Lo que repito tres veces

Publicado en Clarín con el título La historia interminable, octubre 1998.

  Tuve la idea casi completa de La mujer del maestro mientras terminaba mi libro anterior, Acerca de Roderer, que me había resultado en más de un sentido difícil y agotador. En contraposición esta historia de amor y engaños entre escritores, que yo imaginaba como una inversión irónica y en clave contemporánea del triángulo maestro-mujer-discípulo de Henry James, se me aparecía como algo cerrado y atractivo, que sería leve y seguramente placentero de escribir y no me demoraría más de unos meses. Error. Thomas Mann decía que las ideas de sus novelas se le presentaban siempre bajo una apariencia engañosamente simple y que no estaba mal que así fuera, porque era esta simplicidad ilusoria lo que lo animaba a acometerlas.

Noto que a mí lo que me ata para bien o para mal a una historia es haber entrevisto el final. En el caso de La mujer del maestro conocía el final, incluso con su última frase, pero también mucho más antes de empezar: fragmentos enteros de la trama, detalles de muchas escenas, diálogos, voces, citas. Veía por ejemplo nítidamente el principio, el momento y el lugar en que el joven aspirante a escritor conoce a esa mujer hermosa e inaccesible, fielmente casada con la persona más inconveniente: el único escritor argentino que él admira. Me puse a escribir a principios del 93 y terminé el primer capítulo con relativa facilidad. Siempre me propongo que el primer capítulo apunte ya, aunque sea mínimamente, a todos los asuntos principales de la novela: en este caso, además de la línea inmediata de tensión sexual, el tema de la obra inconclusa y cerrada bajo llave de Jordán, pero también la relación entre la vida privada del escritor y el mundo, las tentaciones y peligros de los sandwichitos de los happenings literarios y otro tema quizá menos evidente: la lucha de una mirada todavía ingenua por encontrar lo artístico en lo real, los vasos comunicantes del cinismo y las fuerzas paradójicas de la inocencia.
  En mayo del 93 me fui a Inglaterra y tuve una inmersión profunda en la matemática; en los pocos intentos por volver a la novela pude comprobar, con un asombro algo aterrado, cómo se retiran las palabras cuando la vida transcurre en otra lengua. Pasaron dos años. Como diría Elvio Gandolfo, sólo en literatura se puede resumir con tanta tranquilidad: pasaron dos años. En mayo del 95 nos instalamos por tres meses en Tossa de Mar, un pueblito cerca de Barcelona, donde pude por fin recuperar el rastro perdido. Escribí muy trabajosamente otros dos capítulos y antes de volver se los mostré a mi agente. Se entusiasmó y me contagió por un tiempo parte de ese entusiasmo. Ya de regreso en la Argentina tuve durante un largo año más una pulseada fría y exasperante con el texto hasta que logré terminar un primer borrador completo. Había sobre todo un problema cerca del final que no me dejaba avanzar. Escuché una vez a Jorge Amado decir que frente a un problema los escritores tienen en general dos soluciones posibles: una más o menos inmediata, de oficio, que permite salir rápidamente del paso, y otra siempre más oculta, siempre más lenta en emerger, pero que uno reconoce cuando por fin la ve como la única verdadera. Esto plantea una cuestión interesante de moral artística: ¿esperar siempre? ¿esperar en casi todos los casos? ¿no esperar nunca? El mismo Henry James se refiere a este dilema: “Cuando lo irreparable ya se ha hecho”, es decir, cuando se tomó la decisión de escribir “mal” para poder continuar. Es en este sentido que yo le hago decir a uno de los personajes que la literatura es, sobre todo, vigilia. Tengo la convicción platonista de que las historias llevan en sí una forma acabada, que uno debe descubrir a partir de los fragmentos siempre decepcionantes, siempre incompletos, del texto, y que esta aproximación es la verdadera batalla que libra el escritor. No creo en los sufrimientos y tormentos de la creación, pero tampoco en la felicidad imparable de conejo. Los momentos raros de euforia que me da la literatura tienen que ver con la aparición imprevista de las piezas que faltaban en el rompecabezas, con reordenamientos súbitos en los que uno alcanza a ver lo que verdaderamente había en la historia, lo que no sabía antes de empezar. Cuando uno de los personajes habla del mito de Prometeo reconozco mi propia emoción, cuando abrí el poema de Esquilo y encontré en la primera página, esperando tranquilamente, la última ligadura que precisaba.
  Durante seis meses corregí sucesivas versiones; corregir sí me da felicidad y puedo tachar y cambiar palabras interminablemente: siempre me resultó difícil saber cuándo detenerme. En diciembre de 1997 decidí que la novela estaba lista. Habían pasado cinco años y me había mudado de casa seis veces.
  Si en Acerca de Roderer había tratado el tema del conocimiento, en La mujer del maestro quise tocar esa otra forma de conocimiento que es el arte. No necesito decir que el mundo literario que describo es, obviamente, una construcción. Aun así, no creo que pueda librarme totalmente del juego de “quién es quién” en la novela. Pero sobre esto podría decir, como Jordán: No crean todo lo que digo y mucho menos todo lo que escribo: sólo lo que repito tres veces es verdad. En La mujer del maestro todos los personajes son ficticios. En La mujer del maestro todos los personajes son ficticios.

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