Publicado en V de Vian (No 32), Febrero de 1998.
Hay elementos en la estructura del cuento -posiblemente la brevedad, la rigurosidad- que llevan fácilmente a la tentación de enunciar reglas para el género y a imaginar posibles clasificaciones y decálogos. La suerte común que corren estos intentos es que o bien son demasiado vagos y generales como para tener algún interés o bien dejan escapar, cualquiera sea la cantidad de axiomas considerados y de precauciones tomadas, un exponente de cuento perfectamente legítimo y admirable que se burla de la ley. Y de la misma manera que en el libro "Las cien formas de decir NO a la prueba de amor", la respuesta número cien es SI, en todo decálogo del cuento la máxima número diez parece condenada a ser, como sugirió Abelardo Castillo: no tomen las nueve anteriores demasiado en serio.
Esta insuficiencia de todos los intentos de formalización puede conducir a la opinión teórica rápida y aliviada de que no hay en realidad preceptos a tener en cuenta a la hora de acometer un cuento. Y sin embargo, y esto lo sabe cualquiera que se haya puesto seriamente a la prueba, a poco de empezar se descubre que las leyes que uno creyó haber echado por la puerta volvieron por la ventana. Son leyes escurridizas, intangibles, que se reconocen en ejemplos particulares pero no se dejan abstraer con mucha generalidad ni enunciar fácilmente. Menciono dos que me parecen particularmente profundas. La primera la sugiere Borges por oposición en un párrafo en el que trata de establecer la distinción entre cuento y novela. Borges pasa por alto la diferencia más inmediata y superficial de la extensión y observa que lo que caracteriza a la novela es que la atención está centrada en los personajes, que lo que importa en una novela, por sobre todo, es la evolución de los personajes. En los cuentos lo primordial es la trama, los personajes sólo tienen importancia como nodos de esa trama y pierden, por lo tanto, grados de libertad.
La segunda la enuncia Ricardo Piglia en sus "Tesis sobre el cuento", en un artículo aparecido en "Clarín" hace algunos años. Dice allí que todo cuento es la articulación de dos historias, una que se cuenta sobre la superficie y otra subterránea, secreta, que el escritor hace emerger de a poco durante el transcurso del cuento y sólo termina de revelar por completo en el final. Esta idea coincide con la imagen más frecuente que tengo yo del cuentista: un ilusionista que desvía la atención del público con una de sus manos mientras realiza su acto de magia con la otra. Un mérito adicional de esta aproximación es que permite mirar al cuento no como un objeto terminado, listo para los desarmaderos de los críticos, sino como un proceso vivo, desde su formación.
Una ligera variación sobre esta idea permite pensar al cuento como un sistema lógico. La palabra "lógica", deslizada en un contexto artístico, no debería provocar necesariamente sobresaltos: la lógica -que no debe confundirse con los rígidos silogismos del secundario ni con el fragmento binario que usa la matema'tica- ha probado ser una materia muy maleable. Desde el momento histórico en que el joven estudiante Lobachevsky, a principios de 1800, niega el quinto postulado de la geometría euclidiana creyendo que llegará a un absurdo y se asoma en cambio a un nuevo mundo geométrico, perfectamente extraño, pero perfectamente consistente, una revolución silenciosa estalla en el pensamiento humano. Desde entonces diferentes disciplinas y ramas del pensamiento se han dado su propia lógica. Así, el Derecho formaliza y trata de automatizar sus criterios de evidencia y validez, la matemática empieza a razonar con lógicas polivalentes, la psiquiatría hace ensayos para modelar la lógica de la esquizofrenia y los lavarropas incorporan la lógica difusa.
Qué es en definitiva un sistema lógico? Es un conjunto de presupuestos iniciales y una serie de reglas de deducción -pueden pensarse como reglas de juego- que permiten pasar con "legitimidad" de los presupuestos iniciales a enunciados nuevos. La variedad y diversidad de las lógicas depende fundamentalmente de las reglas de deducción elegida. En la lógica intuicionista, por ejemplo, no se admiten las demostraciones por reducción al absurdo y en la lógica trivalente se puede afirmar y negar a la vez sin escándalo una misma proposición.
Mirados de cerca, también los cuentos operan y proceden dentro de este esquema. En efecto, todo cuento empieza, igual que las películas de terror, creando una ilusión de cierta normalidad, en el estado -digamos- del sentido común. Pero desde el principio, por definición, este estado está amenazado veladamente, dentro del pacto tácito entre el autor y el lector de que "algo va a pasar". Las primeras informaciones, que pueden parecer casuales, son aceptadas dentro de ese contexto de normalidad. Es decir, al principio del cuento la lógica de la ficción coincide -o quizá deba decir se disimula- bajo la lógica usual del sentido común.
En nuestro esquema los presupuestos iniciales son estas primeras informaciones que se disponen como las piezas de ajedrez sobre un tablero al principio de la partida. Pero por supuesto estos datos iniciales, que para el lector pueden aparecer más o menos intercambiables o aleatorios, no son cualesquiera para el escritor: lo que es contingente en la lógica inicial es necesario en la lógica de la ficción; le hacen falta al escritor en uno u otro sentido para un segundo orden que por el momento sólo él conoce. Este segundo orden está regido por otra lógica y todo el acto de prestidigitación, el juego de manos del cuentista, consiste en la transmutación y en la sustitución de la lógica inicial de la normalidad por esta segunda lógica ficcional que se va adueñando poco a poco de la escena y a partir de la cual debe deducirse el final -si las cosas han salido bien- como una fatalidad y no como una sorpresa. De este modo la idea de Piglia de las dos historias puede sustituirse por la idea -menos exigente y por eso, más general- de dos órdenes lógicos posibles, o más precisamente, de una lógica única que se desdobla en dos en el transcurso del cuento*.
Hablé hasta aquí del escritor como un manipulador de lógicas más o menos astuto; pero también -a veces- el escritor es un artista. No hace mucho -y para volver a la imagen del ilusionista- vi en un programa de televisión a un viejo mago argentino al que le falta una mano, haciendo un show con cartas en Las Vegas. Estaba sentado en una mesa, con su única mano desnuda extendida sobre el tapete verde y rodeado completamente de personas que vigilaban desde todos los ángulos su rutina. La prueba era simple. Arrojaba de a una, boca arriba, seis cartas sobre la mesa, con los colores intercalados: rojo negro, rojo negro, rojo negro. Las recogía tal como habían quedado y cuando volvía a arrojarlas los colores se habían juntado: rojo rojo rojo, negro negro negro. No puede hacerse más lento, decía entonces. O quizá sí... quizá pueda hacerse más lento. Arrojaba entonces otra vez las cartas, más despaciosamente: rojo, negro, rojo, negro, rojo, negro. Las recogía, y los colores habían vuelto a juntarse: rojo rojo rojo, negro negro negro. Y entonces se sonreía para sí y repetía otra vez esa frase: No puede hacerse más lento... o quizá sí, quizá pueda hacerse más lento. Este sería entre los escritores el artista: un ilusionista con una sola mano que siempre puede decir, bajo todos los ojos: o quizá sí, quizá pueda hacerse más lento.
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