Siete problemas de la traducción literaria (Seminario sobre la traducción en la Boston University, abril 2020)

Siete problemas de la traducción literaria


(Charla para el Seminario sobre traducción de la Boston University, abril 2020, junto a Alberto Manguel y Alicia Borinsky)

Publicado en forma resumida en Revista Ñ, agosto 2020, con el título "Siete dilemas de la traducción".

 

Me propongo apuntar aquí -con mi muy breve experiencia como traductor de un par de novelas- pero  sobre todo como lector durante toda mi vida de numerosísimas traducciones, algunos de los peligros, problemas y dilemas de la traducción literaria.

 

Primer problema: La simplificación conceptual.

   La traducción de una frase lleva en sí dos momentos: uno íntimo de reconocimiento del concepto principal, lo esencial de lo que “se quiso decir”, el sentido lato, desnudo de matices, de sutilezas y de la complejidad literaria propia que intentó el autor, y un segundo momento de reconstrucción, la  traducción propiamente dicha, en que el traductor debe arreglárselas para reponer, hasta donde le sea posible, esos matices y complejidades que son la forma literaria propia de la frase en el idioma original.

   Un error recurrente en las traducciones, el más burdo, es conformarse con el concepto desnudo, en su expresión más llana y obvia, sin prestar atención a la forma literaria en que el autor formuló ese sentido. Esto equivaldría a que alguien, después de leer una larga ecuación poblada de símbolos, infiriera el valor de la incógnita y adujera: “Ah, pero si finalmente quería decir esto”. La simplificación conceptual, que podría valer en matemática, es fatal para la literatura: la traducción debe ser más bien otra larga ecuación, de complejidad similar a la original y no simplemente el resultado.

   Pero aún cuando los traductores se propongan  recobrar uno por uno los atributos de la frase original, hay una segunda cuestión que deben tener en cuenta: la frase no es sólo aquello que el autor escribió, sino también –y a veces, sobre todo- lo que dejó de lado, las opciones fáciles que prefirió descartar, los lugares comunes que evitó con esa frase, la palabra que prefirió no utilizar porque daba un registro demasiado “alto” o demasiado “bajo”, por fuera de su recorte personal del diccionario. Uno de los desánimos más frecuentes de un autor es reencontrar en la traducción esa solución obvia que él había enviado mentalmente –y creía para siempre-  a la papelera.

   De modo que el traductor debe desarrollar una afinidad, una clase de telepatía con el mundo lingüístico, de imágenes, de sensibilidad, del autor que traduce, para tener en cuenta cada vez no sólo lo que ese autor dice efectivamente, sino lo que nunca diría.

  

Segundo problema: La difícil proeza de dividir por dos

   Hay un consenso bastante extendido (con el que yo tengo algún disenso) de que el español sería un idioma más elástico que el inglés en cuanto a la posibilidad de elongaciones, subordinadas, y frases que pueden alargarse indefinidamente. La estructura supuestamente más rígida del inglés indicaría entonces que algunas frases que se extienden demasiado del castellano conviene cortarlas en dos. El problema aquí es que una frase  –si el escritor es lo bastante riguroso- tiene algo de organismo viviente, de unidad de sentido, y el traductor debe operar entonces con el cuidado extremo de un cirujano para que, al amputar, se obtengan dos nuevas frases todavía vivas, y no, como ocurre demasiadas veces, una muerta y una agonizante.

 

Tercer problema: La “sobriedad” Twain-Hemingway-Carver

   Alguna vez leí, aunque ya no recuerdo dónde (quizá en algún ensayo de Borges), que la literatura norteamericana se había visto en sus orígenes en la disyuntiva de seguir la rama Nathaniel Hawthorne-Henry James (en cuanto a la complejidad de las frases) o bien la rama Mark Twain. Y que había predominado, como manual de estilo, la línea Mark Twain,  continuada luego con la sequedad Hemingway-Carver.

   Muchas veces pareciera que los traductores tienen el afán, la tentación interna, de llevar el original, en cuanto a estructura de las frases y formas de adjetivar, a cumplir con ese manual inconciente de transparencia, frases cortas y sobriedad asimilado como “buena prosa literaria”, que quizá el original trata justamente de evitar. Si el modo distintivo de un autor en español es la frase larga, compleja, “jamesiana”, el traductor debería recordar que también Henry James era a su manera norteamericano, y que su solo nombre  da tradición y amparo suficiente para intentar en inglés frases de cualquier complejidad que sea necesaria.

 

Cuarto problema: ¿“Ayudar” o no ayudar al autor?

Recuerdo que hace un par de años, en otra jornada universitaria sobre la traducción, escuché entre los invitados extranjeros a una traductora que contó a su turno, con una franqueza un tanto escalofriante, que era usual para ella y para los traductores de su país, “ayudar” a los autores. ¿Qué significaba esto? Que si un autor usaba lo que se considera una mala palabra, ellos se ocupaban de atenuarla o suprimirla, para “no dejarlo mal parado”. Aunque esto podría parecer un caso extremo, hay muchas veces en que el traductor también quiere ayudar al autor, agregando a veces, para “clarificar al lector”, el nombre completo de un personaje histórico que el autor cita sólo por el apellido, explicando de más lo que el autor quiso explicar de menos, etc. El autor agradecerá, por supuesto, que el traductor lo ayude en detectar incongruencias, o errores que se le pueden haber pasado, en verificar fechas y referencias históricas o científicas, etc. Pero difícilmente apreciará una sobreexplicación de su texto, o que se atenúe y “purifique” su vocabulario.

 

 

Quinto problema: Aversión a las notas al pie

Hay otro acuerdo casi unánime, y que tampoco comparto del todo, en considerar que una buena traducción debe prescindir todo lo posible de las notas al pie: las notas al pie serían interrupciones molestas que quiebran el ritmo de la lectura, y el traductor debe encontrar soluciones astutas al correr del texto para intercalar todo aquello que permita evitar este último recurso indeseable. Por supuesto que sería bastante horrible encontrar en la traducción de un texto propio una profusión de llamadas intercaladas al estilo de lo que ocurre en ese cuento famoso sobre la traducción de Rodolfo Walsh (llamado justamente “Nota al pie”). Pero muchas veces, también en el esfuerzo de insertar la aclaración en el texto puede quebrarse la fluencia, el sentido, y la gracia de la frase. A mí personalmente me gusta encontrar en una nota al pie, por ejemplo, la explicación de un juego de palabras que se pierde en la traducción, o una observación de contexto que para el lector del propio país o del propio idioma es obvia, pero para el lector de otro distinto no. Esto, lejos de distraer de la narración, permite adentrarse más en comprender el contexto propio, la atmósfera y el mundo también ajeno y distinto en que se desenvuelve el idioma.

 

 

Sexto problema: La traducción del slang

¿Cómo traducir la jerja de la calle, o insultos localísimos? La solución de reemplazar un insulto en el original por su equivalente en el slang del idioma de traducción, aunque pueda parecer la más razonable, da de inmediato una sensación de falsedad y en general arruina la atmósfera lingüística en que se desarrolla el texto. El insulto, por “naturalismo”, quiebra el relativo distanciamiento que sostiene al texto traducido en un limbo entre dos idiomas para sumirlo en lo local. De aquí que suene en general inverosímil. Del mismo modo que sabemos que los ingleses o norteamericanos no dirían “boludo” ni menos “gilipollas”, y sentimos un rechazo instantáneo a una línea traducida de diálogo donde aparezcan estas palabras,  los ingleses tendrían también fuertes sospechas si encontraran en un libro traducido que barrabravas argentinos insultan con un slang copiado idénticamente de los hooligans.

   ¿Cuál sería una solución alternativa? La de usar insultos que suenen más neutros, abstractos. Que den el “tono musical”, la pista de un insulto, de manera que se decodifiquen como insultos, sin quebrar el relativo distanciamiento del registro principal. Por ejemplo, se suele usar en español, como traducción neutra de “fucking”, el adjetivo “maldito”, un comodín que vale por un insulto a imaginar.

 

Séptimo problema: ¡No parece una traducción!

   Muchas veces, demasiadas, escuché como criterio de excelencia de una traducción que el texto traducido debe sonar y leerse como si hubiera sido escrito originalmente en el segundo idioma: “¡No parece una traducción!” sería el elogio non plus ultra que puede hacerse de una traducción, como si el traductor ideal debiera ser un artista del escapismo que no deja rastros de sus esfuerzos y se esfuma inadvertido.

   Sin embargo,  otra vez aquí disiento. Me parece mejor, al leer una traducción, ver algo del fantasma del idioma original a través, y forzar si es necesario incluso un poco el vocabulario y la gramática del idioma de llegada para que en la lectura se perciba sutilmente también algo del idioma de partida, como un eco o una marca de agua.

   Las mejores traducciones que recuerdo del inglés amplían el castellano, no transcurren exactamente en el idioma “actual”, en el registro más contemporáneo, sino que acuden sin culpa a esta clase de experimentos, y ligeros anacronismos. El idioma de la traducción es un idioma más benévolo, permisivo y amplio que el que usaríamos para escribir nuestros propios libros. Y está bien que así sea, porque debe alojar algo de dos mundos.

 

   Para terminar, y para que no se interprete lo anterior como un libro de quejas contra los traductores, diré que, salvo en un caso, que fue una excepción desgraciada, tuve muy buenas experiencias con casi todos mis traductores. Alberto Manguel, para mi fortuna, tradujo mi cuento Infierno grande y muy recientemente, en una versión impecable, mi última novela, Los crímenes de Alicia.

  Pero también quisiera mencionar -y agradecer- a Andrea Labinger, que tradujo varios de mis cuentos y mi libro Borges y la matemática, (para el que se procuró un asesoramiento muy riguroso sobre la terminología matemática en inglés); a Angelica Ammar, que hizo traducciones al alemán muy conscientes y precisas de casi todos mis libros; a Branko Andjic y su esposa recientemente fallecida Liliana Popovic, por las traducciones al serbio; y a mi excelente ex alumna de Virginia -y ahora profesora- Alexa Hansinger Jeffres, que tradujo con un trabajo absolutamente minucioso y paciente dos de mis cuentos más recientes.