(Notas para un programa de Silvia Hopenhayn)
Ireneo Funes nace en 1868, en Fray Bentos. Tiene la cara taciturna y aindiada. Fuma y ha sido trenzador. Toma mate de una calabaza con las armas de la Banda Oriental. Tiene una voz pausada. Vivió sobre el fin del siglo XIX y el narrador lo describe al conocerlo como un compadrito de Fray Bentos que no se daba con nadie y sabía siempre la hora, como un reloj. Es hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y de padre desconocido (quizá el médico del saladero, quizá un domador o rastreador). Vive con su madre, a la vuelta de la quinta de Los Laureles. En un accidente en la estancia lo voltea un día un redomón (un caballo azulejo) y queda tullido, sin esperanza. No se mueve del catre, con los ojos en las higueras del fondo, o en una telaraña. Tenía algo de soberbio (“llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado”). Escribía cartas floridas y ceremoniosas. Se convierte en un gran lector (que le pide libros y un diccionario de latín al narrador). En la confesión al narrador, durante una larga noche, el propio Funes atribuye un antes y después en su vida a la caída. Dice que su memoria prodigiosa la adquirió cuando recobró el reconocimiento: “El presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales”. Pero a la vez su memoria es también como una maldición, un “vaciadero de basuras”.
Le revela al narrador “que hacia 1886 discurrió un sistema original de numeración, y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil”. Cada palabra tenía para él un signo particular, “una especie de marca”, y proyectó un idioma todavía más minucioso que el que imaginó Locke, ya como un absurdo: “Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado”.
Era incapaz de ideas generales, platónicas. “No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares… Le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente)”.
Le resultaba muy difícil dormir. Tenía un truco: miraba hacia el este unas casas nuevas, desconocidas, y las imaginaba “negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea”.
Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. El narrador sospecha que, sin embargo, no era muy capaz de pensar. “Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer”. Ireneo Funes muere en 1889, de una congestión pulmonar, “con una oscura pasionaria en la mano”, a la que mira durante todo el día, viendo todo el tiempo algo diferente. Tenía, en ese momento, diecinueve años.
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