claro en Historia de dos reyes y dos laberintos, donde despoja a la idea de laberinto de paredes y circunvoluciones y fatigantes arquitecturas para mostrar finalmente que también la nada extendida de un desierto puede ser un laberinto. En este transporte se ha “releído” al desierto de un modo nuevo, inesperado, sin perder el atributo esencial del ejemplo de partida, el laberinto como un sitio del que no puede escaparse.
A la vez, en la larga práctica de esta operación los científicos saben perfectamente que la abstracción es un arma de doble filo y que una supresión excesiva de elementos puede desembocar en simplificaciones y en contextos de demasiada generalidad, donde se pierde toda la “astucia” del ejemplo particular. Es decir, la abstracción es una operación de delicados balances y si no da lugar a transportes interesantes y sólo retrotrae a estados más simples, si es sólo una amputación mecánica de sucesivos elementos, como el juego de un niño que arranca de a una las patas de la araña para comprobar cada vez si todavía camina, hay al menos en la ciencia una palabra que permite detenerse para separar campos, una palabra que no he escuchado todavía para juzgar experimentos en las artes: la palabra trivialidad.
Por supuesto, entre los efectos abstractos que considera Tabarovsky tampoco figura el peligro de trivialidad, ni ningún otro doble filo, como si en un arranque de positivismo hubiera descubierto en la abstracción un procedimiento de avance perfecto en la historia del arte. Tabarovsky se toma de una frase de Rosalind Krauss sobre obras abstractas construidas en forma de retícula: (“La retícula anuncia la hostilidad del arte moderno respecto de la narración, del discurso.”) y anuncia que ha llegado la hora de extraer, para la literatura, las debidas consecuencias: “la literatura se vuelve radical cuando escribe contra la narración”. Así, la literatura “de izquierda” que propone Tabarovsky “no despliega (la temporalidad, el sentido, el discurso), sino que anuncia que algo se ha detenido, algo que escapa a la cadena lingüística, que la pone en cuestión; anuncia la emergencia de la singularidad, la llegada del futuro. La literatura da cuenta del relato de la sustracción del relato.”
Esto, como se ve, no es más que el ya también vetusto y bastante gastadito “lo único que sé relatar es que ya no sé relatar”, de Lyotard, con el que Tabarovsky se identifica en una cita anterior. Y desemboca en una literatura programática, donde lo que importa no es ya lo que se cuenta, donde lo que se cuenta es apenas una excusa, un ejemplo condescendiente para una enunciación teórica sobre la historia de los efectos abstractos en literatura. Y donde además el ejemplo posible sólo podría contradecir la teoría. Porque, si de la lectura de una obra escrita a pie juntillas de este programa pudiera inferirse por detrás y sin corazas culturales la imposibilidad de relatar de una u otra manera, sólo quedaría demostrada, una vez más, la eficacia del lenguaje, que la cadena lingüística no se ha detenido, que el sentido no ha quedado en suspenso, sino que se ha trasvasado íntegramente, de la manera tradicional que tanto irrita a Tabarovsky. También Tabarovsky habría logrado, después de tantas negaciones exaltadas, escribir “en positivo”.
Pero sobre todo, ¿qué diferencia hay entre la actitud de Tabarovsky y la de una escritora feminista que escribe novelas históricas para probar una y otra vez que existieron mujeres ocultas pero importantísimas detrás de cada fecha patria? ¿qué diferencia con el escritor comprometido que creía necesario retratar con simpatía de clase a sus personajes? ¿o con los narradores jóvenes que creen imprescindible narrarnos la misma noche salvaje de “excesos”, para dejar en claro que lo importante es la cerveza?
¿Cuántas veces se puede demostrar, por otra parte, sin cansarse a uno mismo, sin perder la potencia expresiva, la misma tesis? ¿Cómo sería una literatura en la que todos los escritores se uniformaran de pronto bajo el mando de Tabarovsky para relatar la suspensión del relato?
Tabarovsky es conciente de estos callejones sin salida a los que conducen sus propios argumentos pero en ningún momento alcanza a darse cuenta de que quizá haya algo que falle en alguno de sus dogmas iniciales, que quizá haya algo equivocado en ese formalismo de superficie que sólo alcanza a ver la cáscara más externa de la literatura, sin preocuparse por lo que dice el lenguaje en cada caso.
Así, sólo se le ocurre proponer para la literatura argentina una suerte de fuga hacia adelante: “¿Qué hacer con Libertella, Fogwill, Aira? Hay que correrlos por izquierda. Hay que demostrar que la literatura de Libertella es poco hermética, que la de Fogwill es poco sociológica, que la de Aira es demasiado lenta.”
Pero el problema, por supuesto, es que después del cuadrado negro de Malevich no puede hacerse otro cuadrado más negro; después del mingitorio de Duchamps no puede hacerse el bidet y la ducha. Del mismo modo tampoco se puede hacer una literatura más hermética que la de Libertella ni más banal que la de César Aira.
Llegamos al fondo de la cuestión (como diría Pizarnik, queremos ir nada más que hasta el fondo): los formalismos, por mucho que se afanen, no alcanzan a dar cuenta de la complejidad de los posibles mundos literarios. Es decir, ninguna lista de afirmaciones o rechazos hechos “en general”, ninguna selección de elementos formales puede separar bandos entre lo que “realmente vale la pena” en literatura y lo que debería descartarse. Tabarovsky, que se ríe de los talleres de “corte y confección”, en donde se practica el cuento con principio, nudo y desenlace, nos propone con la misma ingenuidad su propio cursillo de “alta” costura: donde decía relato lineal, debe decir relato no lineal; si antes se preocupaban por la trama, ahora despreocuparse; si trataban con esfuerzo de construir lo mejor posible a sus personajes, tratar con el mismo esfuerzo de construirlos mal. Sobre todo, no olvidar omitir algunas ligaduras de verosimilitud, para competir después con los demás chicos malos a ver quién hizo más sabotajes al verosímil literario. Y ahora sí que somos todos buenos escritores, y además “de vanguardia”.
¿No percibe Tabarovsky acaso que hay algo aquí que se escapa? ¿Puede creer verdaderamente que la literatura es tan fácil?
¿No habrá ocurrido en cambio en la historia de la literatura que bajo la forma del relato lineal se han escrito obras maestras y obras detestables y que bajo la forma del relato no lineal se escriben igualmente obras maestras y obras detestables?
Lo que se escapa, lo que queda afuera de todas estas intercambiables preferencias formales es nada menos que lo único que verdaderamente importa, el elemento asquerosamente antropomórfico que Tabarovsky no menciona ni una vez en su libro, la palabra tabú de los formalistas: el talento literario.
Henry James sostenía que lo único que debe concederse a un escritor es su tema. Pero se puede ser bastante más generoso y dejarle también la elección de sus armas formales, porque justamente la “culpa” o el valor de lo que escriba nunca dependerá de estos elementos disponibles al alcance de todos, del mismo modo que la astucia de una partida de ajedrez no depende de los movimientos de apertura que pueden aprenderse de los manuales. Las desventuras del formalismo ya tuvieron en 1930 una formulación precisa en el terreno de la matemática dada por el Teorema de incompletitud de Gödel, que demostró que hay más complejidad en lo “real matemático” de la que puede dar cuenta cualquier lista de axiomas. Si esta limitación de los formalismos ya se manifiesta en un terreno donde el lenguaje tiene máxima precisión y la noción de verdad está bien definida, con mucha más razón podemos suponer que la complejidad de los mundos literarios, y la noción tan elusiva -histórica y temporaria- de lo “valioso” en literatura, difícilmente pueda ser capturada por las raquíticas dicotomías trama-no trama, relato lineal-relato no lineal, final concluyente-final abierto.
No es de extrañar entonces que el paseo de un formalista por la historia de la literatura termine en desazones y caminos cerrados, con fugas “hacia adelante” que en realidad son hacia cien años atrás, porque las variantes puramente formales en literatura tienen la misma rotación -el eterno retorno de pocos casos- que las posiciones amatorias. La complejidad de la literatura simplemente no está ahí, como la complejidad del sexo no está en el Kamasutra. Una vez más: la literatura no es tan fácil.
Pero bastaría que el formalista alzara los ojos y prestara por una vez atención a lo que dice el lenguaje, para encontrar una dimensión de experimentos e innovaciones, no necesariamente formales, que ha recorrido la historia de la literatura a la par de las novelas sin la letra e y de los monólogos sin puntos aparte. Doy unos pocos de una legión de ejemplos, con la esperanza de que alguna vez, en alguna discusión de literatura, se amplíe la noción de “experimento” más allá de lo formal.
En El cuarteto de Alejandría Lawrence Durrell toma inspiración de la teoría de la relatividad y escribe una novela donde la rotación de puntos de vista no sólo modifica el sentido de la trama, a la manera de En el bosque, de Akutagawa, sino también la constitución íntima de cada personaje, el registro anterior que tenía el lector sobre cada uno de ellos. Es decir los personajes no sólo están “bien construidos” sino magistralmente sobreconstruidos, por tres y por cuatro, como prismas de facetas cambiantes. Como se ve, este experimento agrega complejidad y dificultad a la literatura, en lugar de quitársela.
En Conciencia y la novela, David Lodge analiza los distintos procedimientos que se propusieron en la narrativa moderna y contemporánea para representar la conciencia. En el recorrido, que parte de la narración autobiográfica o confesional en primera persona, prosigue con la novela epistolar y el estilo libre indirecto, y luego con el flujo del inconsciente en Virginia Woolf y Joyce, hay un momento de retorno al casillero uno, particularmente interesante que Lodge analiza por separado, tomando como ejemplo clásico el caso de El extranjero, de Camus. Aquí, aunque la narración es “otra vez” en primera persona hay un elemento perturbador y original: la conciencia que se revela en la narración no se corresponde con el ideal humanista de la época, hay algo de “lo humano” que falta. El formalista estricto no vería en esto sino un retroceso, la repetición de un esquema “superado”. Sólo en lo que expresa el lenguaje, en lo que intenta representar, y contra la sensibilidad de una época, se revela la originalidad de la variante.
Una variante extrema de esto mismo es lo que yo llamaría el “efecto Céline”, el ejercicio alegre y desembozado de la violencia y el poder sobre alguien más débil, narrado también en primera persona. (Un antecedente notable de este efecto de crueldad es el relato El mal vidriero, de Charles Baudelaire). El experimento -cuando no se trata de la expresión auténtica y espontánea de un impulso fascista- consiste en presentar una víctima frágil, protegida por la civilización y las buenas conciencias, por la ideología en boga o por cualquier criterio instalado de corrección política, y a continuación ensañarse con ella desde la primera persona para provocar el efecto de perturbación, la agitación del mal, en la conciencia del lector. En Viaje al fin de la noche esta violencia a carcajadas la ejerce el narrador protagonista sobre los negros en África a su mando y en otros de sus textos el blanco preferido son los judíos. Es una línea que recorre toda la literatura contemporánea, desde Lolita, de Nabokov, o Los destructores, de Graham Greene, hasta El niño proletario de Lamborghini, con impostaciones de toda clase de sadismos y psicópatas.
Henry James y un experimento en la trama: ya mucho se ha dicho sobre la apropiación del estilo indirecto libre por parte de Henry James. Pero hay un segundo experimento no declarado en su obra que tiene que ver con el desplazamiento de la trama (y no su desaparición) al plano de las conjeturas. Es decir, James incorpora una nueva dimensión de complejidad al intercalar en la serie de hechos y entre las líneas de diálogos de lo efectivamente dicho los pequeños infiernos de vacilaciones, tanteos, arrepentimientos que urden por detrás, como en las novelas policiales, las tramas paralelas de todas las otras posibilidades en juego.
Otro procedimiento posible, que ya mencionamos al hablar de Gombrowicz, y que ensayaron también Goethe, Thomas Mann, Sartre y tantos otros, es la revisitación de temas o géneros tratados en una época lejana o supuestamente agotados, para revivirlos a la luz de la sensibilidad y la escena contemporánea, o con una aproximación original.
Hay finalmente, de manera simétrica a esta “mirada hacia atrás”, una clase de innovación continua y más discreta en la historia de la literatura, que no hace tanta alharaca de sí misma, y que yo llamaría la “ampliación del campo de batalla”: la incorporación a la esfera de lo literario de registros y temas que no habían sido tratados hasta entonces. Esto supone a veces la creación de géneros nuevos, como fue en su momento la ciencia ficción, a veces el tratamiento pionero de un tema tabú, como en los primeros relatos abiertos sobre la homosexualidad, pero también fusiones novedosas de género, como en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, de Oliver Sacks, o modos de ver infrecuentes: la enajenación doméstica de los personajes femeninos de Clarice Lispector, o el personaje con rasgos autistas de El curioso incidente del perro a medianoche, de Mark Haddon.
Ninguno de los procedimientos que mencioné hasta aquí requirió suprimir o descartar nada, sino que por el contrario representan en cada caso una ampliación, o un grado de mayor complejidad en la literatura. Ninguno de estos experimentos requirió tampoco perforaciones ni “luchas de clase” contra el lenguaje -lo que fuera que eso signifique- ni necesitó tantos alardes programáticos. Y al revés de lo que plantea Tabarovsky, si uno da una mirada a la historia de la literatura y pone también sobre la balanza esta clase de contribuciones, las innovaciones puramente formales son apenas una pequeña parte, no necesariamente la más interesante, ni tampoco la más radical, de lo que ha significado “lo nuevo” en el estado del arte.
Aun así, entre todas mis oposiciones, hay una parte que sí comparto del planteo general de Tabarovsky y es la de sostener una actitud de defensa y búsqueda de criterios de originalidad para la narrativa contemporánea, la actitud que en su libro se expresa como “el deseo loco de cambio” frente al “lloriqueo del ya no se puede”. Y es que la tesis de que en literatura “ya está todo hecho”, con su consecuencia de textos pálidamente paródicos y repetitivos tuvo también su momento aplastante de auge entre los escritores jóvenes de los años 90. (Como detalle simpático de época recuerdo que en un encuentro de narradores en Villa Gesell, cuando quise sostener un argumento a favor de la originalidad, uno de los asistentes particularmente “entendido” en literatura comentó que cada vez que escuchaba la palabra originalidad le daban ganas de sacar un revólver).
Sin embargo, a diferencia de Tabarovsky, yo creo que la búsqueda de originalidad debe orientarse sobre todo más allá de lo puramente formal, justamente al territorio de lo que no puede ser capturado y convertido en recetas, en imperativos de época, en principios enunciables, en dicotomías vacías del tipo lineal-no lineal, muy útiles quizá para organizar capillas y grupos de autoayuda literarios, pero impotentes para dar cuenta de la variedad de mundos y calidades en literatura.
A la vez, creo también que el concepto de “originalidad” debe diferenciarse cuidadosamente del concepto de “lo nuevo”, sobre todo cuando se ha echado a rodar recientemente la curiosa teoría de que lo nuevo, por sólo ser nuevo, es lo “bueno”. Lo original es en todo caso la siempre pequeñísima parte de lo nuevo que puede medirse en profundidad, en brillantez, en maestría, en astucia, con la suma de lo escrito en el pasado. Lo nuevo, por su parte, debe someterse, como todo lo ya escrito, de un modo u otro al ejercicio de la crítica: yo, por lo menos, no creo en máquinas perpetuas y perfectas de avance en lo literario y tengo cierto escepticismo, posiblemente heredado de la ciencia, por los movimientos artísticos que no proponen a la par de su programa una metodología crítica para diferenciar lo trivial de lo interesante.
Vayamos, finalmente, al recorrido de Tabarovsky por la narrativa argentina contemporánea: Tabarovsky evoca un primer período de oro en los ’80, en el que un grupo de escritores (Libertella, Fogwill, Aira) impusieron un contra canon “totalmente novedoso para entender la literatura argentina”. En la nueva “instauración por desplazamiento” quedarían incluidos también Osvaldo Lamborghini, Néstor Sánchez, Puig, Copi y más tarde Perlongher, Viel Temperley y “con mucha voluntad y viento a favor”, Saer. La constitución de ese nuevo canon habría implicado “un antes y un después, un corte epistemológico que incluso sirvió para erosionar (ya que es imposible de derrocar) al Gran Canon Nacional: Puig sirvió para cargar contra Borges, Lamborghini contra la derecha literaria y Néstor Sánchez para crear una nueva tradición urbana post-arltiana.”
Inmediatamente después, observa, el grupo de escritores de Babel “adoptó el contra canon y lo estableció como canon tout-court.” La vida literaria tan a la sombra de Libertella, Fogwill y Aira, comenta Tabarovsky, fue difícil, “pero ellos también salieron airosos”. (Sobre todo airosos, cabría agregar).
A esta altura, continúa Tabarovsky, algo era evidente: “la literatura del café con leche había sido evacuada. La decadencia del realismo ramplón, de las herencias de Cortázar y Sábato, de la novela histórica convencional, era el dato sobresaliente y bienvenido de este estado del mapa. Pero la reacción no tardaría en llegar. Para ir al grano: se buscó salir de Puig-Lamborghini-Néstor Sánchez-Libertella-Fogwill-Aira-Guebel para reinstalar el café con leche. Increíble pero real.”
La primera ola de esta reacción habría llegado con los “jóvenes mediáticos”. “Mezclando la jerga del rock con influencias que van de Soriano al realismo sucio y propagando la curiosa certeza de que entre el periodismo y la literatura hay un solo paso, hasta mediados de los ‘90 la reacción provino de un grupo de escritores más o menos jóvenes, que hacían de la famita personal su tema literario.” “Mediáticos, en el sentido de que es casi imposible separar sus textos de la construcción de su imagen pública, porque ellos mismos planteaban algo así como “no lean mis textos, lean mi actitud”. “Jugando a la lengua de la neovanguardia pop, su literatura –por algunas horas- hasta pareció desafiante y altanera (en términos de marketing fue lo que se llama una estrategia agresiva: un producto nuevo que no busca ocupar un nicho vacío sino lisa y llanamente crear un nicho nuevo). Los jóvenes mediáticos fueron la cara visible del nuevo mercado literario que se estaba creando en la Argentina de los ’90.”
Varias cosas hasta aquí: es muy curioso que en la discusión de nombres y tendencias un seguidor de Derrida y Foucault, como es Tabarovsky, no haga el mínimo ejercicio de deconstrucción para preguntarse por qué están los que están o cómo aparecieron los que aparecieron. Como dije al principio, es imposible entender el posicionamiento de escritores en la escena literaria de los ’90 sin incluir en el cuadro a los medios culturales. La coraza cultural que Tabarovsky cree desaparecida en los ’60 se ejerció en los ’90 desde algunas revistas literarias, pero sobre todo desde los suplementos culturales de los principales diarios. El dato nuevo que Tabarovsky pasa olímpicamente por alto es que el ejercicio del periodismo cultural se transformó además en una de las pocas variantes seguras para acceder a la publicación: empezaba la era del periodista escritor.
En efecto, si uno se pregunta, desde los ’90 hasta aquí, cuáles fueron los mecanismos principales que permitieron publicar por primera vez, sólo había tres. El primero y más corto fue ser editor, o bien buen amigo de un editor. Gracias a un amigo excelente publicaron sus primeros libros en Sudamericana, uno tras otro, todos los escritores que se nucleaban en la revista Babel.
El segundo método, apenas más largo, fue el ejercicio del periodismo cultural en algún medio importante. Otro recuerdo simpático de época: cuando los escritores del taller de Abelardo Castillo decidieron publicar por sí mismos sus primeros libros y los llevaron a la redacción de uno de estos suplementos, los competidores en ciernes que se dedicaban al periodismo los miraron con lástima y les explicaron que se habían equivocado, porque habían “empezado al revés”.
En una variante de la frase zen, la novela no llegaba cuando el artista estaba preparado, sino cuando su firma estaba instalada. Uno de los periodistas beneficiados lo explica con toda claridad en un artículo on line: “A mí mismo cuando trabajaba en un medio masivo me publicaron dos libros y realmente sería muy ingenuo si creyera que no medió en la decisión de los editores el cálculo marketinero de que un autor “con firma” en la prensa iba a vender más que un ignoto.”
¿Pero qué le quedaba al escritor que no estaba adentro de este mundo de redacciones y editoriales, que no era amigo de editores ni tampoco periodista, sino “sólo” escritor, escritor a secas? Le quedaban los concursos literarios. Despreciados o puestos en duda, y con todas sus posibles fallas, el mecanismo de los premios literarios probó ser, en el señalamiento de nuevos autores, mucho más abierto y democrático que la circulación de favores y favoritismos en el mundo cultural y permitió oxigenar desde afuera ese “adentro” de capillas enfrentadas.
Por supuesto, estos escritores que llegaban desde el llano tuvieron que competir con un establishment en que cada uno de los periodistas-escritores, editores-escritores y académicos-escritores tenía su cuota de poder, lo que les permitía no sólo “aparecer” en forma más notoria y regular, sino también fabricar la coraza cultural de sus propios libros.
Lo que Tabarovsky no dice en su composición es que los “babélicos”, exactamente igual que los “mediáticos”, compartían esta característica que explica por sí sola bastante sobre los posicionamientos de los ’90: eran todos escritores con espacios de poder.
En cuanto a la teoría del “gesto” (“no lean mis textos, lean mi actitud”), hasta donde yo recuerdo fueron los jóvenes babélicos los primeros que la propiciaron. La teoría del gesto es parte de la coraza cultural, sobre todo cuando el experimento es el de la banalidad y debe “avisarse” de algún modo, por afuera, que esa banalidad es deliberada y hay que leerla en realidad como sofisticación del autor. Es exactamente lo que hace Tabarovsky, cuando declara en los diarios que su novela es “la pavada total”, pero la acompaña con un libro entero de soporte filosófico, donde trata de demostrar que la “pavada total” es el programa literario más revolucionario que puede imaginarse.
En la práctica de los ’90 el “gesto” servía sobre todo para señalar la lectura deseada entre todas las posibles, para quienes posiblemente no tenían, como escritores, la confianza suficiente en lo que expresaban por sí mismos sus textos. A la vez el “gesto” requiere, por supuesto, una presencia dominante y continua en los medios, para que pueda ser visto y propagado: no es de extrañar que esta teoría se haya afianzado entre los escritores cercanos al periodismo. En todo caso los jóvenes mediáticos sólo dieron después el paso de reducir el “gesto” a la imagen pública. Pero fue apenas una diferencia en el tamaño de las fotos.
Por otra parte: babélicos y mediáticos eran ambos caras visibles del “nuevo mercado literario de los ‘90”, en el nicho nuevo y algo absurdo de “los jóvenes”, lo que no significa en principio nada ni a favor ni en contra, porque hace diez años, tal como ocurre ahora, en el mercado había de todo.
Pero volvamos a la cuestión estética de fondo: lejos, muy lejos de haber sido barridos debajo de la alfombra, varios de los escritores preferidos de Tabarovsky continúan en pleno ascenso. (Pleno ascenso por otra parte en todo lo que Tabarovsky dice despreciar: la valoración de la academia, la creación de un público, las notas de tapa en los suplementos culturales). El mismo Tabarovsky reconoce que quizá les haya ido incluso “excesivamente bien”. Lo que en realidad irrita y desconcierta a Tabarovsky es que en la “sucesión” aparezcan otros escritores que prefieran escribir de una manera totalmente distinta, sin tenerlos en cuenta. En uno de sus arranques de fervor religioso, Tabarovsky parece creer por ejemplo que César Aira es en la literatura argentina algo así como el nuevo Mesías, un terremoto definitivo, y no puede entender cómo, después de Aira, puede haber gente tan ciega, estúpida, o cínica como para pretender escribir pasándolo por alto, “como si nada hubiera ocurrido”. En su propia miopía de fanático, ni siquiera contempla la posibilidad de que haya escritores quizá tan inteligentes como él mismo que después de leer las cien mil novelas de César Aira permanezcan ateos y pasen de largo, sin animosidad, sin necesidad siquiera de “reaccionar” de un modo u otro, para dedicarse a búsquedas propias que les resulten intelectualmente más estimulantes -y difíciles- que la repetición de la banalidad y a otros temas distintos de la guerra entre gimnasios y los funerales de avispas.
Igualmente, vale la pena detenerse un momento en el caso Aira porque si es verdad que, tal como observa Saer, hay en la actualidad un fenómeno de religiosidad popular en torno a Borges, no falta tampoco demasiado para la capillita en Flores, con procesiones de rodillas.
El caso Aira tiene que ver, en parte, por supuesto, con el hormigueo incontrolable que periódicamente siente una parte de nuestro mundo cultural, en la que se enrola Tabarovsky, por librar “juegos de guerra” contra Borges. Tuvimos así, en lo que parece una imposibilidad crónica para pensar más allá de las deprimentes oposiciones del tipo Boca-River, los desafíos Borges versus Walsh, Borges versus Puig, y ahora Borges versus Aira.
No hace falta decir que César Aira no tiene la menor parte de culpa en esto. No tiene la culpa de que un periodista en general escéptico e inteligente le haga una pregunta sobre cine y ante su respuesta “el cine es la resta de las artes” caiga fulminado de admiración; ni que a continuación registre en éxtasis que Aira en verdad no piensa (como todos los mortales) sino que “le sucede pensar”.
Sin embargo creo yo que hay algo más que se expresa en este “previo fervor”, en la coraza cultural convertida en acorazado, y que ese algo más es una razón de época. César Aira es el lago de Narciso en que se mira el posmodernismo enamorado de sí mismo. Ya sabemos que la estética posmoderna prefiere rutinariamente, como un automatismo incorporado, lo inacabado sobre lo concluido, lo aleatorio frente a lo determinado, la vacilación frente a la afirmación, lo declinado frente a lo sostenido, lo superficial frente a lo profundo, lo fragmentario frente a lo completo. César Aira les da todos los gustos y ningún disgusto.
Quizá lo más notable sobre la admiración de sus fieles es que nunca se expresa como una admiración concreta, por uno u otro libro en particular, sino que es siempre un elogio abstracto (más aún, como parte del chiste algunos de sus seguidores están dispuestos a reconocer que mirados uno por uno todos sus libros son malos, pero que lo que importa es el “gesto” de corregir uno con otro, la fuga hacia delante, el movimiento). Bien mirada, esta admiración abstracta “escriba lo que escriba” no es más que el reconocimiento agradecido y feliz de los rasgos estéticos que se prefieren y comparten, de la misma manera que un padre encuentra bonito al bebé que se parece a sí mismo. Es por esta consonancia de simpatías íntimas que se explica la devoción sin críticas, cercana a lo religioso, que despierta su obra.
Entre los incrédulos, entre los inmunes, escuché mencionar a veces, para explicar el caso Aira, la fábula del traje del emperador. Pero en ese relato, cuando el cortejo avanza a la vista de todos, el rey engañado no sabe que está desnudo. César Aira, en cambio, no deja de advertir a los gritos, libro tras libro, que no tiene ropas, pero el cortejo lo lleva igualmente en andas porque es esa desnudez lo que más admiran.
Volvamos ahora por última vez al libro de Tabarovsky. En su relato sobre las desventuras recientes de la literatura argentina, y después de los jóvenes mediáticos, Tabarovsky anuncia el capítulo más negro, “lo peor”. “Otro monstruo estaba por nacer: los jóvenes serios”. “Ya no el mundo pop con sus excesos, su frivolidad, su ligereza; sino ahora la seriedad, el rigor, la sobriedad”.
En uno de los párrafos siguientes revela a los culpables de esta catástrofe máxima: Pablo de Santis, Leopoldo Brizuela, Marcelo Birmajer, yo mismo. “Quien lea cualquiera de sus novelas o cuentos no encontrará allí exceso alguno, ningún despilfarro, ningún momento de incomodidad, nada que lastime; en ese mundo no hay lugar para la violencia, para el conflicto, ni siquiera para el error”. “La de los jóvenes serios es una vuelta a la literatura entendida como belles lettres; una literatura en nombre del bien, de lo justo, de lo bello. Es una vuelta a la literatura de ideas, hecho casi elogiable hoy en día, si no fuera porque las ideas que vuelven son las más remanidas, las más convencionales: el mainstream a full”.
Algo más atrás habla de una supuesta “cruzada conservadora” y dice: “allí reside la calamidad estética de su éxito cultural: en proponer la reinstalación de lo más retrógrado de la tradición literaria argentina”. Algo más adelante agrega todavía: “los jóvenes serios proponen el regreso de los muertos vivos”.
En fin: películas de terror, cruzados, calamidades… sólo faltó la metáfora sobre los cuatros jinetes del Apocalipsis.
No tiene mucho sentido, por supuesto, ejercer aquí una defensa de estéticas, sobre todo porque siempre creí que los libros, los ajenos y los propios, deben defenderse solos. En todo caso, sólo le señalaría a Tabarovsky que lo que en su relato aparece como sucesivo, en realidad existió –y todavía existe- como simultáneo. Los “jóvenes serios”, cuando éramos realmente jóvenes, publicamos nuestros primeros libros a la par de los babélicos y los mediáticos: estamos todos escribiendo desde hace más de veinte años. Lo que Tabarovsky registra en sucesión supongo que es cierta atención pública, con más o menos luces, sobre unos y otros. Es decir, una cuestión de centimil, y de “famita personal”, que es lo que –se supone- él más despreciaba, y no debería ocasionarle tantas rabietas. Pero no deja de ser interesante –y revelador- que Tabarovsky nos inscriba en tercer lugar, como si hubiéramos aparecido mucho más tarde. Aunque tenemos menos en común en el plano estético de lo que él supone, hay algo que sí compartimos los cuatro y es que preferimos un camino más largo y silencioso: el de abstenernos de participar en juegos de poder o en grupos de choque literarios. El de dejar que nuestros libros hablen por sí mismos, sin tantas corazas culturales, “gestos”, e ingenierías de imagen.
Tabarovsky cierra su ensayo afirmando que el sitio de su “literatura de izquierda” es un sin lugar y desde ese sin lugar se autoproclama para un ideal estoico: él es, o quiere ser, “el escritor sin público”. Muy impresionante. Sólo que apenas puso punto final a esta frase ya estaba recorriendo todas las redacciones y los estudios de televisión con su “literatura de izquierda” bajo el brazo, buscando el mayor lugar posible, la máxima difusión, en una rutina idéntica a la de sus colegas, armada por la gente de prensa de Sudamericana.
El pequeño alboroto que causó hablando mal de éste y peor de aquél prueba que su estrategia publicitaria fue todo un éxito, y que también en el mundo cultural el escandalete siempre paga. No me cuesta nada imaginarlo ahora de vuelta al hogar, en el reposo del guerrero, soplando satisfecho de sí mismo su taza de café con leche.
Volver a Artículos