¿Cuál es tu diagnóstico de la situación de la literatura argentina actual, quiénes son los jovenes autores (con nombres, claro) más destacados, qué les/os interesa, y qué relación tenéis con los maestros del boom?
La narrativa argentina actual es muy diversa y conviven al menos cuatro generaciones, con tendencias estéticas agudamente contrapuestas.
A partir de los años 80 hay un bando dominante en los espacios de poder cultural y en la crítica académica, que trató de instalar un pensamiento crítico único: el desprecio automático por las novelas que proponen una trama (y la celebración automática simétrica de cualquier novela sin trama, como estadio supuestamente superior), el rechazo a las novelas “de ideas” o de personajes, la exaltación de lo fragmentario, lo moroso, lo incompleto, lo paródico, como si fueran por sí mismos atributos de sofisticación narrativa, y la invocación de supuestos “experimentos” del lenguaje, que repiten, entre la ignorancia y la mala fe, el repertorio exhausto de 100 años de modernismo. Los referentes más importantes de este bando son Puig, Lamborghini y César Aira. En particular la literatura de Aira, y sus ideas sobre la felicidad y la liberación creativa del escritor mediocre que ya no necesita preocuparse por escribir obras maestras, dieron lugar a una catarata de novelas una igual a la otra de seguidores más jóvenes que sustituyen la literatura por la libreta de apuntes y toman demasiado en serio la nueva misión de exhibir su intrascendencia. En contraposición, hay también por supuesto escritores que siguen creyendo en la imaginación, en la posibilidad de ir más allá de lo “ya dicho”, y que se plantean todavía el desafío de la originalidad y el programa de escribir una literatura que pueda medirse en sutileza, en complejidad, en ambición, con las grandes obras de cualquier tradición literaria.
A partir de los años 80 hay un bando dominante en los espacios de poder cultural y en la crítica académica, que trató de instalar un pensamiento crítico único: el desprecio automático por las novelas que proponen una trama (y la celebración automática simétrica de cualquier novela sin trama, como estadio supuestamente superior), el rechazo a las novelas “de ideas” o de personajes, la exaltación de lo fragmentario, lo moroso, lo incompleto, lo paródico, como si fueran por sí mismos atributos de sofisticación narrativa, y la invocación de supuestos “experimentos” del lenguaje, que repiten, entre la ignorancia y la mala fe, el repertorio exhausto de 100 años de modernismo. Los referentes más importantes de este bando son Puig, Lamborghini y César Aira. En particular la literatura de Aira, y sus ideas sobre la felicidad y la liberación creativa del escritor mediocre que ya no necesita preocuparse por escribir obras maestras, dieron lugar a una catarata de novelas una igual a la otra de seguidores más jóvenes que sustituyen la literatura por la libreta de apuntes y toman demasiado en serio la nueva misión de exhibir su intrascendencia. En contraposición, hay también por supuesto escritores que siguen creyendo en la imaginación, en la posibilidad de ir más allá de lo “ya dicho”, y que se plantean todavía el desafío de la originalidad y el programa de escribir una literatura que pueda medirse en sutileza, en complejidad, en ambición, con las grandes obras de cualquier tradición literaria.
Entre los autores destacados de mi generación mencionaría a Pablo de Santis. Entre los más jóvenes el nombre para mí más interesante y promisorio es el de Samanta Schweblin.
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