Publicado en Página 12 con el título Las leyes de la feria, 2004.
Publiqué mi primer libro en 1989, pero pasaron diez años exactos hasta que me invitaron por primera vez a la Feria del Libro, cuando ya había publicado otros dos y me había resignado a que “no estar” en la feria año tras año fuera parte de mi tradición personal. Ni siquiera me llamaban a la sempiterna mesa de escritores jóvenes, quizá porque también allí se requería cierta antigüedad. Pero bien, en 1999 formé parte finalmente de una mesa redonda. Pude comprobar entonces que a la ley número uno de cualquier mesa literaria: “Nadie hablará del tema asignado” se agregaba la ley número dos de la feria: “Nadie en el público sabe muy bien dónde entró”, y a la hora de las preguntas, la ley número tres: “ninguna pregunta es de verdad una pregunta”.
Cuando terminó aquello fui a buscar el stand de mi editorial, porque acababa de aparecer mi segunda novela. Se había formado desde el pasillo una cola larguísima, un tumulto expectante de gente que esperaba con ejemplares de “El Alquimista” a que llegara Paulo Coelho para firmar. Me enteré de que algunos estaban allí desde hacía horas. Me abrí paso como pude entre esa fila, tratando de convencerlos de que no quería colarme, y vi por fin, donde arrancaba la cola, la pila con copias flamantes de mi novela. La gente más adelantada, supongo que también la más fatigada, estaba usando cómodamente esa pila, mis libros, para apoyar los codos. Pensé en pedirles que se corrieran, para dejarme alzar un ejemplar, pero en vez de eso retrocedí, lentamente, hacia la salida. Si no fuera, como soy, un orgulloso ateo, yo también hubiera podido decir que un misterioso escepticismo se había deslizado en mi alma.
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