Publicado en La Nación, en la sección Pasiones privadas con el título Un paraíso de polvo de ladrillo, 2007.
Empecé a jugar al tenis a los doce años en el Club Universitario de Bahía Blanca. Mi hermana, que tenía catorce, y yo, éramos los únicos dos chicos en ese club de profesores y estudiantes universitarios. Ya desde la primera clase el profesor nos advirtió que deberíamos pasar una larga temporada en el frontón antes de acceder a esa tierra prometida, a la vez tan próxima y tan lejana: dos canchas de ladrillo un poco maltrechas, apenas resguardadas de los vendavales bahienses por un cerco de ligustros donde quedaban atrapadas, hinchadas de humedad, las pelotas que traspasaban los agujeros del alambrado.
En puntas de pie yo espiaba sobre el cerco los desplazamientos asombrosos de los jugadores, el jeroglífico del saque, la manera displicente con que alzaban la pelota entre la punta del pie y la raqueta, y volvía a practicar mis golpes en el frontón con la constancia y disciplina de un aprendiz de samurai. La fe en mi maestro, sin embargo, pronto empezó a declinar: sabía que había llegado a jugar en segunda categoría, pero enseguida me enteré de que en el tenis, a diferencia del ajedrez, había también una categoría intermedia, por lo que tuve que rebajarlo mentalmente un escalón. Nos había enseñado unos golpes planos: un revés enrollado y un drive con un balanceo de péndulo, pero yo empezaba a saber, por las primeras noticias que llegaban de Vilas y Borg, que el mundo estaba girando al topspin, y no me daba la impresión de que mi profesor se hubiera enterado.
Un día, de pronto, dejó de enseñar, y nos enteramos de que el club no buscaría reemplazante. Por semanas, o meses, yo seguí aferrado a esa práctica inútil en el frontón, golpeando la pelota contra la pared para perfeccionar ese estilo anticuado, con un empeño sin esperanzas que visto desde afuera seguramente resultaba patético. Entonces ocurrió el pequeño milagro: los jugadores habituales del club se compadecieron de mí y me invitaron a pelotear en la cancha con ellos, entre partido y partido. Uno de ellos, Jorge Paso, se convirtió espontáneamente en mi entrenador y en unos pocos días me hizo cambiar toda la técnica: él había copiado su revés del de Guillermo Vilas, y también yo empecé a practicar ese giro agazapado de medialuna hacia atrás y topspin, con la terminación de la raqueta bien alta.
En pocos meses empecé a jugar torneos: tanto los de categorías como por edades. La zona de menores correspondiente a mi ciudad era toda la Patagonia y me tocó jugar en primera ronda con un zurdo de Rawson que medía el doble que yo y que me ganó en algo así como quince minutos por 6-0 y 6-1. El abismo físico que me separaba de los chicos de mi edad, (y del que ya había tenido las primeras señales amargas cuando practicaba natación) no dejaba de reproducirse en el tiempo. Si a los once había tenido la altura de un chico de ocho, a los trece tenía la altura de un chico de diez. Mis padres hicieron una consulta con un traumatólogo que nos miró a los tres divertido desde su altura de gigante: (mi padre medía 1,63, mi madre no llegaba a 1,60). Sugirió que esperáramos un poco más, a que yo cumpliera los catorce.
Ocurrió entonces el segundo milagro: crecí hasta un metro setenta y en un pequeño raid triunfal gané mis primeros torneos locales. Mi entrenador convenció entonces a mis padres de que debían asociarme al club La Sportiva, donde practicaban los mejores jugadores de la ciudad. Fue para ellos una decisión difícil: la cuota era alta, los dos habían sido echados de la universidad por la dictadura, y ese club era hasta cierto punto un símbolo de la clase de elitismo a la que siempre se habían opuesto. Sin que todavía lo supieran, otra pesadilla se avecinaba para sus bolsillos: yo empezaba a romper mis primeras raquetas. Aunque ya habían aparecido las Cóndor de metal, casi todos los tenistas jugaban todavía con raquetas de madera. Yo había pasado de las Dunlop, demasiado frágiles, a las Wilson Jack Kramer, pero de todos modos al poco tiempo se fisuraban o se vencían. En épocas familiares todavía más flacas las alterné también con unas raquetas Béliz nacionales bastante resistentes. Fue en La Sportiva donde vi jugar por primera vez a Guillermo Vilas, en un partido de exhibición con el tenista chileno Patricio Rodríguez. ¡Su smash de revés, que sacaba la pelota sobre el alambrado! Allí también, en un Torneo Austral, vi a los números uno y dos del país entre los menores de mi edad: Castellán y el misionero Argüello, que pegaba de derecha y de revés con las dos manos. Y vi, sobre todo, la distancia que me separaba de ellos.
Durante los dos años siguientes casi todo en mi vida fue tenis. Claro que si miro hacia atrás también hice otras cosas (escribí incluso mis primeros cuentos), pero lo que aparece primero, en colores vívidos y vertiginosos, arrasando el resto, es la sucesión de entrenamientos, las horas dentro de las canchas, los viajes a diferentes torneos, la competición cada vez más absorbente. En la época de clases vigilaba desde las ventanas del aula el movimiento de las hojas de los árboles, para saber si el viento me permitiría jugar por la tarde. Durante las vacaciones entrenaba desde las siete de la mañana, justamente, para capturar las horas quietas, con las canchas todavía disponibles. Cuando bajaba el sol corría kilómetros y kilómetros para aumentar la resistencia física y fui también por un tiempo a un gimnasio a levantar pesas. ¡En esa vida anterior tuve músculos!
Llegué a jugar en primera categoría en mi ciudad y llegué también, por una vez, a un torneo nacional de cadetes, en el Buenos Aires Lawn Tennis, donde me demolieron en primera ronda. En otro torneo, alcancé a pelear un tie-break contra Gustavo Luza, quien ya era uno de los mejores juveniles y se convertiría luego en capitán de la Copa Davis. Después entré en la universidad y el tenis fue quedando cada vez más lejos. Volví a jugar con alguna regularidad sólo quince años más tarde, mientras viví en Inglaterra. Por primera vez pisé en Oxford, en otro club universitario, una cancha de césped, y en mi segundo año allí, gané en un sorteo entradas para el torneo de Wimbledon. Vi a Sampras, a Agassi, a Steffi Graf, y vi, como un bonus inesperado, la despedida de Navratilova. El de Navratilova era uno de los primeros nombres que se habían hecho para mí famosos cuando recién daba los primeros raquetazos, en el principio del principio, y el único que quedaba en pie de esa legión que yo había seguido desde la distancia, y en la que habían pasado Vilas, Borg, Clerc, Connors, Mac Enroe, Lendl, Chang, Solomon. En el saludo de ella sentí que también dentro de mí se cerraba un arco.
Me preguntaron alguna vez si el tenis “daba” para hacer literatura. Recordé Theophilus North, la novela de Thornton Wilder donde el protagonista es entrenador de tenis, pero el tenis está curiosamente ausente a lo largo de todo el libro. Recordé la escena tan literaria de la pelota contra la faja en la película Match Point y el desliz, menor pero chocante, de que el supuesto tenista profesional jugara como un novato. Recordé el cuento extraordinario de Daniel Moyano “Una partida de tenis”, y ese otro cuento menor de Salinger, de dos amigas que juegan siempre juntas y aflora la tensión típica sobre quién debe poner las pelotitas. Recordé el folletín Los hechizados y en Ferdydurke, las raquetas que golpean en el vacío y la matanza que desencadena una pelota que revienta en el aire. Pero es verdad que el tenis aparece en general apenas como un escenario estereotipado, donde se divierten con indolencia las clases altas, descrito con cierto automático menosprecio. Y sin embargo, para quien ha jugado en serio, en ese rectángulo fuera del tiempo están todos los elementos de una épica en escala y todas las pasiones de la caldera humana: grandeza, astucia, intuición, euforia, resignación, voluntad, resistencia, cálculo, riesgo. Pero esto, como dice el Kamasutra cuando una posición es difícil de explicar, sólo se aprende con la práctica.
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