Casos policiales: Una genealogía del enigma en la Argentina / Calabrese

Elisa CALABRESE
CELEHIS (Centro de Letras Hispanoamericanas) Universidad Nacional de Mar del Plata. (UNMdP)

—¿Qué somos usted y yo, qué somos los matemáticos? –me dijo… Somos, como dijo un poeta de su país, los arduos alumnos de Pitágoras.
Guillermo Martínez, Crímenes imperceptibles.

RESUMEN
Este trabajo propone un enfoque genealógico de la literatura policial para mostrar los usos del género. De este modo, partiendo de «La muerte y la brújula» de Jorge Luis Borges, acta de nacimiento del policial argentino, se observará cómo la parodia desvía el género con los procedimientos de inversión, desplazamiento y alusión política, que remite al contexto de producción. Seguidamente, se considerará cómo este uso desplazado del género, que genera una tradición en la cultura nacional, puede observarse en la novela de Guillermo Martínez, Crímenes imperceptibles, de 2003, que puede leerse como reescritura de dos textos de Borges: el previamente citado y «El jardín de senderos que se bifurcan».

Palabras claves: policial argentino, parodia, Borges, Guillermo Martínez. Policial cases. A genealogy of the enigma in Argentina

ABSTRACT
This work proposes a genealogical approach to detective literature to show the show the uses of the genre. In this way, starting out with Jorge Luis Borges’s «Death and the Compass», birth of Argentine detective writing, we can observe how parody diverts the genre by means of inversion, displacement and political reference, which refers us to the production context. Next, we will consider how this displaced use of the genre, which generates a tradition in the Argentinean culture, can be observed in the novel of Guillermo Martínez, Imperceptible Crimes, of 2003, which can be read as a rewriting Jorge Luis Borgés «The Garden of Forking Paths.»

Key words: policial argentino, parodia, Borges, Guillermo Martínez.

El título de este trabajo juega con la bisemia porque, si por una parte remite al género literario bajo cuyo rótulo se refugia una tipología narrativa tan popular como atractiva, por otra, alude al modus operandi de la mirada que guía la lectura crítica aquí desplegada. A veces, en efecto, es más fácil decir lo que algo no es que definir sus condiciones; de acuerdo con esta premisa, diré que estas líneas no procuran realizar una historia del género en la Argentina, por la evidente razón de que existen estudios clásicos al respecto:

1. En cambio, al hablar de «casos policiales» se insinúa que luego de esbozar una genealogía, se expondrán algunas reflexiones a partir de una novela reciente, pues presenta operadores de sentido a los que podría considerarse como la estela que prolonga una matriz narrativa nacida con el fundador del relato policial en nuestro país: Jorge Luis Borges. Al reconocer, entonces, la existencia de una tradición del género en la cultura argentina, podría recordar ciertas tipologías clásicas que clasifican las estructuras narrativas del policial en función de las características dominantes de su trama, personajes o según la dirección semiótica a la que apuntan las remisiones a sus referentes extratextuales; así, la novela-problema, el policial de intriga o suspenso, el thriller, el relato de aventuras criminales y el policial «negro», duro o hard-boiled; tipologías que en general, se condensan en dos grandes grupos: el policial clásico de enigma, de filiación inglesa –deductivo y racional– y el negro –violento y desesperanzado– de procedencia norteamericana. ¿Qué significa trazar una genealogía desde el enfoque propuesto si no se quiere redundar en la historia del género? En principio, si se tienen en cuenta las condiciones generales someramente apuntadas más arriba, quiere decir evitar una taxonomía que procure fijar si tal o cual relato responde estrictamente a las características del género, pues los rasgos dominantes de un género son constituidos a posteriori, una vez coagulado el texto fundante en su emergencia institucional, dando lugar así, a ciertos imaginarios culturales que alimentan el archivo intertextual de la literatura e impregnan los criterios críticos y las poéticas actuantes; tales instancias determinan las condiciones de posibilidad del surgimiento de una serie. En segundo lugar, habilita para, por medio del estudio de un caso, observar en micro la emergencia de una descendencia. Este posicionamiento teórico, entonces, parte de la constitución del género en la cultura nacional, a partir de la literatura de Jorge Luis Borges. En sus manos, el policial, además de ser una herramienta teórica en la lucha con el realismo hegemónico hacia la década del treinta en la Argentina, imperante en la novelística de Manuel Gálvez –uno de los blancos predilectos del parricidio llevado a cabo por la vanguardia de la década de los veinte a los treinta– se erige como un elemento esencial para, al desplazar esa novelística cuyo verosímil pretende imitar a la «vida», instaurar en su lugar otras estéticas. Por otra parte, en éste, como en otros casos, la escritura borgeana promueve un uso del género con propósitos a veces distantes del que era propio de su origen. Este sesgo de desplazamiento genérico, en fuga hacia otros territorios de sentido, constituye una línea perdurable en nuestra literatura, pues es frecuente que el policial se resignifique; como ejemplo, basta recordar ciertos títulos cuya fecha de publicación indica un contexto de producción preciso, correspondiente a la última y más feroz dictadura militar, donde la narración alegoriza situaciones de paranoia, persecución y peligro inminente. Son ejemplares en este sentido, Respiración artificial (1980), de Ricardo Piglia o dos novelas de José Pablo Feinman: Últimos días de la víctima (1979) y Ni el tiro del final (1981), para nombrar sólo algunas muy conocidas.
La constelación escrituraria borgesiana abarca un amplio espectro, en ésta como en otras cuestiones; así, desde sus relatos criminales de Historia universal de la infamia (1935) escritos sobre –según sus palabras– «materiales deleznables» pues son reescrituras de crónicas policiales, pasando por su prolífica actividad como traductor, ejercida especialmente en SUR, la famosa revista dirigida por Victoria Ocampo, así como en la dirección, junto con su amigo Adolfo Bioy Casares, de la colección editorial llamada El séptimo círculo, que con su popular formato de bolsillo, tanto contribuyó a la circulación y popularización del género, para culminar con las dos instancias fundamentales de su escritura: la crítica y la ficcional.
Borges fue ajeno a todo realismo pues, en las huellas de su maestro Macedonio Fernández, sostenía, como lo demuestra su práctica narrativa, que la literatura y lo real reconocen diferentes estatutos ontológicos. De allí que en su intensa actividad crítica, este tenaz adversario del realismo adoptara una actitud militante que puede detectarse en variados lugares de su escritura crítica, donde se manifiesta claramente la preferencia por los géneros que, como la novela de aventuras y el policial, no escamotean sino, al contrario, exponen su carácter de artificio verbal, de pura ficción. Así se explica su predilección por el policial de enigma, tanto por su rigor, cuanto por la distancia con el caótico fluir de la proliferante realidad, gusto que no puede hacerse extensivo al policial llamado «negro», «duro» o hardboiled, precisamente por lo contrario, pues es notoria en este último, la descarnada exposición de la índole corrupta de la sociedad. Así, no hay una «solución» –en el sentido de cierre definitivo de un problema– al crimen, pues conocer a quién lo ejecutó sólo nos introduce en una interminable cadena de complejas relaciones de violencia, pasiones desatadas, codicia y poder, tal como ocurre en el ámbito donde el poder se mueve, la política; por otra parte, en la urdimbre de motivaciones que generan la trama, el dinero tiene un peso fundamental y son frecuentes las escenas de fuerte erotismo. Los usos borgesianos del policial de enigma en clave paródica constituyen una esfera de sentido donde confluye una multitud de procedimientos de factura compleja y barroco entrecruzamiento; en su entramado puede advertirse cómo se articulan la crítica ideológica o la alusión política, es decir, según mi postulación del comienzo, los usos desviados del género.
Si bien es evidente, tal como lo ha señalado la crítica, la hegemonía de la parodia –con frecuencia, tendiente a la sátira de tintes grotescos– así como su creciente politización, iniciada con Un modelo para la muerte, de 1946, y dominante en «La fiesta del monstruo», en los textos inscriptos en el dominio de las llamadas «escrituras en colaboración» con Bioy Casares, bajo las inventadas firmas de H. Bustos Domecq y Suárez Lynch, formadas con los nombres de antepasados de ambos escritores, importa destacar dos cosas: una, que tales divertimentos son más serios de lo que aparentan; otra, que la parodia y el uso del policial con el propósito de aludir satíricamente a circunstancias y personajes de la sociedad de su momento no se limitan, en la producción de Borges, a la escritura en colaboración.

  Por lo dicho, me detendré brevemente en seguir el diseño de algunas estrategias de «La muerte y la brújula», el relato policial más estilizado y erudito que pueda concebirse, para destacar en mi lectura, cómo se usa paródicamente la matriz narrativa del género ya desde el texto que es su acta de nacimiento. Como primera condición, se advierte la parodia en función de homenaje, mediante la recordación del fundador del género, Edgar Allan Poe, cuyo detective protagónico está mentado como referencia paradigmática al comparárselo con el detective del relato borgesia no, Erik Lönrot, quien se pensaba a sí mismo «un puro razonador, un Auguste Dupin, pero algo de aventurero había en él y hasta de tahur» (Borges 1996: 499)

2 La segunda condición que podemos atribuir al carácter de espejo deformante que tiene la parodia es la exageración caricatural de los rasgos genéricos.
En efecto, si ya en Seis problemas para Don Isidro Parodi –volumen de relatos en colaboración con Bioy Casares– el mismo apellido del personaje-detective indicaba su índole, ese rasgo es apenas la entrada preparatoria para una modalidad que exaspera hasta la irrisión las caracerísticas del policial de enigma en lo tocante al reinado de la racionalidad. Tan es así, que Parodi ni siquiera puede moverse, literalmente hablando, de su sitio, porque está preso, de modo que ejerce sus cualidades abductivas a partir de lo que le cuenta el verborrágico Montenegro cuando lo visita en su celda; eso no lo inhabilita para resolver eficazmente los crímenes. Por su parte, en «La muerte y la brújula» no es menor la distancia con el realismo, como puede apreciarse fácilmente: si leyéramos el cuento según la pauta de verosimilitud realista, sería inconcebible que un mero pistolero suburbano –Red Scarlach, apodado el Dandy– urdiera una trampa intelectual tan barroca para cumplir su objetivo de venganza. Los saberes que requiere el abstracto mapa de crímenes que elabora para atraer, hacia su trampa mortal, a Lönrot, sabiendo que es el único capaz de interpretarlo y seguir su trazado de complejas señales, no sólo son difíciles, sino arcanos; se requiere erudición en la Cábala, así como la capacidad de traducir del latín.
Pero el juego con el lenguaje no queda allí y se adensa en procedimientos emblemáticos que, desde los nombres propios y los topónimos, nos conduce a una atmósfera de pesadilla, imágenes propias de un sueño donde se representara la ciudad more geometrico. El escritor ha confesado, hablando de este cuento, que, luego de años donde luchó por encontrar el sabor y el color de Buenos Aires en sus poemas, lo halló cuando, luego de haber tenido un sueño, al levantarse lo escribió íntegro. Más allá de la veracidad de la anécdota, importa señalar que los nombres encubren lugares reconocibles, pero del mismo modo que en los sueños, con desvíos leves aunque suficientes para producir el efecto de lo extraño; así se da el procedimiento de escamotear los topónimos reales bajo nombres exóticos (por ejemplo, en los nombres de las calles) o elidir otros, como ocurre en la cita que transcribo, con la avenida llamada Paseo Colón, con el edificio Cavanagh, (tómese en cuenta que para los años cuarenta, cuando se escribe este relato, era inmediatamente identificable, por ser el más alto de la ciudad, situado hacia el norte, mirando al río) o con el muy evidente Río de la Plata: «El primer crimen ocurrió en el Hôtel Du Nord –ese alto prisma que domina el estuario cuyas aguas tienen el color del desierto»… (Borges 1996: 499). Extrañeza que no impide al lector avezado –aunque la exigencia que demanda este texto sea intensa– interpretar las alusiones, los desplazamientos y connotaciones que tematizan acontecimientos o personajes del momento, a veces por inversión, como ocurre con las irónicas menciones al Congreso Eremítíco, (burlesca deformación del XXXII Congreso Eucarístico Internacional de 1936, que concitó en Buenos Aires enorme concurrencia y al que asistió el cardenal Eugenio Pacelli, que sería luego el Papa Pío XII) en un pasaje que se burla de los católicos, mediante una feroz crítica ideológica al pensamiento de la derecha nacionalista y al antisemitismo, con un nuevo juego de nombres; en este caso, el imaginario periódico La Cruz de la Espada alude a la tristemente famosa frase de Leopoldo Lugones, nuestro poeta nacional a la sazón, cuando celebró el golpe de estado de 1930 con el que el general José Félix Uriburu derrocó al gobierno del presidente constitucional Hipólito Irigoyen, iniciando la serie de las modernas dictaduras argentinas: «ha llegado la hora de la Espada». Por su parte, el nombre del apócrifo cronista Ernst Palast es una deformación de Ernesto Palacio, el conocido historiador nacionalista:
Los diarios de la tarde no descuidaron esas desapariciones periódicas. La Cruz de la Espada las contrastó con la admirable disciplina y el orden del último Congreso Eremítico; Ernst Palast, en El Mártir, reprobó «las demoras intolerables de un pogrom clandestino y frugal, que ha necesitado tres meses para liquidar tres judíos»…(pág. 503).
Finalmente, resta decir que los procedimientos entretejen sentidos en disputa porque, mientras por un lado, el lenguaje emblemático desrealiza, por otro, las condiciones que se describen sitúan los nombres en relación con sus referentes reconocibles, aunque este reconocimiento deba hacerse mediante una oblicua inferencia. Así, Lönrot y Red Scarlach simbolizan el rojo de la sangre, y, al coincidir en su significado, construyen la clásica dupla del perseguidor/perseguido como lugares actanciales intercambiables, típica de la ficción criminal del escritor. Por otra parte, si se sitúa el contexto histórico local, no es demasiado trabajoso conectar relaciones que articulan en su connotación, sentidos políticos, deslizándonos desde el término «caudillo» de neta raigambre criolla, cuando leemos que, para llegar al lugar donde Scarlach ejecutará a Lönrot, la quinta de Triste-Le-Roy, (afantasmada imagen de Adrogué, suburbio del sur de la ciudad de Buenos Aires) es necesario cruzar «un ciego arroyuelo de aguas barrosas» luego del cual hay un gran suburbio fabril …«donde, al amparo de un caudillo barcelonés, medran los pistoleros». El arroyuelo es el Riachuelo, límite con el partido de Avellaneda, enorme suburbio fabril, en efecto, pues era la zona donde se concentraba la industria de las carnes para luego dirigirse al puerto. Red Scarlach, el más famoso de esos pistoleros al servicio de los caudillos políticos, es la distorsionada imagen de Ruggero, apodado «Ruggerito», conocido por su atildada elegancia de guapo, el más notorio puntero electoral del caudillo conservador Alberto Barceló, quien llegó a gobernador de la provincia de Buenos Aires. De este modo, Borges –quien en su juventud apoyara a Irigoyenexpresa tanto su crítica al autoritarismo militar, cuanto su burla al sistema político de los conservadores, que manejaba un statu quo reaccionario de ideología paternalista y prebendaria, así como de fraude electoral.

En el año 2003, la novela de Guillermo Martínez, Crímenes imperceptibles, es galardonada con el premio Planeta
3. No sería necesario conocer un dato del autor, cual es el de la publicación, ese mismo año, de su libro Borges y la matemática, para saberlo un asiduo y lúcido lector de Borges; por otra parte, su conocimiento matemático es propio de su formación académica, pues se doctoró en esa disciplina, y estuvo dos años como becario en la Universidad de Oxford. Todo escritor argentino –se dirá– ha leído a Borges; ha «aprendido» a Borges; puede rechazarlo, denegarlo o escribir a contrapelo de él, pero no omitirlo. Si esto es así, no obsta a que en contados casos suceda lo notable de esta novela de Martínez, cual es que la estructura de un relato responda tan fielmente a la matriz narrativa del hipotexto que lo engendró, efectuándose así como su reescritura y, sin embargo, esta índole sea tan sutil que no resulte, en primera instancia, evidente. En efecto, esta observación se funda en la construcción narrativa, en otras palabras, en cómo se articula en la trama su estatuto de enigma intelectual; desde allí podría accederse a una reflexión sobre la poética que sustenta el relato, pues no se trata de similitudes estilísticas, pasibles de advertir en una lectura cuyos efectos despertaran ecos de las inconfundibles construcciones sintácticas o el temple irónico del estilo borgeano, ni similares remisiones a los referentes extratextuales –cronotopos, situaciones, armósfera–. ¿Cómo explicarlo, entonces? Lo que sigue intentará navegar en esas aguas.
Si el mapa de señales que construye la trampa intelectual para Lönrot en el texto borgesiano era de índole geométrica –primero parecía un triángulo de crímenes; luego, resultó ser un rombo con un cadáver en cada punto cardinal de la abstracta ciudad– en esta novela, se trata del diseño de una serie matemática. Un aspecto aprendido de la pericia escrituraria borgesiana es el nivel cognitivo de la explicación requerida por los saberes implicados; en este sentido, así como dije más arriba que el latín y la cábala eran en el texto de Borges, los anzuelos tendidos por Red Scarlach para el erudito Lönrot, en la trama anecdótica de Martínez están incrustadas complejas nociones matemáticas; sin embargo, en ambos casos, el lector no especializado puede entenderlos: allí está la graduada exposición que los pone a su alcance.
Veamos el siguiente pasaje: 

—Tal vez tenga que ver con ese capítulo de mi libro sobre los crímenes en serie –dijo Seldom–; lo que yo sostengo allí es que, si uno deja de lado las películas y las novelas policiales, la lógica oculta detrás de los crímenes en serie –por lo menos de los que están históricamente documentados– es en general muy rudimentaria y tiene que ver sobre todo con patologías mentales. Los patrones son muy burdos, lo característico es la monotonía y la repetición y en su abrumadora mayoría están basados en alguna experiencia traumática o una fijación de la infancia. Es decir, son casos más apropiados para el análisis psiquiátrico que verdaderos enigmas lógicos… (pag. 34). 

El nombre de Arthur Seldom es el protagónico: se trata de un profesor de Oxford de fama internacional –«una de las cuatro espadas de la Lógica», «una leyenda entre los matemáticos», lo define el texto, cuando se conocen con el narrador-personaje, joven becario argentino que se encuentra, a la sazón, en Inglaterra–; la notoriedad del profesor escocés proviene de un teorema donde prolongó filosóficamente las tesis de Gödel. Si Lönrot era un detective aficionado y erudito, aquí, Seldom también es un sabio que oficia de detective extraoficial, aunque lo sea sólo coyunturalmente, debido a su relación personal con la familia de la primera víctima, una anciana dama que vive con su nieta, cuyos padres, ya fallecidos, eran íntimos amigos del académico. Seldom ha llegado a la escena del crimen al mismo tiempo que el joven becario, inquilino en la casa de ambas mujeres; juntos descubren el cadáver y al comenzar la investigación, el matemático comparte sus razonamientos con el narrador-personaje, un interlocutor natural, pues se trata de alguien capacitado para entenderlo; así, ambos estrecharán una amistad que culminará en el momento del imprevisto desenlace.
El desconocido asesino va dejando, a modo de herméticas claves, ciertos símbolos que constituyen los términos de una serie: de poder interpretarlos, se prevería a la vez el lugar, las condiciones del crimen siguiente y la identidad de la próxima víctima; tan complejo operativo, en el fondo –tal como se presume por las características de los hechos y el perfil psicológico diseñado por una profesional de la policía es un desafío intelectual dirigido al propio Seldom; ello hace suponer que se trataría de un matemático frustrado, un rival despechado, motivado por un oscuro afán de revancha.
Para mostrar el despliegue argumentativo en el orden del conocimiento matemático, bien vale la pena, una vez más, demandar la atención del lector con una cita, pues en ella puede observarse la exhibición de una crítica epistemológica dirigida al corazón de lo que la doxa supone el más exacto de los saberes: 

Hay una diferencia entre la verdad y la parte de verdad que puede demostrarse: ése es en realidad un corolario de Tarski sobre el teorema de Gödel –dijo Seldom–. Por supuesto, los jueces, los forenses, los arqueólogos, sabían esto mucho antes que los matemáticos. […] En el fondo, lo que mostró Gödel en 1930 con su teorema de incompletitud es que exactamente lo mismo ocurre en la matemática. El mecanismo de corroboración de la verdad que se remonta a Aristóteles y Euclides, la orgullosa maquinaria que a partir de afirmaciones verdaderas, de primeros principios irrebatibles, avanza por pasos estrictamente lógicos hacia la tesis, lo que llamamos, en una palabra, el método axiomático, puede ser a veces tan insuficiente como los criterios precarios de aproximación de la justicia…(pag. 68).

Una aproximación más que hace resonar los ecos de la reescritura son las alusiones a saberes arcanos: aquí, se trata de un libro sobre la secta secreta de los Pitagóricos, ancestros de todo matemático, y el sentido oculto de sus símbolos, que apuntan al significado de la serie; desde allí, a la identidad del asesino. El presunto culpable, inmune al castigo pues ya está muerto, es descubierto gracias a una serie de complejos desvíos en la trayectoria de la abducción, que incluyen también el azar y la improvisación, poniendo en escena de escritura la efectuación concreta del teorema de la incompletitud de Gödel. Este último punto es crucial para la eventual demostración de mi argumento. En efecto, no es una pauta excepcional para las poéticas narrativas contemporáneas que una cuestión teórica o epistemológica sea objeto de tematización narrativa; es más, en alguna producción novelística argentina desde los años de la dictadura militar, esta condición pareciera casi obligatoria, llegando, a veces, a desplazar la historia narrada. Lo que en cambio, sí es singular, es que dicha cuestión se constituya en la efectuación misma de la escritura. Para poder justificar lo enunciado, debo dar un rodeo, siempre viajando por la literatura de Borges, ahora por «El jardín de senderos que se bifurcan», cuento incluido en el volumen del mismo nombre, de 1941.
Con este desvío, espero poder mostrar cómo la novela de Martínez se construye en el espacio de cruce entre el relato fundacional del género policial de enigma y el ahora citado, donde la anécdota responde, en primera instancia, al relato de aventuras criminales, pero –como siempre sucede con Borges– para dar lugar a una cuestión filosófica, donde se explora el abismal problema del tiempo. En otro lugar, me he ocupado detenidamente de este cuento; baste ahora con retomar algunas de las reflexiones allí expuestas (Calabrese 2003: 126-128) 
4. El texto se estructura como juego de versiones narrativas superpuestas, al modo de cajas chinas. La aventura transcurre durante la Primera Guerra Mundial, el narrador es un espía chino, Yu Tsun, operando, a la sazón, en territorio inglés. Su versión de los hechos –que el texto incorpora a la manera de una declaración ante la policía, cuando ya lo han aprehendido y su garganta «anhela la cuerda»– es una corrosiva e irónica deconstrucción de la «verdad» histórica, incluida mediante el recurso del epígrafe, que repone un fragmento del historiador inglés Liddel Hart. El chino se desvive por lograr su objetivo: el nombre de la ciudad francesa que deben bombardear los alemanes, pues es el sitio donde se ubica el secreto parque de artillería británico; es imperioso para él transmitir la información a su jefe, antes de que lo alcance su perseguidor, el sabueso inglés Richard Madden, quien ya está tras sus huellas. Para ello, urde un plan tan audaz como azaroso: busca en la guía telefónica un apellido que coincida con el nombre de la ciudad, Albert, para asesinarlo y de ese modo, cuando el funcionario alemán del servicio secreto lea el caso en los periódicos, develará el mensaje.
El tiempo cronológico organiza una trama estrictamente pautada: entre el momento en que Yu Tsun toma el tren para ir al suburbio donde vive el desconocido llamado Albert para matarlo y divisa, aterrado, por la ventanilla el rostro de Madden que no alcanza a subir al tren, y la posible concreción de su propósito, hay cuarenta minutos; el intervalo entre dos trenes. En ese lapso, Yu Tsun consumará su «empresa atroz», pero lo espera el tiempo del aión, del acontecimiento, un salto cualitativo que cambiará el sentido de su vida. En efecto, Albert es sinólogo y traductor, por lo que puede revelarle el sentido de la inextricable novela de su antepasado Tsui-Pen, enigma secular que ha agobiado con la vergüenza a la noble familia del chino. La novela de Tsui-Pen es una metáfora de la idea que su ancestro tenía sobre el tiempo; en ella, «el oblicuo Tsui-Pen» despliega, mediante la estructura narrativa misma de la caótica novela, una original concepción donde existirían series de tiempos convergentes, divergentes o paralelos: en tales series habitan todos los futuros posibles.
Es así que el cambio cualitativo del personaje no se limita a su subjetividad, sino que hace a la efectuación misma del relato, a los encadenamientos narrativos entre sus dos tramas, constituyéndose como puesta en escena escrituraria de una filosofía fantástica: múltiples series que se cruzan, se superponen o secularmente se ignoran. En efecto, en uno de esos tiempos, Yu Tsun y Albert representan a dos países en pugna y son enemigos; pero a la vez, para el chino, su víctima ha sido el más grande de los benefactores; cabe observar, además, que tales instancias ocurren simultáneamente, en un juego de convergencias y divergencias, superponiéndose entre sí como lo hacen los dos relatos, la historia de espías y la historia sobre El jardín de senderos que se bifurcan, título del cuento y de la novela-laberinto de Tsui-Pen. En síntesis: un diseño narrativo como figuración enigmática de una cosmovisión temporal, a la vez que ella deviene efectuación concreta; es la bisagra temporal que une y separa las historias, los destinos, los roles antagónicos de enemigo y benefactor, pues hace actuar como dispositivo de la narración a ese operador teórico.
Más arriba, formulé la hipótesis de que otro tanto ocurre en Crímenes imperceptibles, restan ahora unas breves reflexiones que permitan corroborarla; para ello retomo el hilo de la serie matemática seguida, paso a paso, por el profesor de Oxford para poder mostrar el funcionamiento patológico de la mente criminal que ha dejado esas señales simbólicas. Una pregunta ingenua podría serme de ayuda: ¿por qué se califica de «imperceptibles» a esos asesinatos, si los cadáveres están bien a la vista? He aquí el guiño al lector; lo imperceptible no es la evidente sucesión de muertes, pues, excepto la primera, las otras son muertes naturales; tal enmascaramiento tiende a sustentar la auténtica puesta en escena que efectúa el genial matemático, a fin de ocultar, como se dice proverbialmente, el árbol en el bosque. No se trata del tradicional desenlace sorpresivo, inaugurado por la novelista inglesa Agatha Christie, donde el detective-narrador resulta ser el asesino; aquí, el abrumador despliegue de la explicación lógica de la serie tiene por objeto proteger al verdadero culpable. Había señalado ya que el proceso abductivo llevado a cabo por Seldom exhibía, en la escena narrativa, la teoría del teorema de Göbel sobre la incompletitud, cuestión epistemológica que deviene narración del enigma, desplegada por las operaciones racionales del detective. Sin duda, es el aprendizaje escriturario que Martínez adquiere de Borges; la clave del homenaje textual se halla en el pasaje que, como epígrafe, encabeza este trabajo, pues «el poeta de su país» –en palabras del matemático– es la evidente alusión al Borges del poema «La noche cíclica», con la cita incrustada de su primer verso.
A la postre, sin embargo, en un pase de prestidigitación, todo ha cambiado: la exhibición de la incompletitud no se halla en el proceso abductivo, en la lógica, ni en la matemática; todo eso tan evidente, es en verdad, lo imperceptible. La incerteza que Göbel demostró para el campo matemático invade lo real –es decir, lo verdaderamente ocurrido, y no lo demostrable– puesto que esa verdad quedará para siempre ignota; aunque el narrador-personaje descubre la trama y lo poco que queda por aclarar le es revelado por el mismo Seldom, no denunciará al culpable; sabe que la verdad es mucho menos verosímil que el juego de pseudo enigma lógico/solución montado por el profesor escocés.
Es interesante observar que si bien –he insistido en ello– la reescritura de Martínez deja ver su profundo conocimiento de los procedimientos narrativos borgesianos, hasta el punto de atreverse a cruzar operaciones de escritura dados en dos textos que constituyen distintas vertientes del relato policial, ello no obsta a que la poética de la novela difiera considerablemente de la de ambos textos-ancestros. En efecto, tanto en los usos paródicos del policial para articular burlescas alusiones políticas, cuanto en el uso de un género «menor» –el relato de aventuras criminales en la historia del espía– para plantear una cuestión fantástico-filosófica, Borges se mantiene coherente con la estilización propia de una poética hostil al realismo; los personajes son esquemáticos sostenes de las funciones actanciales del perseguidor y el perseguido; las motivaciones no importan, son meras excusas para sostener el lúcido entramado intelectual, donde el brillo de la pulida superficie impide advertir la menor sutura y deja deslizar el movimiento entre la diferencia y la repetición. Por el contrario, la poética de Martínez se apoya en una verosimilitud realista: no es otra la causa del brusco cambio que, dejando de lado la fascinación intelectual del razonamiento y de la matemática, cede el paso a una de las más viejas motivaciones humanas: el amor paternal que protege, contra toda razón, verdad o ética.

BIBLIOGRAFÍA
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