La parte profunda, de Brenda Becette


LA PARTE PROFUNDA


Brenda Becette
I
El bautismo de Antonio fue mi excusa para reunirlos. Ellos creen que volví a ser el católico de mi infancia, en un ataque de regresión geriátrica. No es así; sé que después de morir no hay nada. Esto es todo lo que se puede esperar, no más que la vida encarnada en este cuerpo, ahora tan frágil, que cuidé con dietas engañosas y rutinas agobiantes para alejarme del fantasma oscuro de la vejez. Corría cada mañana, de siete a ocho. Dos veces por semana, al gimnasio. Y a escondidas en el baño (sigo siendo un hombre de antes de los años ´60) hasta masajeaba la piel curtida de mi cara con una crema antiarrugas. Estos pequeños actos de autoprotección se habían convertido en rituales. Me gustaba esa juventud extendida, en una zona de indefinición a la que me avenía –no lo niego- con vanidad. Pero la enfermedad me desterró sin piedad.  Mi aspecto se deterioró en un par de meses, y la corrupción siguió avanzando hasta la meseta engañosa que precede a la fase terminal. Un proceso en el que fui perdiendo movimientos, la voz, los gestos, pero nunca la lucidez. El infierno de la conciencia enmudecida.
No creo en resurrecciones carnales desde jardines de paz. Ya está el papel firmado en el primer cajón del escritorio: quiero una cremación limpia. La crepitación final y punto, no más que cenizas leves en una cajita de madera, y que las hagan volar mis hijos en la costa ventosa que crucé con el velero cada verano. Pero les dije –en realidad, le balbuceé a Mónica cuando ella todavía podía entenderme- que quería que bautizaran a Antonio antes de que yo los dejara. En una reunión grande, con música y asado. Una de esas fiestas en donde todos estén obligados, por última vez, a mostrarse felices.
II
Mi mujer me trae una pajita y la seven up, que me revive en este enero quemante. Se va enseguida, la pollera de colores flamea mientras persigue a mi nieta Lola, que es su favorita. Mónica todavía es joven, tal vez vuelva a casarse después de que me muera. Hasta podría tener el hijo que siempre quiso.  
Sigo al sol, sin sombrilla y con el placer de dejar que mi piel se abrase; lo único que puedo experimentar con la voluptuosidad de antes es la temperatura. La del verano, la frescura de la gaseosa. La tibieza del abrazo forzado de mi nieto, que todavía es muy chiquito. De la percepción de los olores, de los sabores, no me queda casi nada. Y sólo tengo un oído, aunque todavía bastante aguzado, como confirmo ahora. Escucho que alguien viene desde la izquierda. Inclino mis párpados y veo de refilón a Melina, mi hija menor, que está subiendo a la glorieta. Me mira apretando los labios, y el mentón se le arruga de esa manera que conozco, en unas curvas que parecen jeroglíficos sumerios. Está aguantando el llanto. Cuando se da cuenta de que la estoy mirando de costado como un pájaro, abre los ojos muy grandes para que no se caigan las lágrimas. Trata de sonreír, pero ya noté el esfuerzo.
- Vamos a comer el postre, papá.
III
Tendido de espaldas sobre una lona gruesa, recién termino con los ejercicios de estiramiento. Quedé jadeante y dolorido. Debo practicarlos todas las mañanas; Mónica me obliga y me guía, paciente. Es una batalla que finalmente voy a perder, pero hago el esfuerzo porque a continuación, por unas horas, logro recuperar algunas funciones básicas. Puedo caminar un rato casi sin esfuerzo, puedo estirarme y girar,  e incluso vuelvo a realizar actividades de motricidad fina con las manos, algo que mi mujer aprecia muchísimo cuando nos vamos a dormir la siesta. Es un retorno transitorio del tono muscular, hasta el entumecimiento creciente que comienza en la tarde y termina con el desmoronamiento de las últimas fuerzas por la noche.
Vuelvo a resoplar con alivio y miro hacia adelante. Admiro el pasto fragante, cortado al ras; éste es mi horizonte. Está muy verde y parejo. Es una apretada selva de juncos paralelos en la panorámica microscópica de mi jardín. Las hormigas voladoras se ven como fieros pterodáctilos, que Antonio -un tiranosaurio simpático y rollizo- trata de meterse en la boca.  Pronto va a gatear más rápido que yo sobre el colchón de grama. Le pido a Mónica que me ayude a incorporarme, y quedo sentado en la reposera de lunares anaranjados, que detesto.
- Buen día Lucio. Linda la mañana, ¿no? -  me saluda desde lo alto de la medianera Julián, mi vecino. Este mes le toca a él recortar la ligustrina.
A Julián lo conocí ya separado. Debe andar por los cuarenta y cinco, no más. No tiene pareja, ni tampoco hijos. Ni siquiera un perro. Aparece a distintas horas del día deambulando por el jardín, hasta en invierno. Saca fotos de los atardeceres y de los jilgueros que viven en mis árboles. Eso es lo bueno de no vivir en un barrio cerrado, aún podemos ver cómo se hunde el sol en el horizonte abierto del oeste. Mi vecino termina el día fumando, en una última caminata circular a través de su pasto reseco. Sostiene con los dientes lo que le queda del cigarrillo encendido, arruga el ceño impostando concentración y mueve con grandes ademanes las pocas plantas que tiene pegadas a la ligustrina. Es indudable que mi mujer lo fascina. Él trata de disimularlo, pero no puede dejar de seguir los movimientos de Mónica por nuestro parque. Siempre se las arregla para estar por la zona del muro lindero, y sus  ojos se desvían como el imán de una brújula hacia ella. Como si la estudiara con algún fin, y tuviera que aprovechar esos minutos disponibles para pronosticar sus movimientos de satélite.
IV
Una pileta propia debería ser un derecho universal. Es uno de los placeres más simples y completos que conocí. Piscinas, albercas, natatorios de concreto; lo más grandes que se pueda. Por supuesto que ésta me costó una fortuna –tiene catorce metros de largo por siete de ancho- pero vale cada mililitro. Todavía puedo hacer la plancha mirando las constelaciones. Espero la disolución de mi cuerpo en granos minúsculos para formar parte del próximo big bang. Ante la muerte inminente, me consuela pensar que mi materia atómica es el polvo que vuelve al polvo, o, en realidad, partículas de estrellas que vuelven a las estrellas. Es que los humanos somos extraterrestres, ya lo dijo Carl Sagan. Somos la raza que vino del espacio.
V
Mi hijo Pedro me recuerda a una hiena. No solo quiere que le entregue su parte de la empresa, sino que además lo designe ya mi sucesor, también director general y en cualquier momento emperador de las Américas. Yo, a pesar de todo, sigo acá. No creo que mi hijo necesite dinero solamente por mi nuevo nieto. Lo veo nervioso, siempre a punto de pegarle a su mujer, que lo exaspera. Nunca pude conocerlo realmente, no sé cómo llegar a su alma endurecida, cómo atravesar su psiquis enmarañada. No sé qué le pasó, ni cuándo, si es que algo le pasó. Los dieciocho años suelen ser el quiebre para la salud mental, pero ya desde chico su madre y yo tuvimos que lidiar con sus ataques de furia; nos llamaban del colegio por peleas a las trompadas, o por esas palabrotas garabateadas en las paredes del patio. Ése es el misterio de la procreación: el hijo no deja de ser un extraño.
VI
La que me lleva al hospital para hacerme los controles es siempre Melina. Ella me abraza y me consiente como a un chico; me cuida con una especie de fervor religioso. Veo su miedo a perderme, y descubro que ese miedo no se debe solamente al amor hacia su padre. Intuyo un principio de vacío, un hueco allí donde deberían figurar sus planes, sus anhelos. Por ahora, ese espacio es el que estoy ocupando yo. Mi condición de enfermo terminal va llenando su agenda de modo inexorable y absorbente: cada actividad, consulta médica o paseo por el parque para tomar el sol de la tarde cae en su casilla correspondiente. Su trabajo en la empresa familiar le permite salir para acompañarme y también le daría el aire para sus emprendimientos, si los tuviera. No sé si habrá pensado en tener una familia propia. Una única vez trajo a ese novio. "Papá, éste es Manuel -me dijo esa vez, con la cara muy colorada y tartamudeando un poco - Hace seis meses que salimos juntos". Seis meses, y recién lo presentaba. Le pregunté al chico de qué vivía. Me contestó que trabajaba en un banco -un administrativo-, pero lo suyo era tocar el bajo en una banda. Yo no pude más que levantar las cejas. Qué podía responder. Por suerte, el pretendiente no volvió nunca más; por alguna razón, Melina tampoco trajo a ningún otro.
VII
Sigo sumergido a medias, desplazando un poco las manos y los pies, como cuando era muy chico y mi padre me enseñaba a nadar. Mover las manos como si fuera un mago del agua, “abracadabra”, hacer la pantomima de pedalear una bicicleta, y luego la patada del motorcito. La frescura del agua me revive, me levanta unos centímetros por sobre la espesura enferma en la que paso los días.
Al levantar la cabeza escucho con mi oído izquierdo un ruido en el pasto, detrás de mí, pero no puedo girar lo suficiente para ver. Debe ser Melina, me va a retar porque me metí solo. Pero no hay voz. No sé quien se acercó, y no puedo más que respirar agitado. Acabo de darme cuenta de que, sin notarlo, ya crucé a la otra mitad de la pileta, la parte profunda. Trato de evolucionar en una forma muy lenta, para rotar los ciento ochenta grados que necesito y ver quién está ahí, en silencio. Mi primer impulso fue pensar en Roque; todavía no me acostumbro a la muerte de mi perro. Será Mónica, tal vez… De un tirón, trato de girar la cabeza y entonces pierdo mi equilibrio delicado, chapoteo desesperado, quien sea que esté junto a la pileta tendría que venir a ayudarme ahora. Pero no se mueve. No puedo mantenerme a flote, ya me está entrando el agua por la nariz. Pataleo con frenesí para volver a elevarme hasta la superficie. Escucho otra vez ese siseo resbaladizo, el de unos pies rozando la grama. Quien sea que estuviera ahí, ahora se está yendo, sin una palabra. Tengo que mantener la calma pero no puedo volver. Dónde está el borde, dónde la escalera, tengo que mover las piernas y los brazos, lo que pueda, tengo que hacer un esfuerzo y no respirar para no tragar más agua, pero es demasiado para mi cuerpo devastado.
-¡Papá! – escucho el grito de Melina, y el splash del salto casi al mismo tiempo. Trata de levantarme pero mi cuerpo está en posición vertical, hundiéndose como un buque en picada. Con angustia me doy cuenta de que mi peso inerte la arrastra también a ella hacia el fondo. El miedo de ahogarla me da la fuerza súbita para un último empujón, y milagrosamente las piernas me responden; así gano la distancia hasta una de las paredes donde ella puede afirmarse en el borde con una mano, y sostenerme a mí con la otra.
Ahora estamos afuera, a salvo, y ella me está gritando, muy alterada. Cómo me escapé para nadar solo, que yo sé que no estoy en condiciones. Tiene razón, por supuesto. Aunque yo solamente puedo pensar en la persona que me observaba -¿quién?-, esperando mi muerte.

VIII
Mi domingo de “resurrección”. Luego de la iglesia, la celebración del bautismo es en el jardín.  Alguien invitó a Julián, el vecino. Es la primera vez que lo veo adentro de mi propiedad.
Mientras estamos terminando de comer el asado, Pedro se pone de pie.
- Papá, gracias por este momento – se lo ve torpe y en un estado insólito: emocionado – Te queremos.
- A tu salud mi amor, que sigas luchando para vivir más y mejor– Mónica levanta la copa y todos la imitan. Tiene lágrimas en los ojos. Mis hijos y mi nuera, también. El vecino me hace un guiño y un gesto con la copa: "A su salud".
Antonio está en el piso, cerca de mi asiento, y levanta una pelota. Me la tira hacia el pecho con toda la fuerza infantil de sus brazos regordetes. No estoy preparado para el golpe y caigo hacia atrás en la silla. Desde el suelo, miro a uno por uno. Se hace un silencio eterno de dos segundos. Empiezo a incorporarme y todos se ríen a la vez, como si estuvieran aliviados. Ninguno se delata.