Publicado en La Nación, Suplemento de la Feria del Libro, 2005.
Una frase ingeniosa del folklore literario dice que un libro es bueno si tiene cincuenta años. En la versión de Sabato, siempre más drástico, un libro es bueno sólo si tiene cien años. Consultado sobre sus lecturas, Soriano respondió una vez que la vida es corta y los libros son largos, por lo que prefería un Melville seguro a un contemporáneo por probarse. Este amparo en las jerarquías del tiempo y el discreto encanto de parecer desactualizado, son excusas infaltables cuando se debe dar cuenta de la literatura reciente en las encuestas de fin de año: Perdón, no leo autores tan actuales, todavía me falta terminar con ... (Dostoievski, o Stendhal, o Byron). También Borges acepta al tiempo como supremo antólogo: "Podemos conocer a los antiguos, podemos conocer a los clásicos, podemos conocer a los escritores del siglo XIX y a los del principio del nuestro, que ya declina. Harto más arduo es conocer a los contemporáneos. Son demasiados y el tiempo no ha revelado aún su antología."
En mi novela La mujer del maestro, que trata sobre escritores, y sobre las lecciones ambiguas de la literatura, uno de los personajes se rebela contra esta sumisión a los juicios del tiempo. Su argumento principal es de escepticismo. Los juicios del tiempo, los juicios de la posteridad, no son, después de todo, sino los juicios de otros hombres de tiempos por venir. Tener alguna fe en los juicios del tiempo requiere implícitamente una segunda fe, mucho más dudosa: la de suponer que los hombres del futuro serán de alguna forma mejores, o más ecuánimes, o más sabios. Que tendrán balanzas de mayor precisión y podrán revisarlo todo, sopesarlo todo, comprenderlo todo. Que entenderán más y no cometerán arbitrariedades ni olvidos ni errores. Pero del mismo modo, claro, podría ocurrir que entendieran menos. Los tiempos por venir, presiente y declara con amargura este personaje, pueden ser todavía mucho más ciegos y sordos.
Un segundo argumento contra los juicios del tiempo lo da indirectamente el propio Borges en uno de sus ensayos más profundos, en que se pregunta qué es un libro clásico. En su tesis, propone que clásico es aquel libro "que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término." Observa de inmediato que esas decisiones pueden variar según las barreras lingüísticas, las políticas o geográficas y se resigna, de acuerdo a sus conclusiones, a la obligación lógica de poner en duda la perduración indefinida de Voltaire y de Shakespeare. Clásico, concluye, "no es un libro que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con misteriosa lealtad."
Pero entonces, se deduce también de aquí, la simple perduración puede ya no significar nada. No es necesariamente la marca de virtud en una obra, la indicación de tales o cuales méritos propios; puede ser accidental, una matriz afortunada, lo suficientemente "libre" o ambigua para admitir muchas interpretaciones, la fidelidad de un pueblo a un elemento histórico, la repetición ritual de una costumbre, o una acumulación de papers académicos que a nadie le conviene tirar.
Esta indagación de Borges es en más de un sentido conmovedora. Tiene sesenta y tantos años y se percibe en su reflexión el ansia de encontrar algún elemento que le permita anticipar en el futuro la suerte y el alcance de su propia obra. Sus conclusiones suenan curiosamente resignadas, como si no le quedara otro remedio que aceptar los arbitrios del tiempo, y a la vez no tuviera demasiada confianza por sus misteriosas lealtades.
Una imagen todavía optimista de nuestra modernidad nos muestra como enanos que -trepados a los hombros de gigantes del pasado- aún logramos a veces ver más lejos. Confiar en los juicios del tiempo es confiar en hombres sobre cuya altura nada sabemos.
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