Publicado en La Gaceta Literaria, 2007.
Con el nacimiento de la novela moderna, la literatura pudo darse artificios convincentes para simular el discurso interior. El ensayo de David Lodge “Conciencia y la novela” pasa revista a los hitos principales: la autobiografía ficticia, y a continuación la novela epistolar, y después, a partir de Jane Austen y Henry James, el estilo libre indirecto, en que el vocabulario y la dicción condicen con el probable modo de pensar de cada personaje. Como fin de recorrido, el intento de Virginia Woolf y James Joyce, de representar la manera caótica y simultánea en que la mente recibe sus impresiones. Estos distintos procedimientos se han naturalizado hasta el punto de que todavía hoy mismo hay críticos que creen poder hacer por elevación ejercicios de psicoanálisis a partir del alter ego de un autor o las “confesiones” de un narrador en primera persona. David Lodge arriesga incluso que quizá la clave de la atracción y la perduración de las novelas tenga que ver, justamente, con esta ilusión que nos dan de que podemos conocer “por dentro” a los personajes. El cine, que tiene otros artificios poderosos: la ilusión vívida de movimiento, la escena hecha presente toda a la vez, ha encontrado sin embargo siempre dificultades en la simulación de la conciencia y el discurso interior. La voz en off para expresar el pensamiento de un personaje suena tan burda y fuera de lugar que muy pronto se convirtió en la marca instantánea de una mala película. Otros elementos que se utilizan esporádicamente son la música o la cámara subjetiva, pero son filtros demasiado gruesos, que sólo logran reflejar sentimientos genéricos, sin el refinamiento y la sutileza del discurso interior. Todo, o casi todo, depende así en la pantalla de aquello que puedan transmitir los personajes a través de sus líneas de diálogo y su gestualidad actoral. La cámara puede registrar y mostrar, en sus mínimos detalles, el conjunto de exteriorizaciones corporales, pero no nos deja ver los pensamientos ocultos de cada personaje, que pueden condecirse o no con las señales emitidas hacia fuera.Esta limitación, paradójicamente, dio lugar a toda una serie de películas, muchas veces fascinantes, sobre invasiones extraterrestres, lavados de cerebro, posesiones diabólicas, espías maquiavélicos, o infiernos psiquiátricos, en donde la apariencia externa “normal” de uno u otro personaje, como una habitación cerrada, no deja ver, hasta los minutos finales, si por dentro hay en realidad un extraterrestre, un comunista soviético, un loco disfrazado, un criminal en serie, una encarnación del Diablo, o una máquina. Curiosamente, y en parte debido al auge del cine, hubo también escritores que después del período moderno y del viaje hacia la conciencia, prefirieron auto restringirse, por motivos cuasi filosóficos, a estas exteriorizaciones “en la superficie”. Alain Robbe-Grillet en 1956 defendía el arte que permanecía en la superficie y denunciaba lo que llamaba “los viejos mitos de la profundidad”. Por su parte, el escritor Henry Green prefería dejar sólo los diálogos desnudos en la página, sin intromisiones psicológicas, porque “nadie puede saber lo que piensan otras personas”. Después de leer el ensayo de Lodge uno podría preguntarse cuáles otros procedimientos narrativos son difíciles de traducir en imágenes visuales. Uno de ellos, posiblemente, es el relato dentro del relato. No es que no pueda hacerse; recuerdo tres casos de relatos para mí imborrables dentro de películas: la inyección repetida una y otra vez a la mujer diabética en Memento, el experimento conductista sobre torturador y torturado en I como Ícaro y el experimento todavía más siniestro con el llanto enloquecedor de un bebé en El huevo de la serpiente. Aún así, creo que el paréntesis que significa en literatura un relato dentro de un relato es mucho más leve, más fácil de deslizar, que la interrupción del relato cinematográfico para insertar otra historia completa. La razón tiene que ver aquí, sospecho, con una cuestión de ligaduras. Al contar una historia secundaria en un relato escrito siempre se pueden hacer al mismo tiempo las múltiples conexiones y recordatorios que establecen los puentes con la narración principal. La narración escrita es más permeable a las interferencias. En el caso del cine la historia secundaria ocupa de pronto, enteramente, toda la pantalla, toda la atención, y durante los momentos que dura suplanta por completo a la narración principal. Una tensión frecuente que se nota en el relato cinematográfico es la disyuntiva difícil entre contar la historia lateral a través de un monólogo, o bien recurrir a la puesta en escena. En cualquiera de las dos opciones uno siente como espectador cierta insatisfacción en el salto de continuidad. Otro procedimiento fácil de simular en literatura y difícil de traducir en imágenes es la alternancia de puntos de vista. Una película donde esto está parcialmente logrado es Melinda y Melinda, de Woody Allen: la misma situación básica deriva a la comedia o la tragedia de acuerdo a quién se propone narrarla. Aún así, no creo que haya demasiados ejemplos de este tipo de alternancias, salvo en comedias muy burdas, porque la puesta en escena de miradas diferentes sobre un mismo hecho es un procedimiento visualmente engorroso y que lleva demasiado rápido a confusiones. Como variante de este problema, hay también una dificultad en la adaptación de novelas policiales del tipo clásico, donde en algún momento deben cotejarse diferentes conjeturas sobre quién es el criminal y cómo se las habría arreglado para cometer su crimen. En la narración cinematográfica, esto se hace en general a través de flashbacks que tratan de escenificar cada una de las hipótesis. Pero una conjetura tiene algo más tenue y abstracto que la pesada circunstancia real. Algunos directores entienden esto y filman las conjeturas en blanco y negro, para dar cuenta de esa diferencia de espesor. Aún así, el efecto es siempre un poco demasiado torpe. Y otra vez, si se elige dejar la explicación final a cargo de un monólogo del detective (como se hace sin problemas en la narración literaria), aparece muy pronto la sensación abrumante del diálogo por sobre las imágenes.
Confieso ahora que la razón principal que me llevó a pensar sobre estos problemas de traducción tiene que ver con el rodaje de mi última novela, y con la dificultad, para mí más curiosa e inesperada, con que tropezó el guión. Diré, para no decir demasiado, que en la novela hay una sucesión de muertes y cada una de ellas está asociada con un símbolo, como un desafío planteado por el asesino a un lógico eminente de Oxford. Mientras yo escribía esta novela murió mi padre, a causa de un enfisema pulmonar, en una clase de agonía que se parece a una asfixia en seco. Mi padre había sido uno de los fundadores del primer cine club en Bahía Blanca: fue allí donde conoció a mi mamá, de modo que puedo decir que le debo todo al cine. Las funciones del cine club eran por la tarde y al regreso, a la hora de la cena, mi padre recreaba para nosotros, los cuatro hermanos, casi cuadro por cuadro, la película que habían visto. Así vi, a través de él, mucho antes que en el cine, El hombre que sabía demasiado, de Hitchcock, con la escena del atentado durante un concierto, y el golpe culminante de los címbalos, que mi padre reproducía con las tapas de dos ollitas. Cuando me llegó el momento de pensar en la tercera muerte para mi novela, que yo quería asociar con el símbolo del triángulo, recordé esta película e imaginé al percusionista de una orquesta que sufre en pleno concierto, mientras toca el triángulo, una muerte similar a la de mi padre, como si lo estrangularan de pronto unas manos invisibles. El percusionista avanza tambaleando al centro del escenario, bajo el haz de luz, con las manos en la garganta, como si realmente un fantasma lo estuviera ahorcando.Al escribir todo esto yo no tenía dudas de que era la escena más obviamente visual de mi novela. Después de todo, indirectamente, ya provenía de una película. Pero durante la escritura del guión recibí una llamada de Alex de la Iglesia y su guionista porque estaban atascados justamente allí. Para mi sorpresa me enteré de que era para ellos el nudo más difícil de resolver. Alex de la Iglesia me pasó con su guionista y le pregunté, porque no entendía, cuál era exactamente la dificultad. La dificultad, me dijo, es que iban a poner “toda la metralla” en esa escena: el despliegue de extras, los fuegos artificiales, el palacio donde se llevaba a cabo el concierto. Sería la apoteosis, la hostia, pero a continuación debían confesar a los espectadores que esa muerte era natural, una casualidad. Toda la parafernalia montada para decirles después que en realidad no había nada. Los espectadores se sentirían defraudados. Le dije que así también ocurría en la novela, que se jugaba con la expectativa equivocada de los lectores, y él me repitió tristemente, como si no fuera lo mismo, que los espectadores se sentirían defraudados. Después de esta conversación me pregunté otra vez para mí: ¿era lo mismo o no era lo mismo? En la narración de esa escena yo me había cuidado de insertar distintos ángulos en la recreación de lo ocurrido de acuerdo a varios puntos de vista: el narrador, el inspector de policía, su hija, el médico que atiende al percusionista, la violoncelista de la orquesta. Algunos tienen versiones parcialmente contradictorias que dejan un margen de incertidumbre sobre lo que realmente ocurrió sobre el escenario. La muerte misma está narrada con la ambigüedad suficiente como para poner en duda desde el principio que se trate de un asesinato. El lector recibe la información entre advertencias y conjeturas. Pero al imaginar la filmación, me daba cuenta de que los espectadores en el cine verían una única versión, la que mostrara la cámara. Y como la mayoría de los asistentes al concierto, creerían de inmediato que estaban presenciando otro asesinato. La verdad sería para ellos lo que habían visto sobre la pantalla, se impondría con la fuerza primaria, pregnante, de lo que entra por los ojos, y las explicaciones posteriores, a través de diálogos, les sonarían como la revelación decepcionante de un truco de magia. Esta fue la primera noticia que recibí sobre la adaptación de mi novela, y que me alertó sobre las paradojas de la traducción al cine: la escena para mí más visual, por ser justamente tan visual, no podía ser filmada.
Volver a Artículos
Volver a Artículos