Prólogo (no publicado) para el libro Lógica sin pena de Lewis Carroll.
Publicado en La fórmula de la inmortalidad, 2005 y en Clarín, Revista Ñ, (sin la parte final) con el título Aventuras de una niña bajo tierra, 2010.
Los hechos, los pocos hechos en la superficie de la vida de Charles Dodgson, que llevaría una larga existencia paralela como Lewis Carroll, son bien conocidos. Nació en 1832 en Dadesbury, Cheshire, tercer hijo del párroco de esa localidad. Hasta los doce años no concurrió a la escuela y se educó en el seno de su familia. En 1843 se mudaron a Croft, un pueblito de Yorkshire, donde el pequeño Charles construyó con la ayuda del carpintero del pueblo un teatro de marionetas para representar piezas infantiles escritas por él e inició su enseñanza secundaria en el colegio de Richmond. Era, como todos sus hermanos, zurdo, en una época en que esto se consideraba una tara física, y ligeramente tartamudo. A los trece años reúne en un manuscrito (Useful and Instructive Poetry) una serie de trabajos infantiles que preludian su producción literaria posterior y contienen el núcleo de diversas parodias y juegos de palabras de Alicia. Completa su secundario en la Public School de Rugby, un período sombrío para él: “no puedo decir que haya guardado de mi estancia en Rugby el menor recuerdo agradable”, escribe en sus cartas muchos años después. Sufrió varias enfermedades en esta época, una de las cuales lo dejó sordo de un oído.
La muerte de su madre en 1851, año en que ingresó en el Christ Church College de la Universidad de Oxford, fue para él un golpe durísimo. Y de la muerte del padre, en 1868, escribió treinta años después, “es la mayor desgracia que me haya sucedido jamás”.
Aprueba con éxito sus exámenes, es el primero de su clase en matemática y obtiene un título como Licenciado en Artes en 1854. Se le dan las distinciones de “Master of the House” y de “estudiante Senior” (el equivalente a fellow en otros colleges) que lo convierte en miembro vitalicio de Christ Church. Como ocurría con las posiciones académicas en ese tiempo, su beca dependía de que permaneciera soltero y de que prosiguiera la carrera eclesiástica. Empieza a prepararse para su ordenación como diácono y paralelamente entra en contacto con Edmund Yates, director del Comic Times, donde publica parodias poéticas y algunos cuentos cortos. Le propone al editor varios seudónimos: Dares (primeras sílabas de su pueblo natal), Edgar Cuthwellis, Edgar U.C. Westhall (conformados con letras de su nombre) y las variantes Louis Carroll y Lewis Carroll, a las que llega tomando sus propios nombres Charles Lutwidge, traduciéndolos al latín como Carolus Ludovicus, invirtiéndolos y retraduciéndolos luego al inglés. Yates eligió el último. Y con este alias flamante escribe, para una nueva revista de Yates, diversos poemas cómicos y de nonsense.
En su excelente prólogo a Alice´s Adventures in Wonderland Martin Gardner retrata al Carroll adulto de este modo: “Por casi medio siglo fue residente de Christ Church, el college en Oxford que fue su alma mater. Por más de la mitad de ese período fue un profesor de matemática. En sus clases no había humor y eran aburridas. No hizo contribuciones significativas a la matemática, aunque dos de sus paradojas lógicas, publicadas en la revista Mind, tocaban problemas difíciles que involucran lo que ahora se conoce como metalógica. Sus libros de lógica y matemática están escritos de un modo pintoresco, con muchos problemas divertidos, pero su nivel es elemental y son escasamente leídos hoy.” Dice luego de su apariencia física: “Era buen mozo y asimétrico -dos hechos que pueden haber contribuido a su interés en las reflexiones en el espejo. Un hombro era más alto que el otro, su sonrisa era algo torcida y sus ojos azules no estaban exactamente a nivel. De altura moderada y delgado, caminaba siempre rígidamente erecto y con un paso peculiarmente saltón. Tenía un oído sordo y un tartamudeo que hacía temblar su labio superior. Aunque ordenado como un diácono daba muy rara vez el sermón a causa de este tartamudeo y nunca se propuso para jerarquías superiores. No hay ninguna duda sobre la profundidad y sinceridad de sus creencias en la Iglesia de Inglaterra. Era ortodoxo en todos los aspectos salvo en su imposibilidad en creer en la condena eterna. En política era un Tory, subyugado por lores y ladies, e inclinado a ser snobbish con sus inferiores. Era tan tímido que podía permanecer sentado por horas en una reunión social sin contribuir en nada a la conversación, pero su timidez y tartamudeo “suave y repentinamente se desvanecían” cuando estaba a solas con una niña. Era un solterón quisquilloso, mojigato, excéntrico, maniático y amable con una vida sin sexo, sin acontecimientos, feliz”. Y completa este cuadro apacible citando una frase del propio Carroll: “Mi vida discurre tan extrañamente libre de toda prueba y problema, que no puedo dudar de que mi propia felicidad es uno de los talentos que se me confiaron para mantenerme ocupado -hasta que Él retorne- en hacer algo por la felicidad de los otros”.
En 1855 fue nombrado sub bibliotecario y conoció a las tres hijas del decano de la universidad (Lorina, Alice y Edith), que acostumbraban jugar en un jardín contiguo a la biblioteca. Alice tenía entonces tres años de edad. Inicia relaciones de gran intimidad con la familia, vecina de él en Christ Church (sólo el decano podía residir acompañado en el college). En esa misma época ve en el teatro a la actriz infantil Ellen Therry, de ocho años, con quien mantendrá luego una larga relación. En 1856 conoció a los escritores Tennyson, Thackeray y John Ruskin. También Ruskin, que estaba enseñando en Oxford, se sintió años más tarde profundamente impresionado por la pequeña Alice, a quien le daría lecciones de dibujo: un pasaje de su autobiografía Praeterita revela esta pasión y sus maniobras para quedar a solas con ella a espaldas de los padres.
En 1857 Dodgson trabaja con interés en una serie de temas; publica cartas en periódicos ingleses; inicia sus escritos matemáticos simultáneamente con sus clases (y también con su fracaso como maestro, del que deja registro en su diario). Se apasiona por el arte novísimo de la fotografía, del que es un notable precursor: Alicia posa frecuentemente para él.
En 1858 publica anónimamente The Fifth Book of Euclid treated algebraiclly by a College Tutor. Dos años más tarde aparece A Photographer´s Day Out. En 1862 la relación de Carroll con Tennyson se hizo tan íntima que pasaba días enteros en su compañía. Se interesa en la escritura automática y en el ocultismo: por esta época se inscribe en la Sociedad Psíquica. Publica Mishmash, College Rhymes y también los escritos matemáticos A Syllabus of Plain Algebrical Geometry, Notes on the First Two Books of Euclid y Notes on the First Part of Algebra como soportes de sus clases.
El 4 de julio anota en su diario: “He seguido el río hasta Godstow con las tres pequeñas Liddell; hemos tomado el té en la orilla y no hemos regresado al Christ Church hasta las ocho y media... He aprovechado la ocasión para contarles una historia fantástica, titulada “Las aventuras de Alicia bajo tierra” que me he propuesto escribir para la pequeña Alice”.
El relato de aquel día fue al parecer más inspirado que nunca y antes de despedirse la propia Alicia le suplicó que lo escribiera para ella. El manuscrito de Alicia estuvo terminado para la Navidad de aquel año y Carroll lo entregó, ilustrado por él mismo, como regalo de Pascua a la pequeña Liddell. Nunca pensó que el libro pudiera tener otro destino. El novelista Henry Kingsley lo tomó por azar en una visita a la casa del decano, lo leyó y urgió a la señora Liddell a que convenciera al autor de publicarlo. Dodgson, honestamente sorprendido, consultó con su amigo George MacDonald, autor de las mejores historias para niños de esa época, y éste dejó el juicio a su hijo de seis años, quien declaró que desearía que hubiera “sesenta mil volúmenes de algo así”. De acuerdo con su diario íntimo, Dodgson puso grandes ilusiones en su teoría de la lógica simbólica y tuvo un magnífico concepto de sus pequeños inventos: reglas mnemotécnicas para logaritmos de números primos, un juego de crocket aritmético, un sustituto para la goma, una forma de controlar el tráfico de carruajes por Covent Garden, un aparato para tomar notas en la oscuridad, un velocímetro para triciclos. Pero cuando se trató de aquello que hacía mejor –contar historias a niñas- pensar en publicarlas y en adquirir fama no pareció haberle pasado jamás por la cabeza.
El libro apareció con el título “Alice Adventures in Wonderland”, en 1865, con ilustraciones de John Tenniel, de las que Carroll no llegó a estar nunca conforme. La extrema minuciosidad de Carroll sacaba de quicio a Tenniel, si bien había quizá otra cuestión, y era que el escritor quería a toda costa que el dibujante tomara como modelo a la misma Alice.
Lewis Carroll habría sentido un amor verdadero por Alice Liddell. Su biógrafo Max Trell afirma que no sólo estuvo enamorado de ella sino que llegó a proponerle matrimonio. Alice fue la primera de las numerosas amigas niñas que Carroll frecuentó a partir de los treinta años. Hacia 1865 pareció sufrir un rudo golpe afectivo y el cambio en su cadencia artística coincide con las disensiones que surgieron entre el escritor y la familia de Alice, al convertirse ella en una jovencita. En 1867 Carroll realizó un viaje por todo el continente europeo, incluida Rusia, en compañía del doctor Liddon (quien sugirió el título de la secuela de Alicia: “Detrás del espejo y lo que Alicia encontró allí”). En 1868, año en que murió su padre, se instaló en el piso en el que viviría hasta su muerte. Según sus biógrafos, tenía verdadero terror a las corrientes de aire y sostenía la teoría de que “no podían existir tales corrientes si la temperatura era la misma en toda la casa”, por lo que tenía estratégicos termómetros inmediatos a la sala donde trabajaba.
Después de la ruptura con Alice, y de acuerdo con Evelin Hatch, “la atracción de Dodgson por las niñas se convirtió en una auténtica manía”. Allí donde estuviera intentaba hacerse amigo de las niñas con que coincidía, para lo cual llevaba siempre consigo juguetes y pequeños regalos. Tuvo en las décadas siguientes otras tres “preferidas”: Gertrude Chataway, hacia 1860; Isa Bowman, hacia 1880, y por último, alrededor de 1890, Enid Stevens. Estas favoritas caían por lo general en desgracia cuando iban a cumplir quince años.
En 1876 publicó La caza del Snark, un extraordinario poema narrativo del nonsense. En 1879 escribió Euclides y sus rivales modernos en un intento para aunar su faceta de matemático y literato. Al parecer, por esta época, Carroll empezó a sufrir unas singulares ilusiones ópticas. Tenía 56 años y se pasaba leyendo y escribiendo más de doce horas diarias. Su siguiente publicación fue El juego de la lógica, un método para enseñar a los niños los principios elementales de esta disciplina. Dos años después publicó Silvia y Bruno, que marca un evidente descenso en su potencial poético. En 1880 abandonó el hobby de la fotografía; se ha sugerido que esta decisión repentina fue motivada por la indignación que le causaron algunos comentarios acerca de los desnudos que había hecho, pero (según la Enciclopedia Británica) no hay sobre esto ninguna evidencia firme. En ese año inventó un juego de letras, similar al Scrabble: “se me ha ocurrido un juego que podría consistir en la reunión de cierto número de letras, las cuales podrían moverse en un damero hasta conseguir formar palabras con ellas”. Tuvo también una divertida correspondencia con un “cuadrador del círculo”. En 1882, abrumado por su labor literaria y por el tiempo que necesitaba para sus múltiples actividades, dimite en sus funciones como profesor del Christ Church.
En 1891 vuelve a ver a Alicia, ahora Mrs. Hargreaves, muy próxima a los cuarenta años. El final de su vida lo dedicó a sostener controversias con los profesores de lógica y matemática de su época. Carroll pensó en publicar los cientos de juegos y puzzles que había inventado en una recopilación ilustrada, pero la muerte no le permitió llevar a cabo este proyecto. Falleció el 14 de Noviembre de 1898, a consecuencia de una gripe maligna complicada con una congestión pulmonar.
El último de sus puzzles.
Entre los cientos de puzzles, acertijos y “nudos” lógicos que dejó Carroll, el único que interesó largamente hasta nuestros días, en épocas cada vez más suspicaces -o más atraídas por el escándalo- es la verdadera naturaleza de su relación con las niñitas. “Me gustan los niños (excepto los varones)”, escribió una vez. Tenía horror por los varones y los evitó tanto como le fue posible. Se sabe que por un lado Carroll era extremadamente pudoroso sobre las alusiones sexuales. Objetaba fuertemente las vulgaridades y los diálogos subidos de tono en el teatro y Gardner menciona que uno de sus tantos proyectos irrealizados fue “bowdlerizar” a Bowdler editando una edición de Shakespeare apropiada para niñas. Planeaba hacer esto quitando algunos pasajes que incluso Bowdler había creído inofensivos. Por otro lado, escribía a las madres para requerir la compañía a solas de sus hijitas en términos no por francos menos alarmantes: “¿Querría usted decirme si puedo contar con sus niñas para invitarlas a tomas el té, o a cenar a solas? Sé de casos en los que no puede invitárselas sino en grupos, y tales amistades no pienso que valga la pena conservarlas. No creo que alguien que sólo haya visto a las niñas en compañía de sus madres y hermana pueda conocer su naturaleza.”
En su diario escribía: “marco este día con una piedra blanca” (adoptando el símbolo romano de la buena fortuna) cada vez que sentía que era especialmente memorable. En casi todos los casos sus días de piedra blanca eran aquellos en los que entretenía a una niña o se hacía de una nueva amiga. Pensaba que había extrema belleza en los cuerpos desnudos de las niñas. Cuando podía las retrataba o fotografiaba sin ropas, con el permiso de la madre. Para evitar que estos desnudos luego avergonzaran a sus modelos, pidió que después de su muerte fueran destruidos o devueltos a sus padres. De acuerdo con Martin Gardner llevaba siempre consigo un portafolio negro con puzzles de alambre e incluso alfileres de gancho para alzar las polleras de sus amigas cuando debían vadear el río.
Aún así Gardner defiende la hipótesis de la inocencia casi absoluta de Carroll: “No hay ninguna indicación de que Carroll fuera consciente de que pudiera haber otra cosa que la más pura inocencia en sus relaciones con estas niñitas y no hay tampoco la menor señal de impropiedad en ninguno de los afectuosos recuerdos que docenas de ellas escribieron después sobre él. Había una tendencia en la Inglaterra victoriana, reflejada en la literatura de la época, a idealizar la belleza y la pureza virginal de las pequeñas niñas. Sin duda, esto ayudó a Carroll a suponer que su atracción hacia ellas estaba en un plano altamente espiritual, aunque, por supuesto, esto difícilmente sea una explicación suficiente de este interés. Carroll ha sido comparado con Humbert Humbert, el narrador de Lolita. Es cierto que los dos tenían pasión por las niñas pequeñas, pero sus objetivos eran exactamente opuestos. Las “nínfulas” de Humbert Humbert eran criaturas para iniciar carnalmente. Las pequeñas niñas de Carroll lo atraían precisamente porque se sentía sexualmente a salvo con ellas. El punto que distingue a Carroll de otros escritores que vivieron vidas sin sexo (Thoreau, Henry James, ...) y de escritores que fueron fuertemente atraídos por niñas pequeñas (Poe, Ernest Dowson, ...) fue esta combinación curiosa, casi única en la historia de la literatura, de una inocencia sexual completa con un pasión que sólo puede ser descripta como enteramente heterosexual.”
En nuestros tiempos de piedra, habituados a todas las permutaciones y combinaciones del mal y resignados a que cualquier monstruosidad concebible será cometida por alguien, ¿por qué no creer que simétricamente, como otro prodigio, como otra manifestación del horror al vacío del azar, pudo haber existido un clérigo que amaba del modo más irreprochable a las niñitas? Y si Houdini, como se dice en Ragtime, fue el último hombre, antes de Freud, que pudo amar inocentemente a su madre, ¿por qué negarle la posibilidad a Carroll de haber sido un último Peter Pan victoriano de arrebatos platónicos antes que un Humbert Humbert? Uno estaría tentado a acompañar, aunque más no fuera por diversión intelectual, esta teoría de la excepción de Gardner pero queda un pequeño detalle, una “partícula de tiniebla”, como diría Borges, y es la larga prohibición de los herederos al acceso irrestricto de sus diarios íntimos. De estos diarios se sabe que una de las páginas fue arrancada por el mismo Carroll y que hay al menos otras seis que hicieron desaparecer sus descendientes. Lo que había confiado el escritor a esas páginas es una pieza que nos falta para siempre.
Sobre este libro.
Lógica sin pena reúne textos extraídos de la primera parte del libro Simbolic Logic, publicado por primera vez en 1896. Es un documento excelente sobre el estado de la lógica en esa época y todavía hoy una introducción pausada y divertida a los juegos detectivescos de las proposiciones encadenadas. Carroll usa unos diagramas de su invención con celdas rectangulares que había ejercitado en sus clases y –sin tanto éxito- con sus pequeñas amigas. Una de ellas, Irene Barnes, que pasó una semana con él en un balneario, escribió luego: “Su gran deleite era enseñarme su Juego de Lógica. ¿Me atreveré a decir que esto hizo la tarde bastante larga cuando la banda estaba tocando afuera y la luna brillaba sobre el mar?”.
En el capítulo 10, dirigido a los especialistas, introduce los entonces muy novedosos diagramas de Venn como un método alternativo al de sus celdas y revisita algunos sofismas y paradojas clásicas. Discute la clasificación de los silogismos y llega a la conclusión de que los diecinueve tipos sancionados por los manuales de la época y otros veinte que nunca se consideraron, podían reunirse en tres clases principales. También refuta, proponiendo otros catorce, la idea de que sólo hubiera, como se creía entonces, dos tipos de sorites: los aristotélicos y los goclenianos. “Entre estas dieciséis proposiciones posibles” –concluye con ironía- “la primera y la última tienen nombre pero las otras catorce –que un oscuro lógico del final del siglo XIX fue el primero en enumerar- ¡siguen anónimas!”.
Estas disciplinas y estas polémicas, hoy anticuadas y relegadas después de Frege, Russell y Tarski a un caso relativamente trivial de las llamadas lógicas de primer orden, no permitirán quizá rescatar a Charles Dodgson de la oscuridad de la que se mofa él mismo como lógico. Pero en la gracia de muchos pasajes, en la elección ingeniosa de ejemplos y en la conversación extravagante con el lector, se percibe por detrás, siempre en suspenso, algo de la sonrisa del escritor de Cheshire.
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