(a propósito de Pensamientos secretos y Conciencia y la novela, de David Lodge)
Publicado en Suplmento Futuro, Página 12 con el título Contactos, 2003.
En Pensamientos
secretos, su novela reciente -extraordinaria en varios sentidos- David
Lodge logra poner en escena con gracia y naturalidad una de las discusiones
contemporáneas más interesantes sobre el último territorio, el más íntimo y
privado posible, al que la ciencia empieza a dirigir sus reflectores: la
conciencia humana.
La novela, siempre ligera y divertidísima,
no revela ni deja sentir el largo período de formación y preparación que el
escritor británico expuso por separado en “Conciencia y la novela”, un ensayo
de noventa páginas. Lodge da comienzo a ese ensayo con lo que se llama la
“hipótesis asombrosa”, debida a Francis Crick, uno de los descubridores de la
estructura molecular del ADN:
“Uno”, con sus goces y penas, sus memorias y
ambiciones, su sentido de identidad y su sensación de libre albedrío, no sería
otra cosa que el comportamiento de un vasto ensamble de células nerviosas con
sus moléculas asociadas. El sentido interno de conciencia es sólo una ilusión,
un epifenómeno de la actividad cerebral. Como lo hubiera dicho Lewis Carroll:
no somos más que un paquete de neuronas.
Más allá de la creencia religiosa en un
espíritu individual e inmortal (que en las interpretaciones platonistas
preexiste incluso al nacimiento humano), muchas personas, sino todas,
encuentran útiles las palabras “espíritu” o “alma” para expresar una cualidad
única y valiosa en la vida humana. La admisión tácita de este dualismo está en
el centro de la literatura, en la creación de personajes con una vida interior
que puede ser representada de la misma manera que la apariencia física. Pero
hay otras vinculaciones más profundas y menos obvias entre las ciencias
cognitivas y la literatura. Uno de los conceptos claves en la ciencia cognitiva
es el de qualia (plural de quale en latín). Las qualia son, por
definición, las percepciones propias, subjetivas del mundo, como por ejemplo el
olor del café recién hecho, o la percepción del rojo. Estas experiencias, la
materia más corriente de la poesía y la narrativa, parecen muy difíciles de
describir desde el punto de vista científico: mientras que la literatura da
cuenta de la densa especificidad de la experiencia personal, que es siempre una
cuestión de primera persona (“La novela es una impresión personal, directa, de
la vida” ha dicho Henry James), la ciencia es, debe ser, un discurso en tercera
persona.
Lo curioso, y que da base a este retorno de un
materialismo “neuronal”, es que las qualia se producen por el mismo patrón que
la actividad neuronal en cualquier asunto, como revela el escaneo del cerebro.
Sólo “parecen” propias y subjetivas cuando se describen en lenguaje natural.
“La barrera entre conciencia y materia es sólo aparente y aparece como
resultado del lenguaje”, dice el neurocientífico Ramachandran. “Si se pudiera
puentear el lenguaje verbal y transferir la percepción neuronal de rojo al
cerebro de una persona ciega al color, se reproduciría la quale de la
percepción propia en esa otra persona”. Los escritores serían así, a través del
lenguaje escrito, “decodificadores” o “traductores” de qualia.
Literatura y
conciencia humana
La literatura, sostiene Lodge, es un
registro de la conciencia humana, el más rico y exhaustivo. La poesía lírica es
quizá el esfuerzo más exitoso para describir qualia: se utiliza el lenguaje de
una manera en que la descripción no parece parcial, imprecisa, o dependiente
del contexto personal. Aunque el poeta hable en primera persona, no habla por
sí solo: compartimos su qualia con lo que se ha llamado “el gozo del
reconocimiento”. El transporte se realiza mediante la analogía, metáforas,
símiles. “Por el poder de la palabra escrita, hacerte oír, hacerte sentir,
hacerte ver. Esto y no más, y es todo”, ha dicho Joseph Conrad.
La novela, por su parte, crea modelos
ficcionales de qué significa ser una persona que se mueve en el espacio y el
tiempo. Estos modelos ficcionales están también en la estructura más íntima de
nuestra conciencia. En efecto, de acuerdo con la paradoja que ya explicara
William James, el yo en nuestra corriente de conciencia cambia continuamente en
el transcurso del tiempo, aun cuando retenemos un sentido de que permanece el
mismo durante toda nuestra existencia. Damasio llama al yo que es
constantemente modificado el yo “duro” y al yo que parece tener una clase de
existencia continua, el yo “autobiográfico” y sugiere que es un tipo de
producción literaria, una historia básica que nos recontamos permanentemente.
En el relato clínico de Sacks que dio origen a la película “Memento” se observa
que la pérdida de la memoria “inmediata” provoca en los pacientes una mitomanía
frenética, la reinvención desesperada del yo perdido.
El estilo
libre indirecto
En la novela de Lodge una de las
protagonistas, una escritora, cita de memoria el primer párrafo de Las alas
de la paloma, de Henry James:
“Ella –Kate Croy- esperaba que su padre
bajase, pero él se demoraba allá arriba desconsideradamente, y había momentos
en los que se mostraba a sí misma, en el
espejo de la chimenea, un rostro decididamente pálido por esa irritación que la había llevado hasta el
punto, casi, de retirarse sin verlo.”
La escritora argumenta que se tiene aquí una
descripción precisa de la conciencia de Kate: sus pensamientos, su impaciencia,
su vacilación, su percepción de su propia apariencia en el espejo. Y sin
embargo está narrado en tercera persona, en oraciones elegantes, bien formadas.
Es subjetivo y es objetivo, declara. Pero su antagonista, un científico
cognitivo que discute con ella para seducirla, le hace notar que James puede
decir lo que hay en la cabeza de Kate porque lo puso él mismo, de su
propia experiencia y sabiduría sobre el comportamiento humano. Bien para la
ficción, concluye, pero no lo suficientemente objetivo para /calificar/ como
ciencia. En esta discusión está el nudo de la dificultad para cualquier
representación de la conciencia del otro.
Lodge pasa revista a continuación a los
principales intentos de representar la conciencia en la novela moderna y
contemporánea. Los primeros tres grandes novelistas que discute son
Defoe, Richardson y Fielding.
En Defoe, que escribió novelas bajo la forma
de la autobiografía ficticia o las confesiones, hay una ecuación simple entre
la conciencia en primera persona y la narración en primera persona. Lo que
falta es discriminación, sutileza, distintos puntos de vista. Con Samuel
Richardson y la novela epistolar, la narrativa se desarrolla con los acontecimientos
y al tener más de un corresponsal el autor puede presentar diferentes puntos de
vista de un mismo incidente y dejar que el lector los compare. Las limitaciones
tienen que ver aquí con el artificio de la correspondencia epistolar. Fielding,
por su parte, toma otro rumbo, mucho más abiertamente ficticio. Su voz autoral
está en todas partes y es el elemento dominante. Describe los personajes y sus
acciones en tercera persona y los comenta con omnisciencia, pero la ironía
implícita evita el efecto didáctico. Sin embargo, en este período premoderno no
era posible todavía combinar el realismo de “aquilatación” que proporciona la
narración en tercera persona con el realismo de “presentación” que da la
primera persona. Faltaba descubrir, justamente, el estilo indirecto libre, que
permite al discurso narrativo moverse de ida y vuelta entre la voz autoral y la
voz del personaje, el método que utilizó Jane Austen y llevó a su máximo
despliegue Henry James. El párrafo de Las alas de la paloma es un
ejemplo típico. La dicción es subjetiva, el vocabulario condice con el probable
modo de hablar o el pensamiento de Kate. Pero la forma en que esas palabras se
combinan están estructuradas por una voz autoral, que describe la experiencia
de Kate en tercera persona y nos permite verla por adentro y por afuera.
Este viaje hacia el interior de la
conciencia que inició Henry James fue proseguido en términos más absorbentes por Virginia
Woolf y James Joyce. En su ensayo “Ficción moderna” Woolf dice: “La mente
recibe una miríada de impresiones: triviales, fantásticas, evanescentes...
vienen de todos lados, una lluvia incesante de átomos innumerables... Y sobre
estos “átomos de experiencia” declara, como un programa: “Registrémoslos como
caen en nuestra mente, en el orden en el que caen, busquemos su patrón aunque
parezca incoherente y disconexo...”.
Por su parte, Joyce crea la ilusión de
representar lo que Virginia Woolf llama “lo rápido de la mente” parcialmente
por una técnica de condensación. Como sabemos que nuestros pensamientos son más
veloces y fragmentarios que la articulación verbal, Joyce representa al flujo
de conciencia dejando afuera verbos, pronombres, artículos y oraciones sin
terminar.
Superficie vs
profundidad
Así, la
novela moderna manifestó una tendencia general a centrar la narrativa en la
conciencia de sus personajes y a crear esos personajes a través de la
representación de sus pensamientos y sus sentimientos más que a describirlos
objetivamente. La dirección de esta clase de ficción es, uno diría, de afuera
hacia adentro, de lo dicho a lo no dicho, de la superficie a la profundidad.
Sin duda uno de los factores cruciales en
este cambio de énfasis fue el desarrollo del psicoanálisis. La idea de que
existen motivaciones inconscientes, o deseos reprimidos que se esconden detrás
del comportamiento abierto y que pueden ser rastreados en las narraciones
enigmáticas de los sueños fue inmensamente estimulante a la imaginación
literaria, así como la constatación de que estos impulsos eran más que a menudo
sexuales en su origen. Pero sobre todo, el modelo freudiano de la mente estaba
estructurado como estratos geológicos: Inconciente, Preconciente, Conciente en
la primera Tópica; Ello, Yo, Superyo en la segunda Tópica.
Por lo
tanto, alentaba la idea de que la conciencia tenía una dimensión de profundidad
que era el objetivo de la literatura y el psicoanálisis explorar.
La trama tradicional, en que todos los
efectos tenían sus causas lógicas, se descarta o desestabiliza. Se prefieren los
mecanismos poéticos del simbolismo, los leit motiv o las alusiones
intertextuales para dar unidad formal a la representación de la experiencia,
que es vista como esencialmente caótica. El juego de la memoria quiebra y
mezcla el orden cronológico de los eventos en la mente de los personajes de
Joyce y de Virginia Woolf.
Pero hay en esta búsqueda una limitación
infranqueable: el lenguaje verbal es esencialmente lineal. Una palabra viene después
de otra y nosotros aprehendemos su sentido acumulativo linealmente en el
tiempo. Cuando hablamos o escuchamos, cuando escribimos y leemos estamos
condenados a este orden lineal. Pero sabemos intuitivamente, y la ciencia
cognitiva lo ha confirmado, que la conciencia es no lineal. En términos
computacionales el cerebro es un procesador en paralelo que corre varios
programas simultáneamente. En términos neurobiológicos es un sistema complejo
de billones de neuronas entre las cuales se hacen innumerables conexiones
simultáneamente mientras estamos concientes.
El llamado de Virginia Woolf a “registrar
los átomos de experiencia mientras caen sobre la mente en el orden en que caen”
es por lo tanto /erróneo/. Los átomos no caen en un orden cronológico discreto,
nos bombardean desde todas las direcciones y son atendidos simultáneamente por
diferentes partes del cerebro. La metáfora de Dennett para el cerebro en La
conciencia explicada es Pandemonium: todas la áreas diferentes están
gritando al mismo tiempo y compitiendo por la dominación. Intuitivamente Virginia
Woolf sabía ésto. En una correspondencia interesante, su amigo Jake Raverat, un
pintor, argumentaba que la linealidad esencial de la escritura impedía
representar la compleja multiplicidad de un acontecimiento mental, como sí
podía hacer la pintura. Ella contestó que estaba tratando de sacudirse “la
línea formal de ferrocarril de la oración”. Quebrando esta línea, por el uso de
elipsis y paréntesis, borrando las fronteras entre lo que se piensa y lo que se
dice, y cambiando puntos de vistas y voces narrativas, ella trató de imitar en
su ficción lo elusivo del fenómeno de la conciencia pero nunca pudo escapar
totalmente de la secuencialidad lineal de su medio. Es la misma desesperación e
impotencia que invade a Borges (personaje) en su relato “El aleph” antes de
empezar la enumeración sucesiva de
imágenes que ha visto todas a la vez en la pequeña esfera.
Lodge prosigue su recorrido con las
diferentes generaciones postmodernas y observa que lo que tienen en común es
una inversión en el énfasis modernista de la profundidad sobre la superficie,
un retorno a informar objetivamente acerca del mundo externo y a concentrarse
en lo que la gente dice y hace por sobre lo que piensa y siente. Hay mucho más
diálogo en proporción a la descripción y el habla directa se marca claramente
en el discurso narrativo por los guiones convencionales. La narrativa da cuenta
sólo de la superficie del comportamiento humano. Ejemplos extremos de esta
inversión son las novelas enteramente en diálogos de Henry Green -que defendía
su método preguntándose: “¿Conocemos en la vida cómo son realmente las otras
personas? Ciertamente no sabemos lo que otras personas están pensando o
sintiendo. ¿Cómo puede entonces el novelista estar seguro?”- y las novelas de
Alain Robbe-Grillet que pedía en 1956 por un arte que permaneciera en la
superficie y denunciaba lo que llamaba “los viejos mitos de la profundidad”.
“La superficie de las cosas ha dejado de ser para nosotros la máscara de su
corazón, un sentimiento que nos condujo a toda clase de trascendencia
metafísica”. “El mundo” –proclama- “no es ni significante ni absurdo. Es simplemente”.
Robbe-Grillet está llamando, en el fondo, a una literatura sin qualia.
Literatura y
cine
Esta remisión estilística de la novela, de
la profundidad a la superficie, está también conectada con el surgimiento del
nuevo medio narrativo del siglo XX: el cine.
Comparado con la ficción en prosa, el cine
está sobre todo atado a la representación del mundo visible. Aunque los
monólogos interiores han sido deslizados en películas, van contra los
principios del medio y no pueden ser usados extensivamente sin convertirse en
una obstrucción.
El cine también devolvió la historia a la
ficción literaria. La novela de la conciencia tiende a disminuir la importancia
de la historia por obvias razones: en la medida en que se va más profundo
dentro de las mentes de los personajes el tempo narrativo es más lento y admite
menos acciones. Más aún: la maquinaria de la trama tradicional puede ser vista
como una distracción del verdadero asunto del novelista, que sería crear la
sensación de “vida sentida”. En Joyce y Woolf la narrativa llega a un mínimo.
No es sorprendente que la acción de la más grande de las novelas de flujo de
conciencia tenga lugar en un solo día ordinario.
El retorno a la primera persona
En el
final Lodge se pregunta a qué debería atribuirse el retorno contemporáneo al
paso uno, la novela en primera persona, la forma que parece predominar en
nuestro tiempo, y arriesga que quizá la causa principal sea la desconfianza
general epistemológica y el escepticismo sobre lo que podemos saber de otras
personas. En un mundo en el que faltan las certidumbres y aún la objetividad de
la ciencia está en duda, la voz humana solitaria, contando su propia historia,
puede parecer la única manera auténtica de traducir la conciencia. Por supuesto
en ficción esto es tan artificioso como escribir sobre un personaje en tercera
persona. Pero crea una ilusión de realidad: logra, todavía, la suspensión de la
duda.
Literatura y paradigmas
Quizá lo más curioso en este recorrido en
bucle es algo que Lodge no llega a decir: que detrás de cada nuevo experimento
sobre la representación de la conciencia hubo una cierta fe o un cierto
escepticismo filosófico, un programa de afirmación o rechazo, el convencimiento
de que la nueva modalidad representaría más fielmente a la realidad. Ninguno de
los innovadores parecía confiar plenamente en la autonomía del mundo ficcional
y no están, por lo tanto, tan lejos como creyeron de los realismos que
quisieron dejar atrás. Cuando Virginia Woolf se rebela contra los escritores
“materialistas”, cree que se está acercando a una descripción más precisa del
pensamiento. Cuando Henry Green prefiere los diálogos porque “nadie puede saber
lo que piensan otras personas” o cuando Robbe-Grillet denuncia el “mito de la
profundidad” también están subordinando su narrativa a preceptos filosóficos.
Pero la representación “final” de la conciencia puede ser simplemente
impracticable desde el punto de vista literario, como ya lo presintió
amargamente Virginia Woolf. Puede forzar la literatura a elongaciones
imposibles, a estados terminales, a registros escuálidos. ¿Qué ocurriría si la
“realidad” de la conciencia fuera el pandemonium de descargas eléctricas
simultáneas que conjeturan los científicos? ¿Habría algún escritor interesado
en esa representación? ¿No habrá llegado entonces el momento de aceptar con
todas sus consecuencias que la ficción, como escribió con audacia Henry James,
compite con la vida, crea vida, es vida, y que esa vida tiene una
autonomía, una estética y un ser propios?
(Suplemento
Futuro, Página 12, 29 de noviembre del 2003).
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