Publicado en Clarín, 2004.
Una manera superficial de hablar sobre nueva narrativa argentina es hacer el recuento de los escritores que están, o de los que aparecen, en busca de improbables líneas o forzadas afinidades generacionales, sin preguntarse por qué están los que están, o cómo aparecen los que aparecen. ¿Cuáles son, hoy en Argentina, los modos principales que permiten publicar por primera vez? Desde los años 90 hasta aquí sólo veo tres. El primero y más corto es la vinculación laboral directa con editoriales, el editor que deviene escritor. El segundo, apenas más largo, es el ejercicio del periodismo cultural en algún medio importante. Un método que parece particularmente prolífico: hay incluso un diario en el que todos sus colaboradores son, o creen que son, escritores y se elogian unos a otros. ¿Pero qué le queda al escritor que no está “adentro”, que no es amigo de editores y que tampoco es periodista, sino sólo escritor, escritor a secas? Le quedan los concursos literarios. Despreciados o puestos en duda, y con todas sus posibles fallas y abusos, el mecanismo de los premios literarios es mucho más justo, abierto y democrático que la circulación de favores y favoritismos en el mundo cultural. Si los jurados son rigurosos y honestos, es lo que más se parece al referato internacional de las revistas científicas. Publiqué mi primer libro gracias a un premio y muchos otros escritores como Castillo, Denevi, Blaisten, Nielsen, Chernov, Brizuela, Cross, Mairal, fueron descubiertos a partir de certámenes literarios. La publicación, ahora, de las novelas de Reyna Carranza y Vicente Muleiro, finalistas del último premio Planeta, y nuevos nombres como Pablo Ramos o Samanta Schweblin muestran, por la diversidad de estéticas, qué variado puede ser lo que no estaba y cuánto queda por aparecer desde “afuera”.
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