(Sobre la película Seconds, de John Frankenheimer)
Hace un tiempo, muy tarde a la noche, vi a medias dormido una película empezada en la televisión. Un hombre de unos cincuenta años, trajeado como un directivo bancario, entraba a un frigorífico, era llevado con cortesía entre las reses hasta una salida lateral y subido a la parte trasera de un camión. Con el mismo secreto y eficiencia se lo baja y se lo conduce en ascensor a una oficina. Mientras espera, una secretaría le ofrece un té, que tiene alguna clase de droga. El hombre tiene un sueño vívido y aterrador en el que viola a una mujer. Se despierta y quiere escapar del lugar. Busca el ascensor por donde lo subieron. Pero no hay botones para llamarlo. Avanza por un pasillo y abre una puerta. Se encuentra entonces con algo así como un aula de facultad, una gran sala de espera donde otros hombres muy parecidos a él -en la edad, en los trajes- parecen estar en un limbo ensimismado, cada uno en su pupitre. Algunos hacen solitarios, otros juegan al ajedrez, otros dibujan o escriben en cuadernos. Nadie le presta mucha atención. Él pregunta cómo salir y alguien entra en la sala y se lo lleva apresuradamente, a otra oficina, donde tendrá por fin su entrevista.
A esta altura yo me había despertado por completo y la sucesión de imágenes de pesadilla también se empezaba a aclarar para mí en la pantalla. La entrevista es una versión del pacto con el diablo: al hombre, en las oficinas de esa compañía, se le ofrece una nueva vida, en la que pueda realizar sus sueños postergados. Se le hará una renovación estética “masiva” y se buscará un cadáver de sus mismas dimensiones para simular una muerte verosímil que cierre su existencia anterior. Será un “renacido” y la compañía lo ayudará en el primer período de adaptación. Bajo los efectos del pentotal se le pregunta qué es lo que desearía ser más que nada en esta nueva vida. Tenista profesional, responde el hombre. Aquello ya no puede ser. La segunda opción del hombre es dedicarse a pintar. Esto sí puede arreglarse. Lo conducen a un quirófano y después de una larga operación el hombre adquiere la apariencia de… oh, no: ¡Rock Hudson! Y sin embargo, contra todas las previsiones, Hudson hace un papel más que digno, porque consigue borrarse a sí mismo y uno ve, todo el tiempo, al hombre anterior, atrapado, perdido, en el nuevo cuerpo. La película avanza en la vida flamante y feliz que la compañía prepara para el hombre y aún así uno nunca deja de recordar aquella sala de espera, que queda como un anuncio pendiente, un extraño tic tac en la memoria. Pocas veces vi en el cine una escena aparentemente accidental con tanta fuerza simbólica de anticipación. Porque mientras se suceden los meses en ese lugar paradisíaco junto a la playa donde el hombre intenta pintar, uno nunca deja de pensar en esa sala de espera y de sentir que durante esos mismos meses posiblemente nada se ha movido allí. Y que esa puerta que él ha visto cerrarse se volverá a abrir.
Al día siguiente, en una búsqueda rápida, descubrí que la película era Seconds, de John Frankenheimer (de 1966). Tardé bastante en encontrarla en un video club. Al verla por segunda vez, desde el principio, es difícil quedarse con una sola escena: las imágenes de los títulos, (los rasgos deformados de una cara) ya son extraordinarias. Los diálogos, con los personajes mefistofélicos de la compañía, y en el reencuentro con la esposa, son también magníficos. Y después está, por supuesto, la escena a la vez sensual y pavorosa, inesperadamente explícita, de la orgía hippie en la celebración a Baco. Parte del gran arte de Frankenheimer es convencernos de que una casa junto al mar en Malibu, tiempo infinito para pintar, un mayordomo atento a todas las necesidades y una novia joven y bien dispuesta para las orgías también puede ser una vida de pesadilla.
Aún así, vuelvo a quedarme con esa sala de espera, que en el medio de la noche, cuando no sabía nada aún de la trama, me dijo casi todo con su solapado poder simbólico. Cuando en la infancia nos asomamos por primera vez a un ataúd y alguien nos retira rápidamente, cuando entramos a un hospital para acompañar a un familiar enfermo y salimos a la vida y al cielo abierto, cuando entramos por primera vez a un cementerio y caminamos con apuro aliviado de regreso, ya sabemos, como sabía el hombre de la película, que no es exactamente un error haberse asomado allí, sino un aviso. Y que no importa cuánto intentemos alejarnos, a su debido tiempo volveremos, esas puertas se abrirán para nosotros, esos lugares de los que creímos apartarnos son todos pacientes salas de espera.
PS: Como otra curiosidad: me entero de que Rock Hudson había apostado a esta actuación en Seconds para darle un giro “serio” a su carrera. Y que llegó a obsesionarse durante la filmación con el personaje que interpretaba. También para él Seconds era la posibilidad de una nueva vida. Pero los críticos de la época despreciaron unánimemente la película y Hudson tuvo que volver a la amable lobotomía de sus comedias.
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