Publicado en Radar, en la sección Mi personaje favorito, con el
título El héroe que espera, 2005.
John Marcher (“La bestia en la jungla”, de Henry James).
Quizá
el relato más pacífico y terrible de Henry James es “La bestia en la jungla”.
El exteriormente anodino y reposado John Marcher reencuentra durante un paseo a
una mujer, May Bartram, a la que le había hecho diez años atrás, en la temprana
juventud, la confidencia más íntima de su vida, un secreto que ella todavía
recuerda: Marcher vive desde la infancia con la sensación de que “algo raro y
extraordinario, acaso prodigioso y terrible, le estaba reservado”. No se trata
de algo que deba hacer, o conseguir en el mundo, sino algo que debe esperar, en
una paciente vigilia, hasta verlo irrumpir de pronto en su vida, quizá para
aniquilarla.
La mujer le
observa que esa descripción recuerda la sensación de peligro que infunde la
presencia del amor, pero él aduce que ya estuvo enamorado y que lo que le
espera, presiente, es más extraño. “Vigilaré con usted” propone ella, y
efectivamente, en la continuación de la historia, se queda de por vida a
acompañarlo, en una relación con la típica ambigüedad de James: “de acuerdo a
las características del caso, su forma indicada hubiera sido el matrimonio. Lo
perturbador es que esas mismas características imposibilitaban totalmente el
matrimonio”. Marcher se proporciona a sí mismo una excusa caballeresca por la
distancia a salvo de la pasión que le impone a su compañera: “algo lo acechaba,
en el intrincado laberinto de los meses y los años, como una bestia agazapada
en la jungla. El hecho decisivo era el salto inevitable de la criatura; y un
hombre sensible no ha de tolerar que una dama lo acompañe a un safari”.
Quien quiera aquí
arruinarlo todo con referencias autobiográficas, o interpretaciones
psicoanalíticas sobre la proyección en Marcher de la sigilosa homosexualidad de
James, podría aprovecharse de una línea de diálogo en que ella le dice que su
función es ayudarlo “a usar la máscara de un hombre como los demás”. Pero por
supuesto la grandeza del relato reside en que John Marcher no es Henry James,
ni hay en absoluto implicaciones sexuales, sino sólo la llama de esa espera
empecinada, heroica, que empieza a consumir dos vidas.
Pasan los años,
los dos envejecen y llega “la época en que casi todo el mundo ha dado por
muertos los hechos inesperados”. May enferma gravemente y en un último diálogo
inolvidable le dice a Marcher con “la sombría perfección de una sibila” que no
hay nada que esperar, porque lo que empezaron a vigilar durante la juventud “ya
ocurrió”, aunque él no se hubiera dado cuenta. “Te ha tocado. Ha cumplido su
obra, te ha hecho parte suya”. Y cuando él quiere interrogarla en busca de una
precisión, ella sólo agrega: “debías sufrir tu destino. No necesariamente
conocerlo”.
Y sin embargo
Marcher alcanza a ver la sombra de la bestia después del salto. En una visita
al cementerio, en busca de la tumba de May, reconoce en el rostro de otro
hombre que visita la tumba de su esposa, en el dolor casi desafiante que
muestran los rasgos, la última respuesta que ella no quiso darle. “Había visto
fuera de su vida, no dentro de sí, el llanto por una mujer que era amada por sí
misma. La iluminación, una vez iniciada, no se detuvo hasta incendiarlo todo, y
luego, no pudo hacer otra cosa que quedarse contemplando el intenso páramo de
su vida”.
A diferencia de
Giovanni Drogo, ese otro héroe de la espera en El desierto de los tártaros,
Marcher no puede aferrarse en su vigilia a la imagen tan nítida y compensadora
de una gloria y una batalla. La suya es una espera a ciegas, abstracta, que
pende del hilo de su fidelidad, de su reconcentrado egoísmo, de su orgullo.
Como en una subasta diabólica, a medida que pasan los años su apuesta sólo
puede ser más alta y debe perder la vida, perderla enteramente, para ganar
nada.
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