El mito del crimen perfecto / Moscardi

Sobre la deconstrucción de la narrativa policial clásica en Crímenes imperceptibles, de Guillermo Martínez. Tesis de Matías Eduardo Moscardi, Febrero de 2004 


Introducción: jugar al policial en una red de líneas...
   La última novela de Guillermo Martínez, Crímenes imperceptibles, presenta un minucioso trabajo con el género policial clásico. Se percibe, en su desarrollo, un pendular vaivén entre la narrativa detectivesca y el paradójico derrumbamiento simultáneo de los presupuestos del relato de enigma. En un primer momento, nuestras reflexiones desembocan en la certeza de que el relato de Martínez mantiene la matriz del policial clásico, al igual que la mantienen algunos relatos de Borges como “La muerte y la brújula” y “Abenjacán el bojarí, muerto en su laberinto”. Sin embargo, en una segunda instancia, observamos que existen importantes trastocamientos deconstructivos que anulan la posibilidad de una “novela de enigma”. Estas dos variantes, conviven y se yuxtaponen constantemente en el texto de Martínez.
    En el presente estudio, abordaremos el particular fenómeno que presenta Crímenes imperceptibles y acentuaremos aquellos procesos deconstructivos que exceden los estrictos límites del género tradicional. Además, en diferentes estadios, nos detendremos en las similitudes que presenta la novela respecto de la narrativa policial clásica y observaremos, desde perspectivas deleuzianas, cómo las semejanzas devienen en diferencias cruciales.
Según la hipótesis central que configura nuestro trabajo, Crímenes imperceptibles presenta un proceso deconstructivo en dos niveles diferentes que, asimismo, se complementan:

A.   En la primera instancia, que podríamos denominar de “Superficie”, se observa un trabajo deconstructivo específico con las figuras actanciales – detective / aprendiz / criminal / víctima –  y con los elementos básicos del policial, a saber, la noción de “crimen”, el concepto de “Verdad”, la construcción del “enigma” y su “resolución”, la formulación de “hipótesis” y el presupuesto de  “realidad”.

B.   En otra instancia, que podríamos llamar de “Fondo”, observamos una serie de intertextos que, como una red de líneas que se interceptan, conforman un “espacio filosófico” totalmente deconstructor.

    De esta manera, en el primer capítulo, “Jugar al policial”, nos encargaremos de la instancia de superficie. En el segundo, “En una red de líneas”, estudiaremos las diferentes intertextualidades que corresponden a la instancia de fondo.


Capítulo I: Jugar al policial
El azar es creador.
Jacques Monod.

    Es interesante observar con especial atención el proceso deconstructivo que presenta Crímenes imperceptibles respecto de la narrativa policial clásica. Luego de recorrer los estadios particulares y generales del texto, podemos comprobar la presencia de un fenómeno distintivo: en la última novela de Guillermo Martínez advertimos que sobre los cimientos del género de enigma de finales del siglo XIX se llevan a cabo los trastocamientos que derrumban, a la vez, dicho soporte clásico, que corrompen el mismísimo basamento sobre el que se yerguen los procedimientos. La configuración del relato, pues, tiene que ver con un constante derrocamiento de los presupuestos policiales tradicionales que, no obstante, pueden apreciarse sobre la superficie del texto. En otras palabras, los elementos del relato detectivesco parecen emerger con el preciso fin de ser quebrantados de manera constante.
   El enigma en torno al cual giran los acontecimientos, por ejemplo, parece erguirse firmemente sobre uno de los pedestales de la razón moderna: las ciencias matemáticas. Sin embargo, poco a poco, desde perspectivas deleuzianas, podemos observar cómo la mayor repetición de este rasgo clásico deviene en la más absoluta diferencia con respecto a la tradición [1]. Para comenzar, entonces, haremos hincapié en las primeras ideas de Seldom con respecto a los crímenes:   

    "Tal vez tenga que ver con ese capítulo de mi libro sobre los crímenes en serie – dijo Seldom –; lo que yo sostengo allí es que, si uno deja de lado las películas y las novelas policiales, la lógica oculta detrás de los crímenes en serie (...) es en general muy rudimentaria, y tiene que ver sobre todo con patologías mentales. Los patrones son muy burdos, lo característico es la monotonía y la repetición,  y en su abrumadora mayoría están basados en alguna experiencia traumática o una fijación de la infancia. Es decir, son casos más apropiados para el análisis psiquiátrico que verdaderos enigmas lógicos. La conclusión del capítulo era que el crimen por motivaciones intelectuales, por pura vanidad de la razón, digamos, a la manera de Raskolnikov, o en la variante artística de Thomas de Quincey, no parece pertenecer al mundo real". (p. 34) [2]. (La cursiva es nuestra).

   A pesar de que el personaje excluye deliberadamente de su explicación a las novelas policiales, de pronto advertimos que esta hipótesis abarca a la narrativa de enigma. Pensemos, por ejemplo, en “La carta robada”, de Poe, en El sabueso de los Baskerville o en Estudio en escarlata, de Conan Doyle: todos ellos, paradigmas del género clásico, carecen de un elemento lógico estricto; las causas disímiles de los crímenes tienen que ver, en ultima instancia, con intereses políticos, con deplorables intenciones económicas y con venganzas lentas y premeditadas. Por supuesto, no negamos que el policial, a pesar de lo anterior, pretende exhibir una supuesta matriz lógica. La postura de Seldom, precisamente, derrumba y revela el artificio de las novelas de enigma tradicionales al negar la idea del crimen como “juego lógico”.  
    Sumado a lo anterior, el pensamiento de este personaje puede aplicarse de manera autorreferencial a la misma novela: sobre el desenlace se descubre, súbitamente, que no existe ningún tipo de “razón pura” que funcione como móvil de los crímenes. Es decir, ni siquiera en esta serie de hechos de sangre, que en apariencia presenta una motivación exclusivamente intelectual, existe un enigma lógico estricto que figure la “vanidad de la razón”; de hecho, todo resulta un artificio tramado por Seldom que, como un excelente escritor de novelas policiales, disimula un asesinato con aparentes artilugios y prestidigitaciones matemáticas cuando todo, finalmente, reside en la relación paternal y sentimental entre el célebre profesor y Beth, su hija. El procedimiento de “construcción del enigma” que lleva a cabo Seldom es, en definitiva, la puesta en escena de los trucos que emplea el autor de novelas policiales: al conocer la totalidad de la estructura puede manipular el acaecer de los acontecimientos, puede engañar al lector, que en esta novela acaso se encuentra representado por el investigador Petersen, y conducirlo premeditadamente hacia un lugar estratégico.
    Otros enigmas sostienen la dificultad y el hermetismo del rompecabezas principal. En primer lugar, encontramos el famoso teorema de Fermat cuya resolución tardía se extiende a lo largo de trescientos años. En segundo lugar, tenemos a la identidad incógnita del narrador, de cuyo nombre sólo conocemos una letra, la doble ele. Por último, Johnson, el padre de Caitlin, instala una pregunta histórica y teológica: “El Cristo que se levanta de la tumba al tercer día y pide que lo pellizquen y come pescado asado. Ahora bien, ¿qué pasó con ese Cristo durante los cuarenta días que duró su regreso? Usted no lo sabe, yo no lo sé, nadie lo sabe. Misterio” (p. 96).  Los tres enigmas enumerados, desde nuestra perspectiva crítica, se suman y refuerzan la dificultad e imposibilidad de resolución del enigma principal, de la serie de Oxford. Esta operación extiende la magnitud del misterio, mostrando el perfil oscuro, arduo y enmarañado de cualquier acertijo: el primero debe aguardar trescientos años antes de resolverse y aún así necesita de correcciones; los otros dos, la identidad del narrador y el destino de Cristo durante los cuarenta días, son irresolubles. Con ello se introduce una complicación y una dimensión ajenas al policial clásico, en donde los misterios, que comparados con los que hemos subrayado son mínimos e insignificantes, encuentran su feliz solución en un santiamén. Como citaremos más adelante, Unwin, un personaje de Borges, corrige a su compañero diciendo que los misterios deben ser simples. “O complejos, replica Dunraven; recuerda el universo”. Precisamente esta es la paradoja que se presenta en la novela de Martínez: los tres enigmas mencionados magnifican el misterio principal y hacen de él un universo aparente.
     Otro elemento deconstructivo descansa en la noción de “crimen imperceptible”: “Crímenes que nadie vea como crímenes” (p. 41). La idea que se desarrolla en la novela de Martínez se encuentra en el umbral del crimen perfecto. Si dejamos de lado la primera muerte, los crímenes parecen accidentes. El efecto en cuestión alcanza la apoteosis de la verosimilitud: el lector, confundido y atónito, llega al extremo de pensar que, en realidad, no se ha perpetrado ningún delito. Nuevamente, observamos cómo el elemento añorado por la narrativa de enigma, el mito del crimen perfecto, se repite en Crímenes imperceptibles generando la mayor diferencia puesto que frente a la pregunta “¿se ha cometido un crimen?” el género tradicional contesta de manera afirmativa e indudable; la novela de Martínez, en cambio, reitera el silencio fatal de la incertidumbre; entonces pensamos: si la existencia real del crimen se pone en jaque ¿podemos hablar de policial clásico? Por ejemplo, en “La víctima”, uno de los cuentos de Infierno grande, nos encontramos frente a una suerte de “crimen imperceptible”: en el relato, el crimen no se lleva a cabo pero se insinúa, se percibe su germen, su gestación: “el monstruo había sorbido demasiado y ahora, ya era irremediable” [3]. Es decir, se introduce un “no-crimen”, un crimen futuro que, precisamente, no puede percibirse. Otro ejemplo similar encontramos en Acerca de Roderer: la muerte de Daniela Rossi es una muerte inducida por el amor obsesivo y por el condicionamiento de grupo; no obstante, nadie lo ve como un crimen. Reiteramos, entonces, la misma pregunta: en estos casos, ¿podemos hablar de policial clásico?
     El vínculo entre el enigma y el crimen, que en los relatos detectivescos no presenta mayores complicaciones – resolver el enigma equivale a resolver el crimen –, encuentra en la novela de Martínez una peculiar asimetría: la resolución del rompecabezas, de la serie lógica, no se corresponde con la solución de los crímenes. En otras palabras, a pesar de que los personajes descubren el sentido de la serie no pueden saber quién es el “asesino” y tampoco pueden detener estos sutiles hechos de sangre:

    “Lo interesante es que de algún modo ahora tenemos todo para imaginar el próximo paso. Quiero decir, tenemos los tres símbolos, como en las series de Frank, deberíamos ser capaces de poder inferir algo sobre esa cuarta muerte. Vincular el Tatraktys... ¿con qué? Todavía de esto no sabemos nada, cómo están relacionadas las muertes con los símbolos.” (p. 167).

   En Borges y la matemática, Guillermo Martínez explica los conceptos de “objeto recursivo” y de “objeto anti-recursivo”: cuando una parte del objeto guarda la información del todo se trata de un objeto recursivo. Por el contrario, cuando ninguna parte de los objetos reemplaza al todo se trata de un objeto anti-recursivo [4]. De acuerdo con lo anterior, la serie lógica representada por la sucesión de números naturales “uno, dos, tres, cuatro” es un elemento recursivo en tanto una parte suplanta al todo: basta con conocer los números pitagóricos para saber que el círculo representa al número uno; luego, sólo necesitamos una de las partes para deducir el resto; sabemos que al número uno le sigue el dos; sabemos, también, que el cuatro es precedido por el tres, etc. [5] Los crímenes, en cambio, son elementos anti-recursivos: conociendo sólo uno de los delitos no podemos adelantarnos al siguiente ni podemos inferir el anterior. Esto pone de relieve, además, la inconexión entre cada una de las muertes. Entonces, para resumir, el vínculo entre el crimen y el enigma se encuentra totalmente quebrantado así como se encuentra desvanecida la relación interna entre las muertes seriales.
   En lo tocante al enigma y su resolución, en Crímenes imperceptibles se exalta la simplicidad. En el ensayo “Laberintos”, de Jorge Luis Borges, se describen “los inmutables y genuinos principios que el arquitecto jardinero debe observar en todo laberinto. Esos principios se reducen a uno: la economía. Si el espacio es vasto el dibujo debe ser simple; si es reducido, los rodeos son menos intolerables” [6]. La portada del libro, el paratexto principal, es el ejemplo paradigmático de la mención borgeana: la novela comienza con la resolución – o, al menos, con una de las posibles resoluciones –: presenta, en la tapa, la imagen de la asesina sosteniendo un inconfundible violoncelo. La simplicidad del enigma es un elemento claro y visible; en el policial clásico, de distinta manera, el texto parece prolongar y ofuscar constantemente la solución. Además, recordemos que la revelación primera es la sucesión “uno, dos, tres, cuatro” que, incluso, se anticipa en la serie propuesta por Seldom desde un principio, que comienza con el símbolo M, el cual figura dos “unos” enfrentados. La solución segunda es la palabra “ARO” que el narrador subraya frente a las narices del lector antes del desenlace. La prensa, por su parte, acierta desde el comienzo la resolución del enigma:

    “En la nota principal mencionaban que el cadáver había sido encontrado por un inquilino, un estudiante argentino de matemática, y que la última que había visto con vida a la viuda era su única nieta, Elizabeth. No había en el relato nada que yo no conociera; la autopsia, en las últimas horas de la noche, al parecer tampoco había arrojado nada nuevo. En un recuadro sin firma se hablaba de la investigación policial. Reconocí de inmediato, bajo la aparente impersonalidad del estilo, el tono insidioso del periodista que me había entrevistado. Afirmaba que la policía se inclinaba a descartar que el crimen hubiera sido cometido por un intruso, a pesar de que la puerta de entrada estaba sin llave. Nada había sido tocado o robado en la casa (...) El cronista estaba en condiciones de  arriesgar que esa pista podría incriminar “a miembros del círculo familiar más íntimo de Mrs. Eagleton”. Inmediatamente dejaba saber que el único familiar directo era Beth, quien heredaría una modesta fortuna”. (p. 58)

   La misma Beth, incluso, sugiere su culpabilidad con la frase en cursiva: “¿Qué es una mujer sin secretos?” (p. 53). Seldom, como si fuera poco, dicta al oído del narrador el susurro de la resolución que, no obstante, el aprendiz tarda en oír.
   Lo que nos muestran estos trastocamientos son, justamente, los artificios del relato de enigma tradicional que, en la novela de Martínez, son sugeridos y luego derribados a partir de quiebres deconstructivos. En el ejemplo que intentamos cercar, observamos que la solución es algo simple que desde el comienzo se “muestra” y se “dice”: el texto juega al policial con el lector y exhibe las cartas sobre la mesa, despreocupadamente. El relato detectivesco clásico, por el contrario, siempre esconde un as bajo la manga, un indicio callado. El personaje de Borges, reiteramos, corrige a su compañero:

“–No multipliques los misterios – le dijo –. Éstos deben ser simples. Recuerda la carta robada de Poe, recuerda el cuarto cerrado de Zangwill.
– O complejos – replicó Dunraven –. Recuerda el universo.” [7]

   Debemos aclarar que aquí no estamos abordando el tema del misterio de manera individual sino en correlación con su resolución y, además, en correlación con la forma en que se presenta dicha resolución. En “La carta robada”, como señala Borges, la solución es harto sencilla. Ahora bien, ¿qué posibilidades tiene el lector de adelantarse al detective? Ninguna, puesto que la historia de Dupin y su fundamental visita al Ministro se revela sobre el final y forma parte del desenlace. En Crímenes imperceptibles ¿qué posibilidades tiene el lector de adelantarse al detective? Todas, sólo que la solución es inimaginable, es decir, es sencilla pero extraordinaria. He aquí el rasgo deconstructivo: el enigma paralelo a su solución es, en conjunto, sencillo, pero el primero, a pesar de todo, resulta impenetrable para los personajes y la segunda impensable para el lector: en ambos convergen la simplicidad y la complejidad de manera no sintética, simultánea.
    El enigma, por otra parte, presenta distintas resoluciones igualmente válidas: la resolución de Petersen, la resolución del narrador, la resolución de Seldom y una resolución a cargo del lector quien, atento, advierte que la Verdad es, en realidad, una verdad con minúscula, una verdad parcial. A propósito de lo anterior, nos detendremos brevemente en una cita de Marx presente en la novela:

    “(...) estaba muy impresionado con una de las frases de Marx, supongo que de Contribución a la crítica de la economía política, que decía que la humanidad no se plantea, históricamente, sino aquellas preguntas que puede resolver” (p. 69).

    Si trasladamos o traducimos la cita al campo genérico del policial tradicional bien podríamos sentenciar que “la novela de enigma no se plantea sino aquellos misterios que puede resolver”. De allí, deducimos una Verdad única, una resolución unívoca que es el producto predecible de la razón. Precisamente, este es otro de los elementos clásicos que Crímenes imperceptibles postula para luego derruir con una proliferación de verdades inciertas.
    Al respecto, existen dos menciones en la novela que relativizan la posición del narrador, su palabra y su discurso: en la página 177 se hace referencia a un “informe” – que nada tiene que ver con los informes académicos – y en la página 245 se habla de un “segundo informe” relacionado con la serie de Oxford. Para comprender lo que esto desata debemos remontarnos a la historia de los pitagóricos:

   “Los estudiamos al pasar en una materia de la carrera: Historia de la Medicina. Creían en la transmigración de las almas, ¿no es cierto? Hasta donde me acuerdo tenían una teoría muy cruel sobre los deficientes mentales, que después llevaron a la práctica los espartanos y los médicos de Crotona... La inteligencia era el valor supremo y creían que los retardados era la reencarnación de las personas que habían cometido en sus vidas anteriores las faltas más graves. Esperaban a que cumplieran catorce años, la edad crítica de mortandad en el síndrome de Down, y a los que sobrevivían los usaban como conejillos de Indias para sus experimentos médicos. Fueron los primeros que intentaron transplantes de órganos”. (p. 173)     

   Como veremos, la referencia a los chicos con síndrome de Down no es casual. El mago René Lavand, al finalizar su función de magia, explica lo siguiente:

    “Los magos, ustedes saben, fuimos perseguidos ferozmente en varias épocas, desde aquel primer incendio que acabó con nuestros antepasados más antiguos, los magos pitagóricos. Sí, la matemática y la magia tienen una raíz común, y custodiaron durante mucho tiempo el mismo secreto” (p. 199).

    Por último, entonces, las dos menciones de los misteriosos “informes” orientan nuestras reflexiones hacia la siguiente cuestión: ¿acaso el narrador forma parte de aquellas sectas pitagóricas? Por supuesto, no existe ninguna respuesta. La función del narrador, su identidad velada, queda, no obstante, bajo un manto de sospecha. Como en las frases finales de los relatos que componen The New York trilogy, de Paul Auster, una sola mención oscura y dudosa basta para poner en jaque la veracidad de quien narra y, por lo tanto, la Verdad de la historia.
      Con respecto a las figuras actanciales, el policial clásico se caracteriza por una fuerte tríada claramente definida: detective/aprendiz/criminal. ¿Qué ocurre en Crímenes imperceptibles con esta configuración?  ¿Quién es el detective? O mejor aún ¿cuántos detectives hay? ¿Quién es el aprendiz y quién es el criminal? Ante estas preguntas se advierte que las categorías clásicas se encuentran intercambiadas e invertidas: Seldom, que en principio parece cumplir una función análoga a la de Sherlock Holmes o a la del caballero Dupin, se transforma, en el desenlace, en un cómplice de asesinato agravado por el vínculo. El narrador ocupa el lugar del aprendiz y luego la categoría de detective puesto que, aunque tardíamente, resuelve el crimen sobre el final. Algunas frases de Seldom, dan cuenta de esta condición:

   “No tengo tanto ánimo como usted para jugar al detective”. (p. 119)

   “Lo que quiero evitar es que mis conjeturas interfieran con las de usted (...) Aunque no lo crea confío más en usted que en mí para que encuentre la idea correcta”. (p. 131)

   Como puede observarse, las posiciones entre el detective y su alumno se encuentran especularmente invertidas. En lo tocante a la figura del asesino, tenemos diversos postulantes: Beth, el tiempo, el azar y Johnson. El responsable de unirlos a todos es, claro está, el mismo Seldom, quien a pesar de negar su condición de detective también juega al policial con el resto de los personajes. Aquí podemos entablar una extraña analogía con ciertos recursos metateatrales: Anne Righter afirma que los textos dramáticos del período isabelino realizan abundantes referencias a las simulaciones del teatro como si se propusieran crear un efecto de distanciamiento en el espectador, con el propósito de que éste adquiera plena conciencia de que está contemplando una ficción. Sumado a lo dicho, David Pirie, en su artículo “Hamlet without the Prince”, sugiere que el príncipe de Dinamarca se halla curiosamente ubicado fuera del drama, obligando a los espectadores a reflexionar sobre la artificialidad del ámbito teatral [8]. Siguiendo el curso de las reflexiones anteriores, en una relectura de la novela, podemos observar cómo Seldom se desempeña de manera histriónica, cómo actúa y cómo manipula a los personajes al modo de un director teatral o, mejor aún, cual escritor de novelas policíacas. Por esta razón, bien podríamos ubicar a Seldom “fuera del drama” y entenderlo como aquel personaje que revela los trucos y artificios de la novela policial, los convoca, los explica, los oculta, los invierte, los deconstruye [9].
   Las víctimas, que en un principio parecían trece [10], un número bastante significativo, son sólo once y todo se reduce a dos crímenes en lugar de cuatro: en el primero, Beth asesina a Mrs. Eagleton, y en el segundo, mueren diez niños por culpa de Johnson. Con esto advertimos que incluso las víctimas aparecen bajo un efecto de trastocamiento e inversión especular.
   Muchas de las peculiaridades distintivas del género policial clásico se encuentran en estrecha correlación con ciertas características del pensamiento moderno. Por ejemplo, sabemos que “la razón es el presupuesto básico de la modernidad” [11]; de la misma manera, el raciocinio gobierna la totalidad de las narraciones detectivescas. Asimismo, el detective se encuentra constituido por un cogito “a partir del cual puede conocerse en su carácter de conciencia unitaria e idéntica a sí misma” [12] y, además, puede comprender la realidad exterior, la res extensa, pues ésta se encuentra configurada de acuerdo con las leyes de la racionalidad. Sumado a lo dicho, el monumento al método como único camino hacia la Verdad que hallamos en la modernidad se encuentra recalcado, subrayado y acentuado en la narrativa policial clásica.
    En Crímenes imperceptibles nos encontramos con diferencias radicales en lo que atañe al método deductivo. En cierta ocasión Seldom se encarga de develar los errores de las investigaciones que equivalen, como veremos, a las falencias del policial:

   “¿Qué es la investigación criminal sino nuestro juego de siempre de imaginar conjeturas, explicaciones posibles que se amolden a los hechos, y tratar de demostrarlas? Empecé a leer sistemáticamente historias de crímenes reales, revisé los informes de los fiscales a los jueces, estudié la forma de valorar las evidencias y de vertebrar una sentencia o absolución en las cortes judiciales. Volví a leer, como en mi adolescencia, cientos de novelas policiales. Empecé a encontrar de a poco una multitud de pequeñas diferencias interesantes, la estética propia de la investigación criminal. Y también errores, quiero decir, errores teóricos de la criminalística, quizá mucho más interesantes. (...) El primero, el más evidente, es la sobrevaloración de la evidencia física. (...) Desafortunadamente [los inspectores] se guían por el principio de la navaja de Ockham: en tanto no surjan evidencias físicas en contrario prefieren siempre las hipótesis más simples a las más complicadas. Este es el segundo error. No sólo porque la realidad suele ser naturalmente complicada sino, sobre todo, porque si el asesino es realmente inteligente, y preparó con algún cuidado su crimen, dejará a la vista de todos una explicación simple, una cortina de humo, como un ilusionista en retirada”. (p.p. 74-75).

    Tanto Seldom como el narrador se alejan premeditadamente de este tipo de errores más propios del razonamiento metódico del policial clásico que de los planteos matemáticos. El método que emplean los protagonistas, es obvio, nada tiene que ver con el trabajo de investigación en relación con los hechos y con las huellas, las cenizas de cigarrillo o los indicios materiales. En el campo de la matemática, el indicio se encuentra dado por meros símbolos abstractos y es en un terreno precisamente abstracto en donde trabajan Seldom –falsamente– y el narrador. En palabras más iluminadoras, el método es un método matemático. Nuevamente nos encontramos con un elemento que responde a la tradición detectivesca – pensemos, por ejemplo, en la narrativa policial de Poe, fuertemente atravesada por el discurso matemático –; sin embargo, internándonos en reflexiones deleuzianas, observamos que esta similitud se torna, de pronto, en una diferencia radical: la matemática, en la novela de Martínez, no representa el firme y recto campo de la razón sino que, por el contrario, los números y los símbolos evocan la incertidumbre, la probabilidad y la multiplicidad. Por ello el método matemático, en este caso, se opone a la metodología moderna del policial, que conduce hacia una Verdad única y segura; las operaciones de los matemáticos, en Crímenes imperceptibles, sólo gestan preguntas inestables que desembocan en el fracaso rotundo del método. Así pues, la investigación no puede avanzar:

    “Con el primer término estamos todavía completamente a oscuras; no podemos ni siquiera resolver sobre esa primera bifurcación: si debemos considerar al símbolo como un trazo sobre el papel, o intentar atribuirle algún significado. Desgraciadamente no nos queda más que esperar” (p. 45).

   En la novela de Martínez el método no conduce a la Verdad, a la Solución; por el contrario, la aplicación del método matemático se encuentra condenada a la frustración y al naufragio intelectual. Cuando a partir de la investigación en antiguos libros pitagóricos se quita el manto de complejidad de la serie quedando al desnudo su natural claridad, en ese mismo momento, el método nos enseña su escasa capacidad de alcance: puesto que el enigma y los crímenes pertenecen a dos terrenos diferentes – el primero es de orden abstracto y los segundos son de índole fáctica – el método sólo puede funcionar dentro de los límites del rompecabezas de la serie pero no más allá. Un ejemplo oportuno puede servir para ilustrar lo anterior:

    “Por primera vez me sentí en un territorio seguro. Por primera vez podía seguir una conjetura, tan encarnizadamente como quisiera, y al borrar el pizarrón, o tachar una página equivocada, regresar limpiamente a cero, sin consecuencias inesperadas. Hay una analogía teórica, sí, entre la matemática y la criminalística: como dijo Petersen, ambos hacemos conjeturas. Pero cuando usted plantea hipótesis sobre el mundo real introduce, sin poder evitarlo, un elemento de actividad irreversible que nunca deja de tener consecuencias”. (p. 118).   

    En esta cita se diferencian claramente dos métodos opuestos: el de la criminalística, por un lado, que corresponde al sistema empleado por Holmes, Dupin o el padre Brown, quienes arriesgan hipótesis en estrecha relación con la realidad, y el matemático-abstracto, por el otro, que evita cualquier contacto con lo real; de ello se desprende, precisamente, su imposibilidad de funcionamiento en el terreno de los hechos, su fracaso necesario.
   En otro orden de cosas, el azar es un elemento indispensable en el desarrollo de la novela, es la fuerza invisible que hilvana perfectamente toda la red de complejos e innumerables acontecimientos. En este caso, el azar no representa una similitud que deviene en diferencia sino que es en sí mismo un factor completamente ajeno a la narrativa detectivesca. Comencemos por el primer encuentro entre el narrador y Seldom:

   “El hombre de ojos pequeños y transparentes que me estrechaba la mano era ya entre los matemáticos una leyenda. Yo había estudiado durante meses para un seminario el más famoso de sus teoremas. Se lo consideraba una de las cuatro espadas de la Lógica y bastaba revisar la variedad en los títulos de sus trabajos para advertir que era uno de los raros casos de suma matemática: bajo esa frente despejada y serena se habían agitado y reordenado las ideas más profundas del siglo (...)En todo caso, yo ni siquiera sabía que vivía en Oxford, y mucho menos hubiera esperado encontrármelo en la puerta de Mrs. Eagleton”. (p.p. 24-25).

   Ingresamos, de esta manera, en el terreno incomprensible y sorpresivo de la casualidad. La anterior es la primera huella del azar: el encuentro de la pareja de matemáticos es un encuentro decisivo que marca el desarrollo de los acontecimientos:

   “Si yo hubiera estado a solas allí – explica Seldom – supongo que hubiera intentado borrar las huellas, limpiar la sangre, hacer desaparecer la almohada. Pero estaba con usted y tuve que  hacer el llamado”. (p. 233).

   Es decir, aquel suceso mínimo, que pasa desapercibido, establece el desarrollo de la acción de la novela. Incluso, a partir del encuentro entre estos dos personajes se gesta la coartada de Seldom, la idea de los “crímenes imperceptibles”, que el narrador sugiere como una explicación de los hechos de sangre:

    “Por supuesto – declara Seldom sobre el final – no estaba dispuesto a cometer los asesinatos. No estaba seguro de cómo resolvería esto, pero tampoco tenía demasiado tiempo para pensarlo (...) Yo sabía que si Petersen se centraba en ella estaba perdida. Y sabía que para instalar la teoría de la serie debía proporcionarle cuanto antes un segundo asesinato. Afortunadamente usted me había dado en esa primera conversación que tuvimos la idea que me faltaba, cuando hablamos de crímenes imperceptibles. Crímenes que nadie viera como crímenes”. (p. 236).        

    Tenemos, entonces, en un plano general, que la idea que atraviesa toda la novela, la coartada de Seldom, es deudora de las manipulaciones del azar. Luego, en lo que atañe a los crímenes  y a la serie correspondiente que los une a todos, encontramos, de pronto, la ausencia del intelecto y la presencia vertiginosa de la casualidad. La muerte de Clark, en el hospital, puede ser considerada como una muerte natural, predecible; mas la muerte del percusionista, en el exacto instante en que toca el triángulo, mientras la orquesta interpreta “Primavera Cheyenne”, la tercera de la serie de estaciones de Aaron Copland, sólo puede ser producto de un capricho del azar. Sabemos que Seldom había pensado en el tercer símbolo, el triángulo, como continuación de la serie; sin embargo, él estaba esperando un accidente automovilístico en el “triángulo ciego”, la autopista en donde había fallecido su mujer [13]. La irrupción del hado es evidente:   

    “El concierto... el concierto fue la primera señal de lo que más temía. La maldición que me persigue desde siempre. Dentro de mi plan, yo estaba esperando que se produjera un accidente de tránsito exactamente en el lugar que eligió Johnson para despeñarse. Era el lugar donde yo mismo me había accidentado y la única posibilidad que se me ocurría para el tercer símbolo de la serie, el triángulo.  Pensaba en enviar un mensaje a posteriori que reclamara ese accidente vulgar como un crimen, un crimen que había  llegado a la máxima perfección: la de no dejar ningún rastro. (...) Pero entonces ocurrió lo del concierto. Era una muerte y yo estaba buscando muertes. (...) Quizá lo más extraordinario es que aquel hombre que moría estaba tocando el triángulo. Parecía una señal benévola, como si mi plan hubiera sido aprobado en una esfera más alta y la vida me allanara el camino. (...) Había tenido una ayuda extraordinaria del azar. (...) Pero al día siguiente [Johnson] seguramente leyó en el  diario la historia completa. Vio la serie de símbolos, una serie de la que él sabía la continuación. Sintió, como yo, que desde alguna esfera superior le daban una posibilidad para su plan. El número de chicos del equipo de básquet coincidía con el número del Tetraktys. Todo parecía decirle: esta es la oportunidad y es la última oportunidad. Esto es lo que trataba de explicarle en el parque, la pesadilla que me acompaña desde la infancia: las consecuencias, las derivaciones infinitas, los monstruos que producen los sueños de la razón. Sólo quería evitar que ella fuera a prisión y ahora llevo once muertos sobre mí”. (p.p. 237-240).

     En el ejemplo anterior podemos observar los procesos ininteligibles de la coincidencia, los intrincados caminos de la casualidad: todo sucede como si Cloto entrelazara y urdiera los acontecimientos, los hilvanara en un plan laberíntico e impenetrable; como si  Átropos, luego, indicara la longitud de cada hilo, de cada azar, de cada destino; por último, parecería, todo concluye bajo las reglas de Láquesis quien, fatal, corta la vida en un punto determinado. La casualidad es tan extraordinaria y oscura que sólo resta identificarla con las parcas romanas, con un designio que se esconde más allá de la razón.
    El último rastro del azar es acaso el más terrible, el más revelador: cuando el narrador le pregunta a Beth qué fue lo que la condujo al asesinato, ella responde entre lágrimas: “Fue una frase tuya. El día que te vi feliz bajando con tu raqueta  de ese auto. Cuando hablábamos de las becas. ‘Deberías probarlo’, me dijiste. No podía dejar de repetirme aquello: deberías probarlo” (p. 245). La relación entre cada uno de los hechos, sin contar otros tantos avatares infinitamente pequeños, es la encarnación de la coincidencia, de la más pura casualidad, del azar irrevocable.
    Para continuar con el análisis de los elementos deconstructivos que presenta Crímenes imperceptibles, nos detendremos en la estructura de la novela, en su configuración peculiar. Al respecto, diremos que el texto que nos ocupa no sólo posee la matriz de un cuento sino que también se encuentra conformado por relatos diversos o ficciones de segundo grado. Guillermo Martínez subraya la opinión de Borges respecto a las diferencias entre el cuento y la novela: “lo que caracteriza a la novela es que la atención está centrada en los personajes. En los cuentos lo primordial es la trama, los personajes sólo tienen importancia como nodos de esa trama y pierden, por lo tanto, grados de libertad” [14]. Descubrimos, de pronto, que Crímenes imperceptibles posee la extensión de una novela pero la configuración de un cuento, pues los elementos de la trama son dominantes; la personalidad de los personajes, en cambio, se encuentra  subordinada a la acción principal. También observamos que la estructura cuentística se encuentra sostenida, reforzada y remarcada por la presencia de distintos relatos que se desarrollan de manera simultánea a la novela. Por ejemplo, encontramos el cuento que se desprende del relato “Siete pisos”, de Dino Buzzati. Otra historia, acaso más significativa, es la de Frank Kalman quien, continuando con la filosofía de Wittgenstein, se propone dar una definición abstracta del “razonamiento normal”. Frank comienza a trabajar con pacientes lobotomizados con el objeto de “estudiar lo que queda de razón cuando la razón no está allí vigilando” (p. 89). Kalman investiga y analiza los símbolos que estos pacientes trazan en estados vegetativos. Finalmente, decide experimentar con su propia persona: se dispara con una pistola de clavos en la cabeza y queda en coma; de esta manera, según su hipótesis, podría encontrar el residuo racional que añoraba. No obstante, el desenlace es fatal: lo único que Frank escribe en aquel estado es el nombre de una mujer.
    Otro relato interesante es el de Howard Green, un médico que quiere matar a su esposa. En su diario, llega a la conclusión que para que su coartada sea perfecta, debe buscar otro culpable. Una  noche su mujer descubre el diario, discute con su marido, toma un cuchillo de la cocina y, en defensa propia, lo mata. El jurado, finalmente, la declara inocente. Muchos años después de la muerte de la mujer, ciertos estudiantes de grafología demuestran que el diario del Dr. Green es una falsificación casi perfecta; descubrieron, también, que el hombre con el que ella se casó discretamente un tiempo después del incidente era un copista de obras antiguas. El diario, entonces, revelaba línea por línea lo que ellos habían hecho: mentir con la verdad, jugar con todas las cartas en la mesa. Es interesante observar dos aspectos principales: en primer lugar, que el relato es, en cierta forma, una breve deconstrucción del policial en donde el par dicotómico víctima/asesino se encuentra en inversión especular y en donde el criminal se revela doble.
    En segundo lugar, debemos destacar que el cuento del caso Green funciona, dentro del texto, como un elemento autorreferencial: como ya hemos señalado, Martínez juega al policial con las cartas descubiertas; como el diario falso de Green describe la forma de proceder de los mismos asesinos, el autor de Crímenes imperceptibles revela su naipe elemental en la portada del libro y nos enseña la solución desde el comienzo y en cada capítulo: Seldom, por ejemplo, remarca la falsedad de los enigmas puramente lógicos tanto en las novelas policiales como en los casos reales.
   Encontramos, además, que la descripción general de los teoremas que presenta el texto, se encuentra en estrecha relación con la configuración de la trama y del enigma: “Los matemáticos consideran que la belleza de un teorema requiere de ciertas divinas proporciones entre la simplicidad de los axiomas en el punto de partida, y la simplicidad de las tesis en el punto de llegada. Lo dificultoso, lo engorroso, se reservó siempre para el camino entre ambos” (p.p 71-72). La descripción anterior se corresponde con la estructura general de la novela: un final elemental, un comienzo obvio y desnudo, y la unión entre ambos como algo totalmente complejo y laberíntico. Retomando la problemática de las ficciones de segundo grado, nos topamos con la historia de Hassiri quien construye una batalla en un friso para denunciar el asesinato y la violación de la novia de su hijo a manos del rey Nissam. La autorreferencia se reitera en esta ocasión: Seldom trama una serie de crímenes falsos para encubrir un solo asesinato.
    La inserción de la magia como trasfondo de la novela, no sólo es un elemento ajeno a la matriz tradicional de narraciones detectivescas sino que también, como hemos destacado en los ejemplos anteriores, funciona como un llamado autorreferencial en donde el texto habla de sí mismo:

    "Cada uno de los números que siguieron fueron extraordinariamente simples, y a la vez extraordinariamente limpios, como si el viejo mago hubiera accedido a una instancia áurea en la que ya no precisaba ninguna de sus manos. Parecía además divertirlo secretamente ir quebrando una por una las reglas del oficio. Había repetido trucos, había sentado durante toda la función gente a sus espaldas, había revelado técnicas con las que otros magos en la historia habían intentado lo mismo que él. (...) El arte de cada número era la desnudez esencial que no parecía permitir otra explicación que no fuera la única imposible (p.p 198-199)" (La cursiva es nuestra).

    ¿Acaso la cita anterior no es una descripción perfecta de lo que ocurre en la novela de Martínez? Se corrompen sutilmente las reglas del género clásico, se revelan los artificios de los relatos detectivescos, se exalta la simplicidad y la complejidad fusionadas en un mismo nivel y todo ocurre en un terreno desnudo y transparente.
    En procura de continuar con el apuntalamiento crítico de los elementos deconstructivos que exhibe el texto, mencionaremos la problematización de la dicotomía ficción/realidad que sugiere la novela. Como en los relatos de Paul Auster, puede percibirse un influjo del discurso autobiográfico en el texto: el narrador, cuyo nombre posee una sugestiva doble ele que emula el nombre del autor, es un estudiante de matemática que reside en Oxford con vistas a especializarse en Lógica; este personaje es, además, no debemos olvidarlo, un aficionado al tenis; estos datos concuerdan, todos ellos, con la biografía de Martínez. Hay una continuidad en lo tocante a este recurso que se remonta a los principios de Acerca de Roderer, en donde encontramos un narrador incógnito que, sobre el final de la nouvelle, decide viajar a Inglaterra para especializarse en Lógica y conocer más acerca del fascinante “teorema de Seldom”, que aparece por primera vez en este texto anterior.  
   Los acontecimientos y personajes históricos mencionados en la novela también problematizan la oposición binaria ficción/realidad: la mención de la historia del cristianismo y su innovadora promesa de la resurrección de la carne, Andrew Wiles y la resolución del teorema de Fermat, la secta de los pitagóricos, el mismísimo mago René Lavand, todos estos elementos se encuentran “ficcionalizados” y se instalan en una correlación interactiva con los personajes y con el contexto en el cual ellos se desenvuelven. Por ejemplo, la cuestión del teorema de Fermat interactúa de una manera significativa con la trama:

    “Me temo que tiene que ver con uno de los libros que le presté yo mismo al inspector Petersen. Un libro sobre la historia del teorema de Fermat. Es el problema abierto más antiguo de la matemática (...) Hace más de trescientos años que los matemáticos luchan contra él y posiblemente mañana en Cambridge logren por primera vez demostrarlo. En el libro se rastrea el origen de la conjetura a las ternas pitagóricas, uno de los secretos de la primera época de la secta, antes del incendio, cuando todavía no se habían separado la magia de la matemática. Los pitagóricos consideraban a las propiedades y relaciones numéricas como la cifra secreta de una divinidad, que no debía divulgarse fuera de la secta. Podían difundirse los enunciados de los teoremas, para el uso en la vida diaria, pero jamás su demostración, de la misma manera que los magos se juramentan para no revelar sus trucos. El castigo para quien infringía la regla era la muerte. El libro sostiene que el propio Fermat pertenecía a una logia más moderna, pero no menos estricta, de pitagóricos. Había anunciado en la famosa anotación en el margen de la Aritmética de Diofantes que tenía una demostración de su conjetura, pero después de su muerte ni esa ni ninguna otra de sus demostraciones pudo ser encontrada entre sus papeles. Aunque supongo que lo que alarmó a Petersen son algunas muertes curiosas que rodean la historia del teorema. Claro que en trescientos años mucha gente muere, incluso los que estaban cerca de dar una demostración. Pero el autor es astuto y se las arregla para que algunas de estas muertes parezcan verdaderamente sospechosas. Por ejemplo el suicidio no hace tanto de Taniyama, con esa carta tan extraña que le dejó a su prometida”. (p.p 208-209).

    Es interesante observar cómo la ficción y la realidad se ensamblan en este ejemplo: hasta el detalle del suicidio de Taniyama resulta un dato histórico. Sin embargo, la cuestión de la secta de los pitagóricos nos remonta a la condición del narrador que ya hemos planteado más arriba: ¿es posible que todo se encuentre tramado para que el lector sospeche que el narrador forma parte de aquellas sectas matemáticas? Esto explicaría el porqué de su inusual ausencia a la imperdible demostración a cargo de Wiles. Recordemos que el narrador no asiste a Cambridge para presenciar la resolución de este enigma de trescientos años. Si seguimos la lectura que ya hemos sugerido, el narrador no habría viajado al congreso porque ya sabría la solución y porque no le interesaría la divulgación de aquel secreto. Podemos observar, a partir de este ejemplo, cómo el texto plantea la disolución de la barra que separa el par ficción/realidad y cómo, a través del discurso, se articula y entreteje el potencial de estos dos campos.
    Por último, debemos señalar algo evidente que tiene que ver con el contexto del relato. El marco clásico del policial, en Crímenes imperceptibles, se encuentra representado por el refinado ambiente inglés. Sin embargo, somos testigos, nuevamente, del derrumbe inevitable de la base tradicional. Advertimos, pues, que todo ocurre bajo la lumbre de la tecnología: equipo de huellas, muestras de sangre y de piel, autopsias, fotografías, correos electrónicos, etc. El efecto de lectura es análogo al cuento de Angela Carter, “El señor León, enamorado” [15], en donde Bella toma un taxi para volver a su casa. Tal minucia, en el terreno del detalle, resulta claramente deconstructiva. El efecto se acentúa en cuanto recordamos que la tradición de la narrativa policial, al igual que la del cuento de hadas, posee un contexto claramente preestablecido y estrictamente particular en donde el cambio más leve produce un extrañamiento significativo en el lector. 


Capítulo II:
En una red de líneas...

II. A. Los límites del lenguaje
La inevitable vaguedad y ambigüedad de todo lenguaje.
Bertrand Russell.

    En Crímenes imperceptibles percibimos lo que Gilles Deleuze y Felix Guattari llaman “composición maquínica”: la novela se nos presenta como multiplicidad, como un “libro-rizoma” que se conecta de manera heterogénea con innumerables elementos rizomáticos[16]. Lo que nos compete en esta segunda parte de nuestro trabajo tiene que ver con el tramado de intertextos que se construye como una cartografía de referencias y alusiones filosóficas que, según nuestra hipótesis inicial, deconstruyen el género policial clásico en un nivel diferente del que hemos estudiado en el capítulo primero. Como veremos a continuación, los basamentos filosóficos, desde su propio lugar, entablan una relación de feed back con las deconstrucciones que ya hemos desmenuzado, que ocurren acaso en otro estadio.
   En razón de lo expuesto, comenzaremos abordando las ideas del filósofo alemán Ludwig Wittgenstein (1889-1953) que se plantean en la última novela de Guillermo Martínez. El sistema filosófico que ha labrado Wittgenstein ha sido harto polémico en tanto las opiniones de los críticos parecen no esclarecer ciertas contradicciones. David Pears [17], por ejemplo, distingue dos Wittgenstein: el del Tractatus Logico-Philosophicus y el de las Philosophische Untersuchungen; Adolfo Carpio [18], por su parte, sólo se limita a señalar las contradicciones e incongruencias en los trabajos del pensador alemán; en otro extremo, Peter Winch y un grupo de colaboradores, en una compilación de estudios bastante polémicos, sostienen la “unidad fundamental de la filosofía de Wittgenstein” [19]. Por esta razón, sólo cotejaremos ciertas nociones básicas que resulten funcionales para transitar el sendero crítico que hemos trazado.  
    En Crímenes imperceptibles se menciona la paradoja de Wittgenstein sobre las reglas finitas: 
  
    “Frank había redescubierto en la práctica, en un experimento real, lo que Wittgenstein ya había demostrado teóricamente hace décadas: la imposibilidad de establecer una regla unívoca y ordenamientos “naturales”. La serie 2, 4, 8, puede ser continuada con el número 16, pero también con el 10, o con el 2007: siempre puede encontrarse una justificación, una regla que permita añadir cualquier número como el cuarto caso. Cualquier número, cualquier continuación. Esto es algo que no le causaría mucha gracia a Petersen”. (p.p 87-88)

    Estas postulaciones tampoco le causarían gracia a la narrativa de enigma, que esgrime la razón como arma principal ante cualquier problema. El método deductivo se pone en jaque con la instalación de este pensamiento filosófico que sugiere, entre otras cosas, la imposibilidad de avanzar en la investigación, la multiplicidad de respuestas y de verdades ante un enigma lógico. A lo anterior se suma la clara explicación de  Rush Rhees quien afirma que “en una serie formal no habría un término general o regla de la serie que determinara su desarrollo” [20]. Imaginemos qué sucedería si, como en el caso de la frase de Marx, tradujéramos o trasladáramos esta cita al terreno de la tradición detectivesca: “en una deducción no habría un término general o regla de la deducción que determinara su desarrollo”. El resultado no sería otro que la caída del método deductivo, la imposibilidad de alcanzar la Verdad, la muerte del policial:

    “Pero el problema es, como le dije a Petersen, que ni siquiera estamos seguros de que sea efectivamente un círculo y no, por decir algo, la serpiente de los gnósticos que se muerde la cola, o la letra O mayúscula de la palabra “omertá”. Esa es la dificultad cuando usted conoce sólo el primer término de una serie: establecer el contexto en que debe ser leído el símbolo. Quiero decir, si debe considerarse desde el punto de vista puramente gráfico, digamos, en el plano sintáctico, sólo como una figura, o bien en el plano semántico, por alguna de sus posible atribuciones de significado”. (p. 42).

    Aquí podemos observar cómo la deducción se ve interrumpida por la paradoja de las reglas finitas: los indicios se han transportado a una suerte de mundo platónico en donde imperan los símbolos, las palabras. Por otro lado, las cosas se han anclado en un espacio ajeno, furtivo, desaparecido. Para iluminar esta cuestión, debemos atravesar el umbral de la modernidad, en donde palabras y cosas conviven despreocupadas, y arribar a un terreno clave dentro de la filosofía de Wittgenstein. David Pears nos ofrece un primer panorama:

    "[El filósofo alemán] proporciona una teoría especulativa sobre algo que generalmente se supone que tiene lugar en la clara luz de la conciencia, a saber, la correlación de las palabras con las cosas, por medio de la cual adquieren sus significados las proposiciones fácticas. En el caso de las proposiciones elementales de Wittgenstein esta correlación tiene lugar en la oscuridad total. Si es algo que nosotros hacemos, no lo hacemos consciente o intencionadamente". [21]

    De esta manera, ingresamos en la neblinosa zona en donde las palabras y las cosas ya no se encuentran en correlación. A pesar de la breve cita anterior, debemos aclarar que Wittgenstein, como subraya Pears en distintas ocasiones [22], no trató específicamente de las relaciones que existen entre las palabras y los objetos que éstas designan; sí abordó, en cambio, la cuestión del lenguaje lógico-matemático y su relación con la realidad [23]. A propósito, el pensador alemán señala en sus Diarios filosóficos que “las constantes lógicas no representan, que la lógica de los hechos no puede ser representada” [24]. El mismo razonamiento es postulado por Alfred Ayer:

    "Las proposiciones a priori de la lógica y de la matemática pura son necesarias y ciertas sólo porque son analíticas. Esto es, sostengo que la razón por la cual estas proposiciones no pueden ser refutadas por la experiencia es la de que no hacen ninguna afirmación acerca del mundo empírico.
    Por otra parte, sostengo que las proposiciones relativas a realidades empíricas son hipótesis, que pueden ser probables pero nunca ciertas". [25].

     Es por esta razón que emerge la imposibilidad de deducción: la lógica de la serie, la lógica del enigma, como hemos explicado en el capítulo anterior, no se corresponde con la lógica de los hechos. En otras palabras, las proposiciones de la serie, sus símbolos, en tanto responden a una lógica matemática, son ciertos y necesarios. Sin embargo, cualquier hipótesis en torno a los asesinatos, a los crímenes, en fin, a la realidad empírica, puede ser probable pero carece de certidumbre.
    Para usar la terminología de Wittgenstein, diremos que la serie lógica y los hechos de sangre pertenecen a dos “juegos de lenguaje” diferentes. Se agrega a lo dicho la explicación de Adolfo Carpio: “Como sucede con los juegos en general, donde la función de cada pieza o movimiento resulta del juego en que aparecen, así en el lenguaje la función de los signos resulta del contexto dentro del cual aparecen, el cual tan sólo permite determinar el sentido de los mismos” [26]. Esto ocurre tanto en el interior de la serie, en donde el resultado correcto no puede alcanzarse por falta de elementos contextualizadores [27], y en la relación inexistente entre los hechos, que pertenecen a un contexto fáctico, y el enigma, que se enmarca en un contexto abstracto. Esta inconexión entre el rompecabezas y los crímenes es análoga al pensamiento de Wittgenstein sobre las matemáticas, a las cuales, de acuerdo con la explicación de Shwayder, no se les puede dar una interpretación [28].
   El nudo invisible que une a las muertes con los símbolos se encuentra más allá de los límites del lenguaje y entendemos que “al otro lado sólo está el sinsentido” [29], el azar, la casualidad, la incertidumbre, la sinrazón. Sumado a lo anterior, según Wittgenstein, todo lo que está más allá de los límites del lenguaje no puede ser formulado verbalmente sino sólo mostrado[30]. De ahí la afirmación de Seldom:

   “Lo que parece mucho más dificil es establecer la relación entre los símbolos y los crímenes”. (p. 119)

pues tal relación es indecible, es el silencio, y ni siquiera sobre el desenlace, cuando descubrimos que Seldom ha planeado la serie, podemos formular verbalmente una aseveración que de cuenta de todos los azares que confluyeron en la formación del enigma y de las muertes. “Semejante escepticismo lingüístico – explica Cristina Piña – es impracticable a ultranza de la narrativa policial, ya que pondría en duda la base misma de la detección” [31]. Alfred Ayer, por otra parte, postula que la pregunta “¿Qué expresan las frases?” no es una pregunta real[32]; de igual modo, Crímenes imperceptibles parece concluir que la pregunta “¿Qué relación existe entre la serie y los crímenes?” tampoco es una pregunta real desde perspectivas wittgensteinianas, pues la respuesta no puede decirse sino sólo mostrarse.
   Lo anterior, por supuesto, posee ciertas resonancias foucaultianas: se han separado las palabras y las cosas. Las palabras se encierran en su naturaleza de signos. En este juego de desdoblamientos se revela un mundo, en el que el lenguaje ya no remite a las cosas [33]: “silenciosa, cauta deposición de la palabra sobre la blancura de un papel en el que no puede tener ni sonoridad ni interlocutor, donde no hay otra cosa qué decir que no sea ella misma, no hay otra cosa qué hacer que centellar en el fulgor de su ser. (...) Quien habla en su soledad, en su frágil vibración, en su nada, es la palabra misma – no el sentido de la palabra, sino su ser enigmático y precario” [34]. Después, sólo resta el silencio.


II. B. El fin de la certidumbre
¿No creen acaso los matemáticos en las casualidades?
Guillermo Martínez.

    Acabamos de observar, en el apartado anterior, cómo una parte del trasfondo filosófico que presenta Crímenes imperceptibles derroca algunos de los presupuestos básicos del policial. Las deconstrucciones de superficie que hemos señalado en el primer capítulo se encuentran, claro está, en una estrecha relación con los trastocamientos que se llevan a cabo en las profundidades filosóficas.
    La intertextualidad respecto de los trabajos de Wittgenstein resulta evidente y se reitera repetidas veces en la novela. Aquí, en cambio, nos encargaremos de un detalle significativo, la mención del principio de incertidumbre de Heisenberg:

    “El día que me habló sobre el principio de Heisenberg fue un día extraño, en muchos sentidos. Creo que es el único día de mi vida que podría recrear por ahora. Apenas la escuché tuve la intuición, el salto de caballo, si usted quiere, de que exactamente la misma clase de fenómeno ocurría en la matemática”. (p. 70).

    En Borges y la matemática, Guillermo Martínez afirma que “siempre que uno elige un ángulo, un tema, introduce de algún modo una distorsión sobre el fenómeno que se propone estudiar. Algo bien sabido por los físicos” [35]. Precisamente, esto tiene que ver con el problema que intentamos cercar. Antes de ingresar en el planteo crítico que hemos bosquejado, debemos delinear algunos preconceptos introductorios. El acercamiento que ofreceremos a continuación se encuentra extremadamente simplificado en tanto el terreno en que nos adentramos escapa en muchos sentidos, sino en todos, a nuestro bagaje técnico. En primer lugar, debemos distinguir la física clásica de la nueva física. Para ello, recurrimos a la explicación de Víctor Massuh:

     La Dinámica en física, según Prigogine y Stengers [36], era el símbolo de la objetividad  científica y en su nombre se rechazó la flecha del tiempo. Esa objetividad se asentaba en el principio leibiniziano de “razón suficiente” que establece una relación determinista entre los fenómenos, es decir, un nexo causal: a una misma causa sigue siempre un mismo efecto. Y esta equivalencia puede ser formalizada a través de leyes fundamentales invariables para las que el tiempo es esencialmente neutro.
   En cambio la nueva física tiende a reemplazar el determinismo por leyes probabilistas y estadísticas. Tiene los ojos alertas a fenómenos de desequilibrio, de asimetría, irreversibilidad y desorden. (...) El determinismo causal se fractura, sufre una interrupción, aparece una diferencia, un espacio indeterminado: por él se cuela la flecha del tiempo [37].

    Podemos entablar, a partir de lo anterior, una primera analogía: la Dinámica clásica representaría al pensamiento moderno del siglo XIX. Dos palabras claves parecen legitimar esta comparación: el objetivismo y la razón. En el otro extremo, la nueva física encarnaría la variante que destruye los presupuestos modernos, la irrupción de la posmodernidad. Al respecto, Cristina Piña explica que la ciencia se presenta, para el período moderno, como aquella actividad racional y objetiva que nos permite acceder a la verdad en el plano del conocimiento. Frente a esta concepción moderna de la ciencia, aparece la noción relativista – según la teoría einsteiniana – donde campean el principio de indeterminación de Heisenberg y el de complementariedad de Bohr y, de manera general, la convicción de que es imposible el conocimiento de la verdad tanto en relación con el mundo, el otro y uno mismo[38]. Esther Díaz también repara en esta transición:

    La ciencia actual asiste a su propia metamorfosis. La física tradicional pretendía establecer leyes inmutables, racionales y universales. No dejaba resquicio para los sucesos inesperados. En función de esta valoración – y del prestigio merecidamente ganado por al física – otras disciplinas (como las sociales) encontraban serias dificultades para autodefinirse como ciencias. A partir de las teorías contemporáneas del calor y la termodinámica se patentiza que no es posible descartar el azar y la irrebersibilidad entre los componentes de un orden o de una organización. (...) La pretensión de una uniformidad subyacente que explicaría toda la realidad, bajo el aval de una objetividad universal, responde al modelo de ciencia propio de la modernidad. Hoy se impone otro estilo. (...) La actitud contemporánea tiende a disminuir el abismo entre la ciencia, las artes y las humanidades. Prigogine considera que la ciencia actual se ha convertido en una “escucha poética de la naturaleza” [39] 

    Alberto Clemente de la Torre sostiene que a partir del comienzo del siglo XX, aproximadamente, las revoluciones culturales y líneas del pensamiento tienen sus paralelos en diferentes aspectos de la cultura[40]. Existirían, entonces, similitudes estructurales entre las revoluciones artísticas, científica y filosóficas. Aquí mismo, empezamos a sugerir una convergencia entre el fenómeno que intentamos explicar – algunos aspectos de la mecánica cuántica y el principio de incertidumbre de Heisenberg –  y lo que ocurre en Crímenes imperceptibles. De lo anterior se desprende una primera semejanza que establecía con anterioridad la frase de Martínez: “el acto de la observación ‘modifica’ lo observado”[41]. Dejando de lado los posibles acercamientos con la noción de lectura que desarrolló, entre otros, Roland Barthes, lo que observamos no es otra cosa que la dificultad, la imposibilidad que Seldom señala ante la ambigüedad de la serie:

     “Todavía no podemos ni siquiera decir que el símbolo deba interpretarse realmente como un círculo; quiero decir, yo vi antes que nada un círculo, posiblemente por mi formación matemática. Pero podría ser el símbolo de algún esoterismo, o de alguna religión antigua, o algo completamente distinto. Una astróloga hubiera visto posiblemente una luna llena, y un dibujante, el óvalo de una cara...” (p. 35).

    En este ejemplo, el modelo de detective que presenta Crímenes imperceptibles, modelo que se opone al policial clásico – recordemos que el detective de la novela de Martínez no puede resolver el enigma a tiempo por una serie de incompatibilidades en el método y por una disociación entre el enigma y los hechos –, se acerca a la imagen del físico cuántico tal y como la describe Massuh:

    El físico cuántico siente que su diálogo con lo observado es algo así como un monólogo o una confrontación consigo mismo: es un prisionero de su propia observación. A través de instrumentos refinados baraja un conjunto de observaciones sobre el comportamiento de las partículas, pero ellas siguen dando sorpresas y mantienen en secreto su identidad.
Al intentar conocer, el observador modifica lo observado: no sabe si lo que acontece en el experimento es una escena real, una creación de su mente o una fantasía de los refinados instrumentos [42].

    Poco a poco cercamos aquella problemática inicial acercándonos al terreno del azar, al principio de incertidumbre de Heisenberg: normalmente se considera que conocemos una partícula cuando podemos definir su velocidad y su posición. Pero el principio de incertidumbre sostiene que cuando se mide de modo preciso la velocidad, queda indeterminada la posición, y a la inversa: al medir la posición de un observable se oculta su velocidad. Si la física cuántica supera el determinismo clásico y opta por las leyes probabilísticas es porque concluye que la realidad es imprevisible [43]. Ella oculta siempre una de sus caras. Fatal revelación para la tradición del policial. Pensemos por un momento: si la realidad es imprevisible, si la razón no puede penetrar enteramente la res extensa, si el sujeto cartesiano ya no puede conocer, por medio del cogito, su entorno ¿qué ocurre con la deducción, con la formulación de hipótesis y con la Verdad positivista? Esto ilumina y esclarece el punto de vista crítico que intentamos sostener: la mención del principio de Heisenberg no es fortuita sino que, por el contrario, resulta significativa en el espacio filosófico de la novela y se suma a los intertextos que por su connotación y su contacto rizomático con otros textos – con otros sistemas y filosofías –  deconstruyen el policial clásico. En el ejemplo anterior, se subraya que el concepto de “Realidad” que se introduce de manera latente en el policial, una realidad configurada de manera racional [44], se derrumba de repente no sólo por el principio de incertidumbre sino también por otros postulados de la física cuántica.
    A lo anterior agregamos otra variante: de la Torre, en una primera aclaración, subraya que, ante todo, la mecánica cuántica estudia sistemas físicos que están muy alejados de nuestras percepciones. María Rosa Lojo, acertadamente, describe cierto aspecto de la novela de Martínez: “Así como los seres humanos desconocen la influencia imponderable que ejercen los unos sobre los otros, también ignoran la magnitud de sus inmanejables pasiones, que irrumpen en la aparente racionalidad cotidiana, y a menudo asedian y asombran a sus propios sujetos llevándolos a cometer actos reprobables que indefectiblemente los constituyen. Que cada hombre es la serie de sus actos es una de las máximas trágicas que se enuncian aquí” [45]. La frase de Hegel que se menciona en la novela y que señala Lojo, como también advierte de la Torre respecto del terreno cuántico, nos sumerge en un orbe que escapa a nuestras percepciones, en el universo de lo infinitamente pequeño, en el terreno de los acontecimientos microscópicos insospechados que determinan la realidad. Ninguno de los físicos cuánticos deja escapar esta idea: David Bohm, por ejemplo, postula que la imprevisible interrelación cuántica de todo el universo es la realidad fundamental. Heisenberg, por su parte, se refiere al “complicado tejido de acontecimientos” y reconoce la sorprendente “textura del todo” [46]. En Crímenes imperceptibles podemos asomarnos a aquella realidad que explican los físicos cuánticos, podemos intuirla en el tramado complejo, microfísico, de los acontecimientos azarosos, en el Todo imposible y brillante de coincidencias necesarias e inevitables que ha planeado Guillermo Martínez.   
    Resulta interesante observar cómo a partir de lo anterior no sólo cae el concepto de “Realidad” del policial clásico – de la modernidad – sino también cómo, en un efecto dominó, comienzan a derrumbarse el presupuesto de “Verdad”, la noción de “Hipótesis”, y el concepto de “Deducción”. Con respecto a este último, Massuh postula la anulación de la deducción en el trabajo de los físicos:

   A estos rasgos habría que añadir la nota de “inestabilidad”. En razón de las fluctuaciones propias de los estados 'alejados del equilibrio' es posible advertir “puntos de bifurcación” donde “el sistema deviene inestable y puede evolucionar hacia distintos regímenes de funcionamiento estable”. En tales puntos, un “mejor conocimiento” no nos permitiría deducir lo que acontecerá, ni sustituir las probabilidades por la certeza [47].

     La deducción se encuentra en un callejón sin salida acorralada por el azar que se escabulle en la realidad indefectiblemente. Ahora bien, ¿qué sucede entonces con la “Hipótesis”? Alfred Ayer define a la hipótesis como un sistema que está proyectado para permitirnos anticipar el curso de nuestras sensaciones; la función del sistema de hipótesis es la de advertirnos de antemano cuál será nuestra experiencia en un determinado campo, la de permitirnos hacer predicciones correctas. Las hipótesis, por lo tanto, pueden describirse como normas que rigen nuestra expectación de la futura experiencia [48]. Todo nos lleva a pensar que si la “Deducción” se ve ofuscada por la probabilidad, la casualidad y el azar, entonces la “Hipótesis” se enfrenta a idénticas dificultades y a idénticos resultados. De esta manera, hemos cercado nuestra problemática crítica y hemos observado cómo lo que parece una mera mención actualiza sus cualidades rizomáticas y se entrelaza con el trasfondo filosófico de Crímenes imperceptibles para trastocar desde diferentes perspectivas las bases del género detectivesco.


II. C. Los arduos alumnos de Pitágoras
   En el capítulo I, “Jugar al policial”, se ha señalado que la presencia de la matemática, que por antonomasia constituye una de las variantes más estrictas de la razón y de la exactitud, convoca una similitud respecto de la narrativa detectivesca –  basta recordar los relatos de Poe, en donde el detective es una mezcla de poeta y de matemático –. Sin embargo, hemos afirmado que esta semejanza deviene en una de las más cualitativas diferencias. La pregunta que ha sido silenciada en su momento es la que funcionará como punto de partida de nuestro planteo crítico: ¿cómo se lleva a cabo este fenómeno?
   Nos encontramos, entonces, frente al umbral de un campo raramente explorado por los críticos literarios: la matemática. Crímenes imperceptibles reclama una investigación acerca de este terreno y, luego, conduce al descubrimiento de un factor súbito e inesperado. El discurso matemático, como ya hemos aclarado, entabla una similitud con la tradición del policial pero, a partir de la investigación correspondiente, advertimos que la diferencia que hemos postulado descansa en el hecho de que la matemática no se presenta en su connotación clásica y dogmática. Por el contrario, la mención del teorema de Gödel, que resulta innovador dentro del marco de la lógica, derrumba muchos de los presupuestos tradicionales de distintas ramas del pensamiento.
   Para comenzar, diremos que en 1931 aparece, en una publicación científica alemana, un trabajo – bastante corto – que lleva el nombre de Sobre las proposiciones formalmente indecidibles de los Principia Mathematica y sistemas conexos. En la época de su publicación, ni el título del trabajo de Kurt Gödel (1906-1978) ni su contenido eran inteligibles para la mayoría de los matemáticos. Actualmente, sin embargo, las conclusiones de este pensador son reconocidas por sus consecuencias filosóficas y por sus efectos revolucionarios. De acuerdo con Guillermo Martínez:

    El teorema de incompletitud de Gödel trata de los alcances de los sistemas axiomáticos y de la noción de “demostrabilidad”. Esencialmente, dice que toda teoría axiomática que se proponga para fundamentar la aritmética elemental contendrá algún enunciado que no es demostrable ni refutable a partir de los axiomas de la teoría, por los habituales pasos lógicos. Tales teorías se llaman incompletas. Una teoría es axiomática cuando se puede determinar en una cantidad finita de pasos si un enunciado cualquiera está o no dentro de la lista de axiomas. Esta condición es esencial para que pueda determinarse luego, también en una cantidad finita de pasos, si un conjunto finito de enunciados es o no una demostración [49].

    Esto es verdaderamente importante, pues antes de este resultado, los científicos y el público en general consideraban que no existía límite alguno para la ciencia. Así pues, Gödel es el primero en demostrar rigurosamente esta aseveración y construye su demostración usando el lenguaje preciso de la lógica simbólica y el rigor de las matemáticas para establecer, sin lugar a dudas, que las matemáticas mismas son incompletas.
     En Crímenes imperceptibles, la mención del teorema de incompletitud resulta fundamental dentro del espacio filosófico de la novela. El pensamiento de Gödel se ensambla, como una red de líneas que se interceptan, con los intertextos antes mencionados y analizados; todos ellos, en conjunto, generan un efecto deconstructivo respecto del policial clásico.
    En la novela, Seldom se encarga de introducir el teorema de Gödel:

    “En el fondo, lo que mostró Gödel en 1930 con su teorema de incompletitud es que exactamente lo mismo ocurre en la matemática. El mecanismo de corroboración de la verdad que se remonta a Aristóteles y Euclides, la orgullosa maquinaria que a partir de afirmaciones verdaderas, de primeros principios irrebatibles, avanza por pasos estrictamente lógicos hacia la tesis, lo que llamamos, en una palabra, el método axiomático, puede ser a veces tan insuficiente como los criterios precarios de aproximación jurídica. (...) Gödel mostró que aún en los niveles más elementales de la aritmética hay enunciados que no pueden ser demostrados ni refutados a partir de los axiomas, que están más allá del alcance de estos mecanismos formales, enunciados sobre los que ningún juez podría dictaminar su verdad o falsedad, su culpabilidad o inocencia”. (p.p. 67-68).

     Ernest  Nagel y James Newman [50] explican, a propósito de lo anterior, que el trabajo de Gödel se centra sobre el fundamento mismo de las matemáticas. Sabemos, por ejemplo, que la geometría elemental, al igual que el policial clásico, constituye una disciplina deductiva basada en el método axiomático, que consiste en aceptar sin pruebas ciertas proposiciones – axiomas o postulados – y en derivar, luego, todas las demás proposiciones del sistema, en calidad de teoremas: mientras los axiomas son los cimientos del sistema, los teoremas funcionan como una suerte de superestructura. Gödel – concluyen Nagel y Newman – demostró que es imposible establecer la consistencia lógica interna de una amplia clase de sistemas deductivos, a menos que se adopten principios tan complejos de razonamientos que su consistencia interna quede tan sujeta a la duda como la de los propios sistemas. Seldom traduce el pensamiento de Gödel al lenguaje de la criminalística:

    “La analogía con el teorema de Gödel me parecía verdaderamente llamativa. En todo crimen hay indudablemente una noción de Verdad, una única explicación verdadera entre todas las posibles; por otro lado, hay también indicios materiales, hechos que son incontrastables o están, al menos, como diría Descartes, más allá de toda duda razonable: éstos serían los axiomas. Pero entonces ya estamos en terreno conocido ¿Qué es la investigación criminal sino nuestro juego de siempre de imaginar conjeturas, explicaciones posibles que se amolden a los hechos, y tratar de demostrarlas?” (p. 74).

    Idéntica equivalencia sugiere el mismo Guillermo Martínez en Borges y la matemática:

   "Ahora bien, los matemáticos pensaron durante siglos que en sus dominios estos dos conceptos, lo verdadero y lo demostrable, eran en el fondo equivalentes. Que si algo era verdadero siempre se podía exhibir la razón de esa verdad a través de los pasos lógicos de una demostración, de una prueba.  Sin embargo, que lo verdadero no es demostrable lo saben desde siempre, por ejemplo, los jueces: supongamos que tenemos un crimen en un cuarto cerrado con sólo dos sospechosos posibles. Cualquiera de los dos sospechosos sabe toda la verdad sobre el crimen: yo fui o yo no fui. Hay una verdad y ellos la conocen, pero la justicia tiene que acercarse a la verdad por otros procedimientos indirectos: huellas digitales, colillas. Muchas veces la justicia no llega a probar ni la culpabilidad de uno ni la inocencia de otro.
   Finalmente se demostró, y ése fue el resultado dramático de Kurt Gödel en los años 30 – su famoso teorema de incompletitud – que la matemática se parece más bien a la criminología en este aspecto: hay afirmaciones que son verdaderas y quedan, sin embargo, fuera del alcance de las teorías formales. O sea, las teorías formales no pueden ni demostrar la afirmación ni demostrar su negación, ni su culpabilidad ni su inocencia". [51]

   Las consecuencias que genera la intertextualidad con el teorema de Gödel son devastadoras para el policial y sus elementos esenciales: el método, la deducción, la hipótesis, la verdad única, todas ellas formas axiomáticas, fracasan rotundamente ante las postulaciones de Gödel. En este punto, todos los pensamientos filosóficos que hemos analizado convergen en un efecto deconstructivo innegable:

   Lo que muestra el teorema de Gödel – explica Martínez – es una limitación del método axiomático de demostración. Cabe destacar que, sin embargo, la matemática progresa en todas las áreas sin preocuparse demasiado por este fenómeno. A la vez, los pensamientos del matemático alemán abren otros campos de exploración. Epistemológicamente el teorema de Gödel no es una crisis tan diferente a lo que fue en su momento el descubrimiento de que la raíz de 2 no es racional o que las ecuaciones polinómicas de quinto grado no son resolubles o radicales. Es decir, el teorema de Gödel sólo muestra la limitación de un método, la limitación de lo que por ahora podrían alcanzar las computadoras [52]. 

   En última instancia, el resultado de todo lo anterior, dentro del marco intertextual de Crímenes imperceptibles, es la sutil neutralización de cada una de las posibilidades del policial clásico.


II. D. Crímenes borgeanos
    Finalmente, hemos dejado atrás los aspectos filosóficos para adentrarnos, por último, en una cuestión fundamental respecto de la configuración de la novela: las intertextualidades que remiten al campo literario.
   Observamos, en primer lugar, claras reminiscencias de los cuentos policiales de Jorge Luis Borges. Comencemos acaso por el más famoso de ellos, “La muerte y la brújula”. En este relato, cuatro hechos de sangre se ordenan a partir de una serie lógica. Borges comienza la historia con un procedimiento deconstructivo análogo al de Crímenes imperceptibles: “Observemos que Borges – explica Martínez – ya ha mencionado en estos dos primeros párrafos todos los elementos cruciales del cuento. Ha dispuesto sus piezas como al comienzo de una partida de ajedrez. Se ve aquí otra vez su intención de ‘declarar’ todos los términos del problema” [53]. Tanto Borges como Martínez exaltan la simplicidad, la claridad y la transparencia del problema. En Crímenes imperceptibles, por ejemplo, el periodista más obtuso entiende que Beth es la asesina. En “La muerte y la brújula”, el comisario Treviranus sostiene: “No hay que buscarle tres pies al gato. Todos sabemos que el Tetrarca de Galilea posee los mejores zafiros del mundo. Alguien, para robarlos, habrá penetrado aquí por error. Yarmolinsky se ha levantado; el ladrón ha tenido que matarlos” [54]. En ambos textos, la solución se presenta, desde el comienzo, de la manera más evidente.
     Siguiendo otra de las reflexiones de Martínez, descubrimos que Borges presenta, en su relato, dos detectives: el detective de lo real y el detective de la ficción. En la novela que nos ocupa, encontramos, también, un detective de lo real, el inspector Petersen, y dos detectives de la ficción, el narrador y el célebre profesor Seldom. Otra semejanza intertextual descansa en la frase que corona cada uno de los crímenes en ambos textos: “La primera letra del nombre ha sido articulada”, en “La muerte y la brújula”, y “El primero de la serie”, en Crímenes imperceptibles. En los rompecabezas lógicos que traman Borges y Martínez, asimismo, el número “cuatro” es la solución final del enigma y el azar es fundamental para su desarrollo. El matemático, en sus clases sobre el escritor argentino, afirma: “Un golpe de azar, el crimen impremeditado de Yarmolinsky, le da inesperadamente a Scharlach la posibilidad de atraer a Lönnrot a una trampa. Entonces, a partir de ese momento, sobre esa primera muerte que le depara el azar, Scharlach arma una serie teniendo en cuenta qué es lo que el detective quiere encontrar” [55] ¿Acaso no ocurre exactamente lo mismo en Crímenes imperceptibles? El azar, la urdimbre de la serie, la posibilidad y la oportunidad enlazadas con meras casualidades: todo se corresponde. Incluso, la inversión especular de las figuras actanciales es similar: en “La muerte y la brújula” el detective se transforma en víctima y el simple comisario pasa a ocupar el lugar del verdadero detective. En Crímenes imperceptibles el detective es cómplice de asesinato y el narrador, que ocupa el lugar del aprendiz, se transforma, de pronto, en el único investigador acertado.
    También, en “Emma Zunz” se lleva a cabo una especie de fusión de las categorías de “víctima” y “criminal” que recuerda a la condición de Seldom quien representa, por un lado, al detective por demás inocente ante los ojos de la policía y, por el otro, a uno de los culpables, de alguna extraña forma, ante los ojos del lector. “Emma Zunz” también mantiene una relación intertextual con Crímenes imperceptibles en tanto presenta un similar descentramiento de la noción de Verdad: la escena que trama, arma y ensambla la protagonista, al igual que la serie ideada por Seldom, es totalmente verosímil pero absolutamente falsa. De lo anterior se desprende que Emma, como Seldom, traza el sentido de la escena del crimen, sentido que no es único pues como el lector puede advertir, sobre el final, la verdadera culpable es la protagonista.
    La misma inversión entre los personajes tiene lugar en el cuento “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto”.  La figura de Abenjacán y la del visir Zaid se invierten sobre el final del cuento. Dunraven y Unwin, como Seldom y el narrador, también pueden entenderse como dobles invertidos en tanto uno de ellos, en un principio, parece haber resuelto el crimen pero al final, descubrimos que en verdad su compañero es aquel que ha logrado reconstruir el rompecabezas. Sumado a lo anterior, la imagen de Seldom equivale a la del visir Zaid, quien arma en tierra de infieles una gran trampa circular de ladrillo destinada a aniquilar a Abenjacán. Zaid, además, deforma las caras de las tres víctimas porque trama una serie lógica para encubrir el crimen del rey: “Tuvo que obrar así; un solo muerto con la cara desecha hubiera sugerido un problema de identidad, pero la fiera, el negro y el rey formaban una serie y, dados los dos términos iniciales, todos postularían el último”[56]. Seldom, alejado de los cobardes designios del Zaid, emplea la serie de manera análoga aunque para encubrir un crimen ajeno, el asesinato perpetrado por su hija Beth.
   “El jardín de senderos que se bifurcan”, relato que Borges, en el prólogo correspondiente, enmarca dentro del policial, presenta un patrón esencial que se reitera en Crímenes imperceptibles: el azar. En el cuento cuyo protagonista es Yu Tsun, la casualidad es la fuerza principal que manipula todos los hechos. Las vías del azar son los múltiples caminos musicales que presenta el fantástico sendero que se ramifica inagotablemente, caminos impensables en la narrativa de enigma, que se caracteriza por la única y última senda, la senda del método. Con la figura del laberinto no sólo se ilustran las encrucijadas del hado sino también la misma ruptura de la temporalidad, porque debemos recordar que el laberinto de Ts’ui Pên es, ante todo, un laberinto temporal.
   En otro orden de cosas, encontramos, además, la aparición intertextual de Humpty Dumpty y del texto Alice in Wonderland. Sabemos que ya en La trilogía de Nueva York, de Paul Auster, la mención de este peculiar personaje carece de inocencia:

    "Humpty Dumpty: la más pura representación de la condición humana. Escuche atentamente, señor ¿Qué es un huevo? Es lo que todavía no ha nacido. Una paradoja, ¿no es cierto? Porque, ¿cómo puede Humpty Dumpty estar vivo si no ha nacido? Y, sin embargo, está vivo, no se confunda. Lo sabemos porque puede hablar. Más aún, es un filósofo del lenguaje. -Cuando yo uso una palabra -dijo Humpty Dumpty en un tono bastante despectivo-, significa exactamente lo que yo quiero que signifique, ni más ni menos. -La cuestión es -dijo Alicia-  si puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes. -La cuestión es -dijo Humpty Dumpty- quién es el amo, eso es todo” [57].

    Resurge en Crímenes imperceptibles, a partir de la insignificante mención de este personaje, el problema filosófico de la relación entre las palabras y las cosas. Humpty Dumpty, como en Ciudad de cristal, funciona como un elemento que contrasta con el trasfondo caótico en donde las palabras y las cosas han perdido su vínculo; el huevo parlanchín es el Orden necesario que emerge frente al desorden de la realidad.
   Crimen y castigo [58] y Del asesinato como una de las bellas artes [59], de Dostoievski y Thomas de Quincey respectivamente, son dos intertextos que evocan el intelectualismo y la estética del crimen. En la célebre novela del escritor ruso, por ejemplo, Raskolnikov sostiene la hipótesis de que los asesinos fracasan en sus brutales delitos al no poder controlar sus pasiones en la apoteosis del homicidio: si el crimen se perpetrase a partir de parámetros exclusivamente intelectuales, sería un crimen perfecto. En otras palabras, el personaje de Dostoievski subraya y exalta los elementos racionales del crimen que, como observamos en el desarrollo de la novela, desaparecen en el mismo instante en que el hacha se agita sobre el cráneo de la usurera. En la variante de Thomas de Quincey, se pone de relieve, con cierto tono humorístico, la estética del crimen: “Desde el punto de vista del misterio, que debe, de un modo u otro, colorear toda tentativa de asesinato juicioso, es excelente, pues el misterio no se ha aclarado aún” [60]. Cuando la irresolución de un crimen, desde perspectivas jurídicas y morales, resulta deplorable y penosa, de Quincey, desde un terreno estético que roza lo literario, afirma la excelencia del delito, el perfil artístico del asesinato. Estos dos intertextos ponen de relieve lo intelectual para ofuscar lo pasional: precisamente, generan un manto que cubre al rompecabezas de la serie de una connotación racional, transformándola en un enigma lógico aparentemente puro; no obstante, sobre el final se revela el artificio de la razón, quedando al descubierto los motivos enteramente sentimentales y pasionales de los crímenes.
   Por último, en el desenlace de la novela se menciona un texto de Chesterton que no actúa tanto como metáfora final que como alegoría general.  El cuento “La muestra de la espada rota” [61], una de las aventuras del padre Brown, narra la historia de Sir Arthur Saint Clare y su inexplicable y desproporcionado ataque a las fuerzas de Oliver. En este combate, el ejército de Arthur es derrotado previsiblemente y el general muere en el campo de batalla: su imagen es inmortalizada en una estatua en la que su nombre aparece glorificado como el nombre de un héroe y su espada, dignamente quebrada por el honor y el valor de un guerrero, se levanta triunfante sobre el hombro de la estoica figura. El padre Brown le explica a Flambeau la verdadera historia de Clare quien, en verdad, desató la torpe batalla para encubrir un cadáver. El mismo Seldom relata la análoga historia del friso de Hassiri. Allí mismo advertimos la condición alegórica del intertexto de Chesterton: como Sir Arthur Clare desata una batalla para ocultar un cuerpo sin vida, Seldom traza una serie de crímenes aparentes para encubrir un solo asesinato. Nuestras reflexiones concluyen en una línea fundamental: el factor deconstructivo que parece repetirse tanto en los intertextos literarios como en la novela, es la artificial construcción del enigma; Red Sharlach, el visir Zaid, Emma Zunz, Sir Arthur Clare y, finalmente, Seldom: todos ellos construyen un enigma a partir de la deconstrucción de un crimen.     


Conclusión: La desmitificación del crimen perfecto
          Consideramos que el estadio de la “Conclusión” es siempre prescindible si el análisis que la antecede ha sido reflexivo, es decir, si sobre la marcha se han arrojado luces y lumbres que han esclarecido el sendero crítico seleccionado. Entendemos que nuestro trabajo procede de tal manera. Por esta razón, hemos reservado una de las cosas más interesantes, a nuestro juicio, para esta última instancia: el mito del crimen perfecto.  El tema fue sugerido, insinuado, en una línea remota de nuestro trabajo, acaso mencionado al pasar, pero ¿de qué se trata específicamente?
    Crímenes imperceptibles presenta en todo su esplendor esta mitología imposible, la del crimen perfecto. En la novela de Martínez se lo define no como el delito que queda sin resolver sino como “el que se resuelve con un culpable equivocado” (p. 135). Precisamente, tal es el crimen perfecto que se lleva a cabo en la novela. En otra variante de perfección, tenemos al crimen imperceptible:

   “un crimen verdaderamente imperceptible, me di cuenta, no necesitaba ser ni siquiera un crimen” (p. 236).

   “Nos topamos, finalmente, con la fatalidad: “En el fondo, todo crimen, toda muerte, agitaba apenas las aguas y se volvía pronto imperceptible” (p. 61).

   El crimen perfecto, nos enseña Martínez, no es la vana utopía inalcanzable que persigue el policial; el crimen perfecto, y acaso este es el rasgo deconstructivo más importante, es posible y Seldom lo imagina; que el crimen perfecto es real, lo demuestran, también, el tiempo, la muerte y el olvido. 
   El título de nuestro trabajo surge, posiblemente, de una reflexión de Ricardo Piglia: 

   “El modelo del crimen perfecto que desafía la sagacidad del investigador es, en última instancia, el mito del crimen sin causa. La utopía que el género busca como camino de perfección es construir un crimen sin criminal que a pesar de todo se logre descifrar. En este sentido, si la historia interna de la narración policial se cierra en algún lado hay que pensar en El proceso de Kafka que invierte el procedimiento y construye un culpable sin crimen” [62] 

   O en Guillermo Martínez, agregamos nosotros, que construye, como Piglia sugiere, crímenes sin criminales, imperceptibles.
    En resumen, Crímenes imperceptibles hace a un lado el mito para arrojar la última carta siempre visible y transparente: la carta del crimen perfecto. Martínez logra trazar la historia de la excelencia delictiva y no por ello se aproxima al policial clásico. Por el contrario, nos enseña que dentro de la lógica del crimen perfecto se articula otra lógica, la lógica del azar, la lógica de los dados de Dios.  

QED [63]



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[1] Las reflexiones de Gilles Deleuze, son sumamente importantes a la hora de pensar este aspecto respecto de un campo teórico. Deleuze postula el cambio como condición general. La repetición es, entonces, transgresión, ya que pone en cuestión a la ley, al denunciar su carácter nominal o general, en beneficio de una realidad artística. La repetición es, además, manifestación constante de lo singular contra lo particular. La pregunta “¿Qué diferencia hay?”, según Deleuze, puede transformarse en “¿Qué semejanza hay?” Por esta razón, ciertas semejanzas que la novela mantiene con el policial clásico devienen, finalmente, en diferencias cualitativas. Véase Gilles Deleuze, “Introducción” en Diferencia y repetición, Barcelona, Universidad Jucar.

[2] Guillermo Martínez, Crímenes imperceptibles, Buenos Aires, Planeta, 2003. Todas las citas pertenecen a la misma edición. Al final de cada fragmento se indicará el número de página correspondiente.

[3] Guillermo Martínez, “La víctima” en Infierno grande, Buenos Aires, Planeta, 2000: p. 48.

[4] Véase Guillermo Martínez, Borges y la matemática, Buenos Aires, Eudeba, 2003: p. 19.


[6] Jorge Luis Borges, citado en Guillermo Martínez, Borges y la matemática, op. cit: p. 48.

[7] Jorge Luis Borges, “Abenjacán el bojarí, muerto es su laberinto” en Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 2002: p. 600. Tomo I.

[8] Véase Jaime Rest, “El príncipe que decidió ser histrión” en Los mundos de la imaginación, Caracas, Monte Avila Editores, 1978: p. 31.

[9] “Se supone que [Petersen] es el mejor inspector que tuvimos en muchos años, yo pude tener acceso a las anotaciones completas de varios de sus casos. Es minucioso, exhaustivo, implacable. Pero todavía es un inspector, quiero decir, está formado de acuerdo con los protocolos: pueden anticiparse sus operaciones mentales” (p. 75) En esta frase Seldom revela claramente su ventaja, su forma de proceder, de dirigir los acontecimientos, de actuar desde afuera.


[11] Cristina Piña, La narrativa en la posmodernidad, s/d, 2003: p. 3.



[14] Véase Guillermo Martínez, Borges y la matemática, op. cit: p. 80.

[15] Véase Angela Carter, “El señor León, enamorado” en La cámara sangrienta, Barcelona, Minotauro, 1991.

[16] Véase Gilles Deleuze y Felix Guattari, Rizoma (Introducción), Valencia, Pretextos, 1977.

[17] Véase David Pears, Wittgenstein, Barcelona, Grijalbo, 1973.

[18] Véase Adolfo Carpio, “Sección III. La filosofía de Wittgenstein” en Principios de filosofía, Buenos Aires, Glauco, 2003.

[19] Véase Peter Winch y colaboradores, Estudios sobre la filosofía de Wittgenstein, Buenos Aires, Eudeba, 1971: p. 9.

[20] Rush Rhees, “Ontología e identidad en el Tractatus” en Peter Winch y colaboradores, op. cit: p. 45.

[21] David Pears, op. cit: p. 106-107.

[22] David Pears, op. cit: p. 222.

[23] Véase D. S. Shwayder, “El pensamiento de Wittgenstein sobre las matemáticas” en Peter Winch y colaboradores, op. cit.

[24] Véase Ludwig Wittgenstein, Diario filosófico (1914-1916), Barcelona, Planeta-Agostini, 1986: p. 65.

[25] Alfred J. Ayer, Lenguaje, verdad y lógica, Buenos Aires, Orbis, 1984: p. 33.



[28] Véase D. S. Shwayder, op. cit: p. 60.

[29] David Pears, op. cit: p. 80.

[30] Véase David Pears, op cit: p. 71.

[31] Cristina Piña, Jorge Luis Borges Y Paul Auster: las transformaciones posmodernas de la narrativa policial, s/d: p. 7.


[33] Véase María Esther Díaz, La filosofía de Michel Foucault, Buenos Aires, Biblos, 2003: p. 43.

[34] Michel Foucault, Las palabras y las cosas, México, Siglo XXI, 2001: p.p. 294-297

[35] Guillermo Martínez, Borges y la matemática, op. cit: p. 9.

[36] El belga Ilya Prigogine realizó investigaciones luminosas sobre comportamientos en el mundo subatómico. Ellas le valieron, en 1977, el Premio Nobel. Con Isabelle Stengers, doctora en filosofía de las ciencias, publicó en 1979 un libro que alcanzó una gran resonancia: La nueva alianza, Madrid, Alianza, 1983.

[37] Víctor Massuh, La flecha del tiempo, Buenos Aires, Sudamericana, 1990: p.p. 84-85.

[38] Cristina Piña, La narrativa en la posmodernidad, Mar del Plata, 2003: p.p. 3-5.


[40] “Por ejemplo – explica de la Torre – Richard Wagner libera la composición musical de los sistemas de referencia representados por escalas en la misma forma en que Einstein libera las leyes naturales de los sistemas de referencia espaciales, requiriendo que las mismas sean invariantes ante transformaciones de coordenadas. La teoría de campos cuánticos es una teoría filosóficamente materialista al establecer que las fuerzas e interacciones no son otra cosa que el intercambio de partículas. El estructuralismo de los antropólogos y lingüistas no es otra cosa que la teoría de grupos de los matemáticos que también hizo furor en la física de los años sesenta y setenta. La música de Anton Webern podría ser llamada música cuántica” Alberto Clemente de la Torre, Física cuántica para filo-sofos, Buenos Aires, Fondo de cultura económica, 1998: p. 11.




[44] Adolfo Carpio explica que si el racionalismo cartesiano tiene la pretensión de conocer la realidad con la sola razón, ello se basa en el supuesto de que la realidad misma tenga una estructura racional, que sea afín a la razón. Lo mismo ocurre con el policial clásico: el método empleado por los detectives, las hipótesis y las deducciones, funcionan a partir de aquel supuesto cartesiano respecto de la realidad. La física cuántica, entonces, corrompe todas estas nociones para instalar un porcentaje importante de incertidumbre. Véase Adolfo Carpio “El racionalismo. Descartes”, op. cit: p.p. 177-178.

[45] María Rosa Lojo, “Principios inciertos” en La Nación, Buenos Aires, Domingo 28 de diciembre de 2003: p. 5. Sección 6.





[50] El pensamiento de Nagel y Newman, dos estudiosos del teorema de Gödel, no resulta tan extremo como el de Careaga (Véase Alfredo Alejandro Careaga, El teorema de Gödel, Universidad Nacional Autónoma de México, Cuadernos de divulgación científica, 2002). Precisamente, estos dos autores, en la conclusión de su obra dedicada al matemático alemán, afirman: “No debe considerarse al teorema de Gödel como una invitación a la desesperanza ni como una excusa para la alusión al misterio. El descubrimiento de que existen verdades aritméticas que no pueden ser demostradas formalmente no significa que existan verdades que hayan de permanecer en una eterna imposibilidad de ser conocidas. No significa, como ha pretendido recientemente un autor, que existan ‘límites ineluctables para la razón humana’. Significa que los recursos del intelecto humano no han sido, ni pueden ser, plenamente formalizados, y que subsiste la posibilidad de descubrir nuevos principios de demostración”. Ernest Nagel y James Newman, El teorema de Gödel, Madrid, Tecnos, 1979: p. 120.

[51] Guillermo Martínez, Borges y la matemática, op. cit: p.p. 13-14.


[53] Guillermo Martínez, Borges y la matemática, op. cit: p. 60.

[54] Jorge Luis Borges, “La muerte y la brújula” en Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 2002: p. 500. Tomo I.

[55] Guillermo Martínez, Borges y la matemática, op. cit: p. 68.

[56] Jorge Luis Borges, “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto”, op. cit: p. 605.

[57] Paul Auster, “Ciudad de cristal” en La trilogía de Nueva York, Barcelona, Anagrama, 1998:p.p. 191-192.

[58] Véase Fiodor Dostoievski, Crimen y castigo, Buenos Aires, Centro editor de América Latina, 1969. Tomo I y II.

[59] Véase Thomas de Quincey, Del asesinato como una de las bellas artes, Buenos Aires, Quadrata, 2003.


[61] Véase Gilbert Keith Chesterton, “La muestra de la espada rota” en El candor del padre Brown, Buenos Aires, Losada, 1999: p.p. 191-208.

[62] Ricardo Piglia, “Lo negro del policial” en Daniel Link, El juego de los cautos, Buenos Aires, La marca, 2003: p. 79.