El nombre de Roberto Cignoli lo escuché por primera vez en Bahía Blanca, ya entre signos de admiración, cuando me decidí a intentar un posgrado en Lógica matemática. Me hablaron de su participación sobresaliente en el grupo que había creado Antonio Monteiro en la Universidad Nacional del Sur, de sus trabajos pioneros en lógicas polivalentes, y de su inminente regreso al país con el fin de la dictadura militar (había debido exiliarse en Brasil porque mientras estudiaba en el exterior le quitaron su cargo en Bahía Blanca). Supe poco después que, con la asunción de Alfonsín, había decidido radicarse finalmente en Buenos Aires, para poner en marcha junto a otros profesores la ESLAI, la primera escuela latinoamericana de informática. Esto me decidió a pedir una beca que me permitiera a mí también establecerme en Buenos Aires para estudiar bajo su dirección. La primera vez que lo vi fue en su pequeña oficina de Ciudad Universitaria; tendría entonces unos cuarenta y siete años, el pelo ya canoso, y recuerdo sobre todo que cuando me abrió la puerta, con un cigarrillo en la mano, había en su escritorio más humo y papeles que en un comité revolucionario. Debía escribirme un pequeño texto para lo que sería mi plan de estudio y lo hizo delante de mí: con su letra manuscrita muy pequeña empezaba una y otra vez cada frase, y tachaba y reescribía mientras encendía un cigarrillo tras otro. Me pareció en ese momento una persona reconcentrada, silenciosa, pero que podía también ser imprevistamente cordial, sobre todo cuando me habló de profesores y amistades de Bahía Blanca, que recordaba con humor y cariño, quizá porque había pasado parte de su juventud allá.