Si la mayor felicidad para un escritor, como decía Thomas Mann, es escribir en todas las etapas de la vida, Philip Roth y su álter ego Nathan Zuckerman pueden mirar hacia atrás con el triunfo sereno de haber registrado todo, desde las ansias juveniles y el impulso vitad de Una visita al maestro, hasta la decantación de sabiduría resignada de La mancha humana. En ese espacio de una vida entera, Roth fue consignando también la historia de la estupidez humana, en la muy peligrosa variante norteamericana, desde la época del macartismo hasta la era de la corrección política. Sin embargo, en Roth el énfasis principal no es la alusión política sino el seguimiento íntimo de lo humano, en su comicidad, en sus afanes y desquiciamientos. Roth, más quizá que cualquier otro escritor contemporáneo desde Henry Miller, supo darle al sexo su dimensión extraordinaria como el gran Desordenador. Sus personajes, sea cual fuere su edad, nunca están libres de sus vértigos y abismos.
En cuanto a sus procedimientos, Roth, al igual que John Irving, practica lo que podría llamarse un realismo abigarrado o de saturación. En vez de una selección de detalles “relevantes”, para dar una ilusión de necesidad y forma a los acontecimientos, una multitud de pormenores a cada paso, para dar (otra) ilusión de contingencia, de astucia y excesos en los pliegues y repliegues de la vida. En sus libros siempre parece que sobraran páginas, pero a la vez, por el encantamiento de sus raptos narrativos, también es difícil señalar cuáles deberían quitarse. A pesar de que sus personajes están hondamente sumergidos en la vida, Roth nunca resignó en este vitalismo la reflexión filosófica y su mirada crítica. Quizá porque supo recordar la lección de su señor Ringold: “En la sociedad humana, pensar es la mayor transgresión de todas. El pensamiento crítico… es la subversión definitiva” (Me casé con un comunista).
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