Publicado en Revista Ñ, Clarín, 2008.
La literatura tiene, a diferencia de las disciplinas científicas, una dualidad peculiar: es a la vez fácil y difícil. “Fácil” no sólo porque la lectura es accesible a cualquiera que haya terminado la escuela primaria, sino también porque casi siempre la literatura se ocupa de asuntos que todos creemos conocer y con los que hay una empatía de experiencia y de sensibilidad inmediata: las pasiones, los deseos, el dolor, las vicisitudes de la vida y la muerte, todo lo que constituye, en fin, el paisaje próximo de lo humano.
Esta empatía es la clave de una de las formas más usuales de valoración: la lectura como reconocimiento, como identificación. La lectura que dice “esto sí” o “esto no” de acuerdo a cómo resuene el texto en armonía o discordancia con lo ya sabido o sentido. La búsqueda en el libro de la versión quizá más nítida, aguzada, “embellecida”, transmutada en palabras felizmente precisas, de lo que uno ya conoce o intuía íntimamente. Este modo de leer es también el de los que se aproximan a un libro con criterios ideológicos o estéticos ya formados y juzgan el texto de acuerdo a si responde o no a estos criterios. Así, la lectora feminista otorgará un plus de reconocimiento a la novela que recuerde la opresión que han sufrido las mujeres, y el lector posmoderno encontrará un valor superior en lo dubitativo, lo fragmentario, o lo incompleto. Y como todos tenemos preconceptos ideológicos y estéticos de alguna clase, más algún narcisismo -el narcisismo del padre que encuentra bonito a su hijo porque se le parece- ésta una actitud muy extendida y hasta cierto punto inevitable.
En contraposición, el aspecto “difícil” de la literatura tiene que ver con la literatura entendida como un arte, como una larga historia de permanente invención, variación y agotamiento de recursos y de efectos, de teorías, de retóricas y de géneros. Juzgar a una novela desde este punto de vista exige por supuesto otro tipo de adiestramiento y un lector que cargue con el conocimiento de una diversidad de tradiciones literarias, de mecanismos formales, de confrontación de autores y experimentos. Todo esto supone no necesariamente una formación académica, pero sí al menos la lectura previa de algunos miles de libros.
No hace falta decir que ambos aspectos pueden convivir en un mismo texto, no hace falta decir que una novela escrita con todas las pretensiones y los malabarismos formales puede ser irrisoria, no hace falta decir que lo uno no excluye a lo otro. A lo que quiero apuntar es que esta dualidad fácil/difícil de lo literario conduce a una bifurcación de los criterios de valoración y los modos de leer.
El peligro que acecha al primer modo de leer es el mismo que señala Kuhn para los paradigmas científicos muy establecidos: sólo se encontrará lo que se busca, sólo se buscará lo que se encuentra. La lectura obra como confirmación y el lector se empequeñece vuelto sobre sí mismo.
El peligro que acecha al segundo modo de leer es más sutil y rara vez se pone en evidencia: la disolución del ejemplo en la teoría y en el mar de obras, el abandono del texto concreto con su vida propia en favor de formalismos generales, siempre penosamente insuficientes, la sustitución de la lectura particular por la imposición de etiquetas. Este apartamiento progresivo, esta mirada condescendiente que sólo ve la obra como ilustración de la teoría, puede llegar a la negación final, que se expresa en el cliché “quién necesita otra novela”, tan repetido entre los que creen haberlo visto todo.
Pero aún cuando no busquen ir tan lejos, la operación más habitual en estas lecturas es extraer fuera del texto elementos que permitan el juego fácil y elástico de la semejanza, y el desplazamiento a terrenos cómodamente racionalizables: la Historia, marcas generacionales o biográficas, diálogos o afinidades con otras literaturas.
Pero por supuesto, los elementos que pueden analizarse por separado en una novela no terminan de decir nada sobre la cuestión principal: el modo en que se articulan, la forma en que viven y dan vida estos elementos dentro del texto. Y en general, estas lecturas nunca llegan a volver de la excursión cultural para darse por enteradas de este pequeño detalle: la cuestión de la resolución estética, las razones de seducción, la gracia y la sutileza en la ejecución, lo que Susan Sontag reclamaba como el eje necesario de una nueva forma de crítica: la erótica de la obra.
Es en esta dirección, sobre todo, que reconozco mis criterios propios de valoración como lector. Y si tuviera que hacer una lista de atributos, pondría al principio, junto con la resolución estética, la característica que más valoro de un texto: la originalidad de imaginación. Es decir, y para volver al principio, la facultad de un texto de revelarnos algo del mundo que no sabíamos, de alzar otro mundo en el mundo, de darnos una nueva forma de ver y de percibir, de hacernos parte de algo que no hubiéramos podido aprehender con ninguna de nuestras otras facultades intelectuales, algo que existe y convence y se sostiene sutilmente suspendido en el aire por imperio de conexiones que no son puramente lógicas ni culturales, en ese acto de ilusionismo antiguo y siempre renovado, de asombro consentido, que todavía ocurre algunas veces cuando decimos ábrete libro.
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