Publicado en Ámbito Financiero, octubre 1998.
En el verano del 93, poco después de que se publicara mi primera novela, yo estaba escribiendo, muy lentamente, el primer capítulo de La mujer del maestro. Ya estoy acostumbrado a esta lentitud inicial: me resigno a considerarla un tiempo de espera en que las ideas y las diferentes posibilidades, al principio siempre demasiadas, luchan entre sí para dirimir cuáles van a quedar. Tenía bastante claridad sobre los personajes del triángulo maestro-mujer-discípulo, pero veía aproximarse una primera dificultad: con qué grado de realismo, con qué grado de distorsión, describir el trasfondo y los ambientes del mundo literario al que debería asomarse, por un tiempo, mi escritor novicio.
Creo que cada novela debe proponerse construír su mundo, suficientemente separado del mundo; que debe haber cierto extrañamiento e independencia de la ficción. Pero esta separación, este desapego de la realidad, siempre corre un peligro: el de la inverosimilitud. Borges solía resolver este problema situando a sus personajes a principios de siglo, en épocas difíciles de corroborar. En Acerca de Roderer nada de esto me había preocupado, porque desde el principio el lugar elegido, un pueblo pequeño y ficticio, casi atemporal, estaba de por sí alejado y a resguardo de las superposiciones con la realidad más inmediata. Pero La mujer del maestro transcurre en el Buenos Aires actual, donde el mundo literario existe con profusión, con largos brazos y cabezas reconocibles y múltiples. A este mundo tan nítido y evidente yo tenía a la vez que sonsacarle y oponerle mi propia construcción. Tampoco sabía muy bien cómo hablarían los personajes. Para mí el registro coloquial no es, no debe ser, un ejercicio de oído sobre el habla corriente, sino, otra vez, una construcción. Sabía, digamos, que mis personajes hablarían como intelectuales, con permanente ironía, pero no mucho más. Empecé a darme cuenta entonces de un detalle, que podía ser grave o saludable para una novela acerca de literatos y literatura: yo conocía en realidad, personalmente, a muy pocos escritores. Es decir, conocía algunos de mi generación, pero casi no había frecuentado fiestas, ni reuniones, ni presentaciones. Sabía, en fin, bastante poco del ambiente literario, que me parecía a la distancia un mundo de arenas movedizas, con demasiados rencores, dobleces y arbitrariedades. Tuve entonces un pequeño golpe de suerte. Me invitaron a un encuentro de narradores en Villa Gessell y en un solo fin de semana vi reunidos, discutiendo, cenando y jugando al paddle, a más de cuarenta escritores argentinos. Varias de las líneas de diálogo de la novela son de mis apuntes mentales de aquel encuentro. Otras son citas; pero las citas más o menos constantes y los duelos de ingenio también forman parte de las conversaciones entre escritores.
Pero hubo otra feliz coincidencia: en esa misma época viajé, junto con otros diez escritores argentinos, a un congreso en España de la nueva literatura hispanoamericana que duró tres semanas y que tenía esta particularidad: cada lunes llegaban y se quedaban unos días con nosotros, para participar en las sesiones y discusiones, dos o tres escritores famosos. Estuvieron Jorge Amado, Roa Bastos, Goytisolo, Arreola, Mario Benedetti. Y en el recambio de la segunda semana llegó Saramago junto con su esposa. Ya se decía en ese momento que estaba en la lista de espera para el premio Nobel. Nos causó a todos, de inmediato, una gran impresión: parecía, desde el punto de vista intelectual, el más sólido, el más profundo. Tenía una postura absolutamente escéptica, sin resquicios, sobre la impotencia de la literatura en lo social, y la inutilidad de toda idea de compromiso literario. Sostenía que ningún libro, nunca, había modificado en nada, ni podría modificar, el curso de la historia. Era, en el marco juvenil del congreso, una posición antipática, pero al mismo tiempo, como demostró luego en la discusión, la más meditada. En ese debate posterior no hizo ninguna concesión. No se echó atrás ni un milímetro. A mí me intrigaba la combinación de este escepticismo extremo, que se extendía, según conversamos luego con él, a un pesimismo existencial muy hondo, con un molde de pensamiento riguroso, sereno, y firmemente marxista. Nunca me había encontrado antes con un pesimista marxista.
En algunos hoteles de Europa los ceniceros, si uno los da vuelta, tienen la inscripción "gently stolen from..." y el nombre del hotel con su monograma en la parte de abajo, para que se sepa de dónde fue "gentilmente robado". La apariencia física de Jordán en mi novela, delgado, reseco, nudoso, con un pulóver escote en v que le daba un aspecto deportivo y la espalda rígida y erguida, tiene algo que ver con la figura de Saramago y el pulóver que usaba en esos días. También una de las líneas más escépticas de la conversación de Jordán con el joven aspirante fue gentilmente robada de algo que me dijo.
Nada de esto, sin embargo, pude incorporarlo de inmediato en mi novela; en mayo del 93 viajé a Inglaterra para sumergirme durante dos años en la matemática. Recién en el 95, durante unas largas vacaciones en España, estas voces murmuraron otra vez, y todo empezó a volver y a ocupar lentamente su lugar.
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