El nombre de Roberto Cignoli lo escuché por primera vez en Bahía Blanca, ya entre signos de admiración, cuando me decidí a intentar un posgrado en Lógica matemática. Me hablaron de su participación sobresaliente en el grupo que había creado Antonio Monteiro en la Universidad Nacional del Sur, de sus trabajos pioneros en lógicas polivalentes, y de su inminente regreso al país con el fin de la dictadura militar (había debido exiliarse en Brasil porque mientras estudiaba en el exterior le quitaron su cargo en Bahía Blanca). Supe poco después que, con la asunción de Alfonsín, había decidido radicarse finalmente en Buenos Aires, para poner en marcha junto a otros profesores la ESLAI, la primera escuela latinoamericana de informática. Esto me decidió a pedir una beca que me permitiera a mí también establecerme en Buenos Aires para estudiar bajo su dirección. La primera vez que lo vi fue en su pequeña oficina de Ciudad Universitaria; tendría entonces unos cuarenta y siete años, el pelo ya canoso, y recuerdo sobre todo que cuando me abrió la puerta, con un cigarrillo en la mano, había en su escritorio más humo y papeles que en un comité revolucionario. Debía escribirme un pequeño texto para lo que sería mi plan de estudio y lo hizo delante de mí: con su letra manuscrita muy pequeña empezaba una y otra vez cada frase, y tachaba y reescribía mientras encendía un cigarrillo tras otro. Me pareció en ese momento una persona reconcentrada, silenciosa, pero que podía también ser imprevistamente cordial, sobre todo cuando me habló de profesores y amistades de Bahía Blanca, que recordaba con humor y cariño, quizá porque había pasado parte de su juventud allá.
Desde ese primer día, y para siempre, fue para mí “el doctor Cignoli”: nunca logré, como otros de sus alumnos de doctorado, pasar a llamarlo “Roberto” o tutearlo en algún momento. Recuerdo también que me aconsejó elegir las materias de posgrado en áreas diferentes y apartadas de la Lógica: creía que la formación matemática debía ser lo más amplia posible, para adquirir herramientas que pudieran transportarse de un campo a otro y una visión integral de ejemplos y asociaciones. De a poco me fui enterando de su propio registro como matemático: de su colaboración con Mischa Cotlar y su libro conjunto sobre Análisis funcional, de sus trabajos e interés sobre los espacios de Hilbert en la lógica de la Física cuántica y, más tarde, de su incursión en las entonces novedosas dualidades topológicas de Hilary Priestley. Su especialidad, dentro del campo de la Lógica, y como continuador de la escuela de Antonio Monteiro, fue el Álgebra de la Lógica. De la misma manera que la lógica matemática binaria puede formalizarse y estudiarse a partir de las llamadas álgebras de Boole, él desarrolló estudios algebraicos similares para diversas clases de lógicas no clásicas (lógicas polivalentes de Lukasiewicz, lógicas de Brouwer, lógicas de Heyting). Pero luego sus intereses se diversificaron, y colaboró en trabajos con otros lógicos de todo el mundo como Daniele Mundici, Xavier Caicedo, Hilary Priestley, o Don Pigozzi.
Desde su primer año en Exactas puso en marcha un seminario de Lógica matemática que fue posiblemente el más perdurable del Departamento, y que sostuvimos a lo largo del tiempo sus alumnos sucesivos y también algunos profesores de La Plata, como Marta Sagastume y Adriana Galli. Dentro de ese seminario estudiamos Teoría de modelos, Teoría axiomática de conjuntos, Equivalencias del axioma de elección, los teoremas de Cohen de independencia del continuo, Cálculo lambda, los teoremas de incompletitud de Gödel, y muchos otros temas. Fue un paciente formador de alumnos y para todos tenía siempre tiempo, consejos y atención. Los que primero se destacaron por sus trabajos fueron Daniel Gluschankof (que murió muy joven en un accidente), Diego Vaggione, y Alejandro Petrovich, pero a lo largo del tiempo Cignoli contribuyó también en la formación de investigadores de Ciencias de la Computación, como Ricardo Rodríguez o Verónica Becher. Todavía más aquí, otros de sus discípulos fueron Rafael Grimson, Héctor Freytes y -una de sus alumnas más brillantes- Manuela Busaniche, con la que trabajó hasta, literalmente, el último día de su vida. 
Hay una clase de matemáticos, unos pocos en cada área, que parecen absorber todo el conocimiento de una época, y que llevan en sí, mientras viven, el plano maestro del laberinto de bifurcaciones, referencias, ejemplos y contraejemplos de casi cualquier teoría o ejemplo que se les someta a prueba. Cignoli era sin duda esa clase invalorable de “magneto”, de formidable punto de acumulación, no sólo para los lógicos argentinos, sino para sus colegas de todo el mundo. Uno de ellos, Daniele Mundici, peregrinaba desde Italia todos los años para trabajar con él y se convirtió en uno de sus mejores amigos. Juntos recorrían a pie todo Buenos Aires mientras discutían teoremas y teorías. Ya Cignoli había dejado el cigarrillo después de una serie de muertes por cáncer de pulmón que se llevó a varios matemáticos de Exactas en un solo año, y Mundici era su acompañante ideal de caminatas: una vez quisieron poner a prueba la longitud de la calle Rivadavia y arrancaron desde Plaza de Mayo hasta llegar al fin de la numeración, en Moreno, 35 kilómetros después.
Cignoli tenía, además de sus talentos matemáticos, también un curioso don político que a mí me sorprendía e intrigaba, porque no parecía manifestarse en su manera medida de opinar, ni en su discreción siempre respetuosa. Jamás hablaba con él de estos temas, pero cada tanto me llegaban noticias de su desempeño -y aún de ciertos duelos de esgrima- en consejos directivos, en el Conicet, y en los ámbitos más importantes de la política académica y científica. Fue también, con iguales medidas de paciencia, malabarismo y diplomacia, director durante varios años del Departamento de Matemática.
En algún momento se enteró de mis inclinaciones literarias, pero se tomó la publicación de mis primeros libros con simpatía y generosidad, sin hacerme nunca reproches por mi particular división del trabajo. Cuando publiqué mi libro Borges y la matemática se lo dediqué a él: ya me estaba convirtiendo de a poco en su alumno descarriado, y dejé la Universidad, aunque no del todo la matemática, pocos años después. Desde entonces perdí un poco el contacto. Escribí todavía un libro junto con Gustavo Piñeiro, Gödel (para todos), que también le dediqué, porque le debe muchísimo, sino todo, a sus seminarios y enseñanzas. Lo vi después en algunos homenajes, y casi por última vez en su conferencia de ingreso a la Academia de Ciencias.
Supe hace un tiempo que no estaba bien de salud, pero fui demorando una visita porque quería llevarle terminado un resultado que desde hace años tratamos de cerrar con Gustavo Piñeiro, para poder charlar como antes, sobre todo de matemática. Fue un error, que lamenté muchísimo cuando me enteré de su muerte. Algo me reconfortó, igualmente, y fue saber que murió durante el sueño y que hasta el día anterior, con su lucidez intacta, había estado corrigiendo un trabajo junto a Manuela Busaniche, la última de sus alumnas.
Fue un matemático extraordinario, pero además -por su honradez, por su equilibrio, por su paciencia- posiblemente uno de los treinta justos, y un maestro incesante.