Confesionario

   Quisiera hacer una mínima reflexión general sobre el tema experiencia personal versus ficción, a partir de un párrafo de un artículo muy clásico de Henry James, “El arte de la ficción”, dónde yo creo que se establece muy bien la distancia entre los dos campos.

    Dice James: “Recuerdo que una novelista inglesa, mujer de genio, me contó que había sido muy alabada por la impresión que había logrado dar en uno de sus relatos de la naturaleza y la forma de vida de la juventud protestante francesa. Le habían preguntado dónde había aprendido tanto sobre esa existencia recóndita, la habían felicitado por sus peculiares oportunidades. Esas oportunidades consistían en que una vez, en París, mientras subía por un escalera, había pasado ante una puerta abierta donde, en casa de un pasteur, algunos jóvenes protestantes estaban sentados a la mesa luego de terminada la comida. La ojeada se tornó cuadro; duró sólo un momento, pero ese momento fue experiencia. Había tenido su impresión personal directa y produjo su versión. Sabía lo que era la juventud y lo que era el protestantismo. También tenía la ventaja de haber visto lo que era ser francés, de modo que convirtió esas ideas en una imagen completa y creó una realidad. Pero, sobre todo, tenía la dicha de esa facultad que cuando se le da un palmo, toma un codo, que para el artista es una fuente de vigor mayor que cualquier accidente de residencia o de lugar en la escala social. El poder de adivinar lo oculto por lo visto, de reconstruir las implicaciones de las cosas, de juzgar la totalidad de la pieza por la muestra…"
   Vemos en este ejemplo que puede bastar un contacto mínimo, apenas un roce casual con la realidad, para producir el germen de una ficción vívida, creada como una realidad.
    Por supuesto que en la relación experiencia personal-ficción, pueden darse, y de hecho se dan, todas las gradaciones. Un caso extremo sería el de Proust, o por lo menos, el del escritor-narrador /Marcel/ de En busca del tiempo perdido. Hay un momento en que este narrador se trepa a una ventana para espiar una escena indebida y dice como excusa, en una confesión algo irónica, que él es un escritor sin ninguna imaginación y por lo tanto tiene que verlo y comprobarlo todo por sí mismo. Creo que hay también un autor argentino que se vanaglorió de haber viajado hasta París para contar los escalones de no sé qué escalera que aparecía en su novela. En el extremo opuesto estarían autores como Edgar Rice Burroughs que, famosamente, escribió toda la serie de Tarzán sin haber pisado nunca el África, o también Ray Bradbury, que pudo escribir las Crónicas Marcianas cuando todavía no hemos llegado a Marte.
    Todas estas gradaciones, sin embargo, creo que pueden reducirse conceptualmente a tres casos, estos tres casos que mencionamos, y a decir que en la relación entre experiencia personal y ficción puede haber mucho, poquito o nada. Apenas uno se pone a pensar en las consecuencias que se pueden inferir de un texto con el conocimiento “agregado” de esta proporción, con la revelación o la “confesión” del autor sobre su mucho, poquito o nada, yo creo que el resultado es bastante decepcionante. Lo que se logre saber sobre hasta qué punto esto o aquello era “cierto”, siempre corresponderá más a la historia del chimento de la literatura que a la propia literatura. Porque en cuanto a la lectura del texto, a su interpretación, a la percepción estética y emocional que supone la obra en sí y por sí misma, no creo que pueda ser particularmente iluminador conocer la vida o la circunstancia de escritura de tal o cual escritor. Debo decir que en los últimos años cambié un poco esta perspectiva extrema y ahora admito la posibilidad, en un caso muy particular sobre el que hablaré al final, de que conocer algo sobre la vida de un autor pueda servir para un propósito crítico. En este escepticismo que yo sostuve durante muchos años (y que en general todavía sostengo), creo incluso que muchas más veces el conocimiento de las circunstancias de la vida de un autor, no suma sino más bien resta en cuanto a la lectura de la obra. Un caso que me viene a la memoria es la lectura que yo hice de Muerte en Venecia cuando desconocía y ni siquiera sospechaba que Thomas Mann había sido homosexual. Cuando se lee Muerte en Venecia sin ese dato biográfico, hay una ambigüedad en un filo delicado en cuanto a la atracción que tiene ese artista en su vejez, en su decadencia, por ese adolescente que es casi etéreo, como una alegoría de la juventud ya inalcanzable. Parece un amor sobre todo platónico, y tal como está escrita la obra, no queda nunca clara la naturaleza sexual de esa atracción. Y sin duda, que no quedara clara, fue justamente la intención de Thomas Mann, Ahora bien, cuando uno se entera de la homosexualidad de Thomas Mann, y de que hubo incluso un modelo real para ese personaje, por supuesto nada de lo escrito desaparece, pero a la vez, al releer la obra, uno debe “olvidar” y dejar de lado ese conocimiento que apunta demasiado rápido en una sola dirección para poder reponer la ambigüedad que Thomas Mann, como artista, quiso darle a su texto.
    En todo caso, en cuanto al par ficción-vida, yo comparto sobre todo la tesis principal de ese artículo de James, en el sentido de que la ficción debe competir con la vida. La vida corresponde casi siempre a lo caótico, a lo prosaico, a lo inconexo, a lo excesivo, o a lo demasiado escaso, y la ficción debe lograr, porque tiene ligaduras más sutiles y conexiones que no son las conexiones puramente lógicas, ni tampoco sólo históricas o políticas, erigirse como otra vida, superponerse a la vida. Entonces, si ustedes me dicen cuánto hay de “verdad” en el cuento que leeré ahora, yo podría decir a la vez, todo y nada, en el sentido de que la situación básica, inicial, corresponde a una de esas tantas celebraciones familiares de fin de año, el casting de personajes proviene de lo real, el principio coincide con una de las tantas conversaciones cuando el primer bebé en la familia estaba recién nacido, pero justamente yo creo que la literatura empieza, o el momento literario en el cuento empieza, cuando aparece la mirada del narrador que organiza los datos de la realidad de otro modo, de un modo que ya no tiene nada que ver con las leyes de lo real.
    Estuve no hace tanto en una fiesta infantil, en que habían invitado a un mago para que hiciera su rutina delante de los chicos. Yo podía ver durante el acto cómo el único interés de los chicos era correr debajo de la mesa, tratar de darle vuelta la galera, y tironear del traje para ver si caía algo escondido. El mago, por supuesto, apenas podía avanzar con sus ilusiones, y una mamá hizo el comentario típico y extasiado de que los niños vienen cada vez más inteligentes y ahora es difícil engañarlos. Yo pensé en cambio que los niños vienen cada vez más tontos y están perdiendo la capacidad fantástica de admirarse por un acto de magia.
    Lo mismo siento de algún modo cuando se quiere escudriñar en qué es lo que hay de verdad o qué es lo que hay detrás de una ficción. Creo yo que en esa operación hay una cierta desvalorización del poder, de la magia propia, que tiene la literatura. Hay una cierta transferencia de mayor valor hacia lo real, como si lo real tuviera más peso, como si lo real fuera lo que verdaderamente importa, y la ficción sólo quisiera aludir o ser máscara de algo que está siempre por detrás, en la vida concreta de tal o cual. Toda mi convicción y mi práctica como escritor ha ido siempre en la otra dirección. Yo creo en la magia de la literatura: es la magia que quisiera oficiar y nunca perder.
   Igualmente prometí decir cuál es el caso acotado en que sí creo que puede ser de alguna ayuda saber algo de la vida del autor. Y es para poder descartar, a veces, interpretaciones excesivas. Estoy pensando en las “partículas de tinieblas” que quedan a veces en un cuento o en una novela y que uno no está seguro, como lector, si corresponden a un simbolismo intencional del autor -que uno no alcanzó a entender- o se trata simplemente de un chiste privado, una conexión casi involuntaria con su vida personal, o un recuerdo que apareció en el momento de escribir y que es básicamente intercambiable, sin ninguna importancia. Para dar un ejemplo un tanto extremo: en el libro Borges, revelaciones, de Felix della Paolera, se comenta una ponencia de cierta profesora universitaria sobre el cuento “La intrusa” de Borges, en la que esta profesora se refiere a la elección del nombre Turdera, como lugar para situar la historia. “Ignoramos si existe un lugar geográfico de ese nombre, pero a Borges, que dominaba el inglés, no se le debe haber escapado la asociación con turd, expresión vulgar para estiércol, excremento (en la alquimia, la primera materia en el comienzo del opus). El griego schidzo, “dividir” (split), tiene formas paralelas germánicas en el gótico skaidan, en el antiguo inglés sceadan, scitan, que equipara la separación con “excrementos”, que originalmente también significa, como el latín excernere, “separar, descargar del cuerpo”. Evacuar y vaciar son ideas afines”.
    Queda claro que si esta profesora hubiera averiguado algo de la vida de Borges, y de su familiaridad con estos parajes cercanos a Adrogué, la elección del nombre Turdera le hubiera parecido natural, más o menos obvia, y quizá, sólo quizá, se hubiera refrenado en su delirio interpretativo.
  Pienso también en un detalle que a mí siempre me intrigó en el cuento “El Aleph” de Borges. Hacia el final de ese cuento hay una repetición de nombres llamativa. Cuando uno elige nombres de personajes, en general trata de que no haya demasiada proximidad, sino que más bien se diferencien fácilmente. Sin embargo Borges elige para estos personajes los apellidos: Zunino, Zunni y Zungri. O sea, tres apellidos que son muy parecidos y que se empastan un poco dentro del relato. Entonces siempre me quedó a mí la intriga de hasta qué punto esa elección es deliberada e intenta “decirnos” algo (son, por ejemplo, palabras que estarían al final de un diccionario, en contraposición con el símbolo del Aleph, la primera letra). O bien, si es un capricho formal, de elegir “contra lo usual”, apellidos parecidos. O bien, y en este caso podría servir de auxilio la biografía, si simplemente es un chiste privado, y apunta al nombre verdadero de otra persona que se cruzó en su vida.
    Y ahora sí leo este cuento, del que si debo confesar algo, confesaré que acabó para siempre con las reuniones de fin de año en mi familia.

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