La acusación vuelve cada tanto: la literatura argentina actual no piensa más que en sí misma. Y se completa con la odiosa comparación: las otras literaturas hispanoamericanas piensan sus países, sus experiencias histórico-políticas, mientras la producción nacional insiste en morderse su propia cola.
I. El juicio comienza a escucharse con persistencia después del esplendor de Borges, Cortázar, Sábato y Bioy Casares. Los trabajos de Saer y Piglia –seguramente los escritores más significativos de la camada “posborgeana” – volvieron sus miradas al interior de la literatura contemporánea: Piglia como lector sagaz de la tradición/traición que advirtió en el eje Macedonio – Arlt – Borges para desplegar desde allí una producción novedosa y relevante; Saer como escritor obsesionado con la experimentación narrativa y el punto de vista sobre lo real desde un centro que es, justamente, la indagación “escrituraria” que pone en circulación sus lecturas de Faulkner, Macedonio, Borges y la nueva novela francesa, entre otros.
Sobresalientes narradores (Rivera, Castillo, Puig, Di Benedetto, Moyano, Martini...) acompańan ese trabajo desde propuestas diferentes, pero el peso de Piglia y Saer parece marcar las últimas dos décadas y esa marca es significativa porque se produce con escritores que operan como lectores que escriben, porque se inserta en la concepción borgiana (Borges como lector de la tradición universal) y porque convierten a la escritura en un dispositivo, en una pequeńa máquina ficcional desde la que se mira el país detrás de su apariencia real. Aún así, la acusación (se muerden la cola, no piensan en el contexto sino en sus propios textos) se reiterará desde los mismos sectores que celebran el auge de las novelas históricas lineales.
II. Intratextos en el fin de siglo
En algunos de los mejores libros que se publicaron en los últimos ańos persiste esa marca: textos que contienen otros textos, escrituras que pululan, no sólo como cita o intertexto sino como “intratexto” (un registro interior, una invención del propio texto, un desliz autotextual).
En esos libros hay alguien que lee o escribe, un cronista interior (La máquina de escribir, de Martini –1996-); un lector que repasa en un dísket el relato de otro (Las Nubes, de Saer –1997-); un informante que narra para un lector distante (La tierra del fuego, de Iparraguirre –1998-); un grupo de traductores que “leen” un crimen (La traducción, De Sanctis –1998-); una escritora que ensaya cartas que anuncian un falso suicidio como pre-texto (Cuando leas esta carta, de Kociancich –1998-); un joven escritor que halla su novela cediendo ante la obra de otro escritor y la seducción de su mujer (La mujer del maestro, de Guillermo Martínez –1998-).
En esos escritos hay guińos constantes hacia los nombres que componen el firmamento literario: Onetti y Arlt en Martini, Melville en Iparraguirre, Proust en Kociancich, James y Joyce en Martínez. En De Sanctis, una zona pigliana: “Lenguas que se cruzan en Pound, en el Finnegan´s Wake, en las salas de espera de los aeropuertos, en los bares de las universidades, en las pesadillas de los traductores”(La traducción).
Esos intertextos, además de poner en evidencia una afinidad notable con las propuestas de Saer y Piglia, abonan la idea de la escritura como versión, es decir, como un texto ni original ni definitivo, versión como ensayo, como narrativa de cruces y mixturas, de falsificaciones y leyes. Versión que, como dice Nicolás Rosa, “se desliza sobre la escritura, se imprime sobre la letra, se sobreimpone, hace ley. Genera una atopía: no se sabe cuál es el interior o el exterior del texto” (1). Los “intratextos” profundizan esa operatoria incorporándose como reversiones (cuando se repiten en espiral, como Las nubes con respecto a El viajero, de Saer), como perversiones (las “cartas” de Kociancich como registro literario del suicidio) o como conversiones (la novela de G. Martínez, que transforma la versión de Jordán en versión propia).
Si bien la idea de versión alimenta la acusación de “morderse la cola” por su naturaleza autoliteraria, los libros citados forman parte de la producción nacional que ha sido capaz de intentar una respuesta a la pregunta ineludible (żcómo escribir después de Borges y Cortázar?) que se cruza con la otra pregunta crucial (żcómo escribir después de la represión y la desaparición?). A juzgar por el fecundo trabajo de Piglia y Saer, que ha tenido frutos en la última generación de narradores, las respuestas surgen como comprensión de la novela como problematización de lo real, superando la tradicional idea de novela como reflejo o distracción de la realidad.
III. Versiones últimas
Entre los textos publicados en 1998, “Cuando leas esta carta”, de Vlady Kociancich (1941) se destaca por la excelencia de su estilo exigente y audaz; el cuento “El guardián de la Residencia” tensiona los límites del espacio plural donde residen el cuerpo y la escritura. En “Cuando leas esta carta”, diez borradores de cartas detallan, como un diario azaroso y fatal, un simulacro de suicidio, una memoria de la muerte convertida en escritura. El tiempo recobrado, de Proust acompańa el trayecto de la escritora que recupera, también, el sentido del ser en la frágil (pero única) presencia del texto, cuando ya no queda nada: “lo otro, lo cotidiano, lo burdo de la existencia, ya se acomodaría, por respeto al derecho de estar”. El Escribir se sitúa entre la fugacidad del Estar y la imposibilidad del Ser (“żQué tiempo verbal usar? żEstaré muerta? żSeré una sombra?”)(2)
Su producción – El templo de las mujeres, Todos los caminos, entre otros- evidencia una evolución que no se entendería sin la experiencia que va de Macedonio y Borges a Piglia y, en su caso, especialmente, Saer.
Guillermo Martínez (1962), escritor de última generación, trabaja en su segunda novela, “La mujer del maestro” (3), desde una solvencia compositiva admirable, la búsqueda de la verdad en tiempos de las verdades diluidas del posmodernismo. Como Kociancich, el esfuerzo tiene que ver con una verdad estética, por eso, “La lección del maestro” de Henry James, opera como “arte poética”: la concepción del narrador que intenta captar el todo desde su visión imperfecta. Un empeńo de dilucidación frente a “la fuerza constante que trabaja en favor de la oscuridad” (4). El escritor Jordán (una cruza de James y Joyce) escribe una novela que indaga el mito de Prometeo y su actualidad, la “esperanza ciega que da sentido a las empresas humanas”. La disolución (ilusoria) de la muerte, dice Jordán, deviene del “impedimento de anticipar el fin” que es el primer don que Prometeo ofrece a los hombres. La novela se transforma en continente único de ese pliegue entre lo finito y lo eterno y el escritor, parece decir Martínez desde su prosa sutil y sin fisuras, adivina las indecisas formas del tiempo pero, como Prometeo, no puede entender la muerte.
En el capítulo siete de la novela, la mujer del maestro y el joven escritor tienen relaciones sobre el escritorio de Jordán; ella le solicita que no escriba “sobre esto” y entonces un fragmento en cursiva (un texto ajeno, de Jordán tal vez) completa la escena. En el sitio donde la escritura se hace posible, una versión se sobreimpone a otra versión, que es la novela escribiéndose.
Visiblemente deudores del trabajo de Piglia (el citado texto de De Sanctis, por ejemplo) o de Saer (las inteligentes novelas de Chejfec, por caso) los escritores más jóvenes van encontrando su letra propia. Entre ellos, Guillermo Martínez delimita su espacio personal con una escritura distinta, que se abre paso entre el esteticismo de Guebel y los tics posmodernos de Fresán para proponer una nueva versión en el fin de siglo. Una versión que promete situarse entre las más relevantes del tiempo por venir.
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