Publicado en La Nación, 1994.
Una tesis singularmente drástica de nuestra modernidad, y sin embargo ampliamente aceptada y repetida como un lugar común de la época, afirma la ineptitud de todos los sistemas filosóficos, la imposibilidad de las grandes síntesis del pensamiento y la inhabilitación en general de la razón para dar cuenta de la realidad. No es difícil imaginar por qué esta tesis tiene tanta popularidad: los filósofos son muchos, los libros de filosofía son largos, pensar es fatigoso y trae dolores de cabeza. Y luego, por supuesto, para leer a Schopenhauer hay que retroceder a Hume y a Kant, para leer a Sartre recaer en Heidegger, y no se puede ir a Marx sin pasar antes por Hegel, por Ricardo, por Feuerbach. Para entender a Wittgenstein hay que saber lógica, para leer a Vico, historia, para abordar a San Augustín, teología. Qué tentador, claro, que en este punto alguien nos convenza con un buen argumento de que nada de esto es necesario, que todos esos muchachos estaban equivocados y que podemos obviar sin culpa esos tres o cuatro mil libros.
En vez de un buen argumento hay un pase de manos demasiado rápido: la crítica parte de la afirmación de que la razón humana es limitada (lo cual, por supuesto, es cierto y tan novedoso como que, por ejemplo, los hombres son mortales, o que agitando los brazos muy ligero, uno no remontará vuelo) y a continuación se deshace de toda la historia del pensamiento haciendo pasar esta limitación por impotencia.
Pero la limitación, como protestó exhausto Casanova, no tiene nada que ver con la impotencia. El error, siempre el mismo, está en considerar el dominio de lo racional de una manera injustamente estrecha, como un conjunto acabado e inmutable de operaciones lógicas, una especie de tabla definitiva de silogismos; en una palabra, confundir a la razón con la parcela que utilizan, sobre todo, los matemáticos y los científicos. Pero ni siquiera en estos dominios la razón es algo acabado y rígido: así, por ejemplo, Lobachevsky, al negar el quinto postulado de Euclides, no solo expandió la geometría sino también la razón matemática, y en la física contemporánea dar un modelo adecuado para el mundo subatómico equivale a encontrar una lógica suficientemente elástica para explicarlo.
Lo que se deja invariablemente de lado es que la racionalidad, como cualquier otra facultad humana, se fue desarrollando en los hombres a lo largo del tiempo, en permanentes conflictos y demarcaciones e incluso a veces en paradójicas alianzas con la irracionalidad. La página de Nietzsche sobre la formación de la lógica en la mente humana como resultado de la supresión brutal de matices, de simplificaciones primitivas e igualaciones instintivas, necesarias para la supervivencia, pero fatalmente “ilógicas”, deja ver por un momento el insospechado dramatismo que hay detrás del modus ponens o las huellas de bestialidad en el teorema del resto. Así, la racionalidad es un proceso. Un proceso que avanza entre contradicciones, aproximaciones sucesivas, límites difusos y teorías siempre precarias, siempre provisorias, en la tierra de nadie de la realidad.
Mirando por un momento las cosas de este modo, mirando a la razón como una facultad viva y cambiante, tiene sentido preguntarse si no será posible refundar el entendimiento sobre una nueva forma de racionalidad, más ampliada, más sutil, más potente, que escape por igual a Kant y a Gödel y de la cual la razón filosófica tal como se conoció hasta ahora sea un caso “limitado” y particular. Mi novela Acerca de Roderer es una ficción en torno a esta pregunta, que equivale en el fondo a preguntarse sobre la posibilidad o imposibilidad de reinstalar una visión prometeica en esta época de pactos fáusticos.
Narrativa y fin de siglo
El posicionamiento frente a la racionalidad no deja de tener sus consecuencias en la narrativa actual. A diferencia de las religiones, que resisten impávidas el silencio de Dios, el pensamiento, mucho más huidizo, ante la primera grieta en sus edificios se fuga a la irracionalidad o al desánimo. Y del mismo modo que de la crítica justa a la razón positivista del siglo diecinueve nuestro fin de siglo parece sacar como extraño corolario el retorno de los brujos, y que del estancamiento del psicoanálisis brotan los manuales de autoayuda y las flores de Bach, así también en literatura de los vastos intentos totalizadores se ha saltado rápidamente al módico recetario del postmodernismo.
Una de las respuestas mecánicas de la desconfianza en las grandes síntesis es el refugio en la minimalidad. Esta literatura de intención minimal puede ser vista en cierto modo como continuación de la obra de Hemingway, con la variante de que no diferencia en general entre la punta del iceberg y un cubito del vermouth. Más allá del minimalismo, hay otros elementos mucho más extendidos y recurrentes, que configuran una auténtica retórica de “lo contemporáneo” y que casi permitirían escribir un manual de instrucciones para la novela moderna. (Es la vieja paradoja del tiempo: aunque a nadie le conviene reconocerlo, hay también a esta altura una forma clásica y tradicional de hacer literatura “moderna”).
La nueva retórica parte de una no muy novedosa opinión escéptica: la de que en literatura, esencialmente, “está todo dicho”. Desde este enfoque –como ya analizó Thomas Mann hace casi cincuenta años- la creación está condenada a dos vías muertas: la parodia y la repetición. La repetición, en nuestros días, lleva el nombre más prestigioso de “intertextualidad”. La parodia suele ser parodia de género, con llamadas constantes al lector para que no sea bruto y aprecie los guiños y las dotes de arquitecto del autor.
También hay un folklore para los personajes: el héroe debe ser escéptico o, mejor todavía, directamente cínico. Nada lo turba: mata con desgano, se inyecta heroína con aburrimiento, hace el amor con una sola mano. Es el típico personaje duro-irónico-noctámbulo-marginal-aunque no mal muchacho- de la literatura negra norteamericana, revivido una y otra vez con la excusa del toque paródico. Pero si miramos con atención: cinismo, frialdad, parodia, intertextualidad, literatura en segundo grado, autorreferencia, aburrimiento, ¿qué es lo que hay de común en estos elementos? Un único terror por no dejarse sorprender, por no quedar nunca más al descubierto. Al que no cree, por lo menos, nadie lo tratará de ingenuo, al que nada afirma nada se le podrá refutar. Del mismo modo, la parodia no puede ser parodiada ni la intertextualidad vuelta a mezclar. Nuestro fin de siglo, con un reflejo de mano escaldada, busca refugio en los estados terminales del escepticismo. ¿No es conmovedor el aire paternal y “avisado” con que estos autores nos recuerdan cada tres páginas que lo que estamos leyendo es “sólo ficción”? Incluso de esta mínima credulidad temporal –la lectura- sin duda para nuestro bien, quieren salvarnos. Pero el escepticismo, como posición, es tan inatacable como estéril, y en el dominio de la literatura –está a la vista- conduce rápidamente a caminos cerrados.
La pregunta natural, llegados a este punto, es la de si existe otra opción. Es verdad, por supuesto, que en literatura hay mucho definitivamente dicho, y por eso la otra opción no puede ser el estado de inocencia. Cualquier alternativa debe partir de reconocer que la literatura es, también, una forma de conocimiento, y esto obliga a tener en cuenta una larga historia de permanente invención, variación y agotamiento de recursos y de efectos, de teorías, de retóricas y de géneros. Pero ¿por qué suponer que esta historia ha llegado a su fin? Lo que se requiere, precisamente, es distinguir en la marea de obras lo que efectivamente “está dicho” de lo que queda por decir. Para formularlo como un programa: escribir contra todo lo escrito.
Claro está que “escribir contra todo lo escrito” se vuelve cada vez más difícil a medida que pasa el tiempo, no sólo por la razón inmediata de que aumentan los registros probados, la extensión de lo que ha sido tocado, sino también porque se agudiza a la par el grado de conciencia de la literatura sobre sí misma, de manera que también se desgastan rápidamente los mecanismos formales, las sucesivas retóricas. Así, cada nueva obra en nuestra época tiene que debatirse con una segunda exigencia de originalidad en el plano de lo formal: establecer su retórica propia.
Esta dificultad creciente de escribir tiene también, como un tentador escape, el abandono al “está todo dicho”. Curiosamente, por dos caminos distintos, uno “externo” y social, vinculado a la época y sus desilusiones y otro “interior”, relacionado a la historia íntima de la escritura, llegamos a la misma encrucijada entre escepticismo y originalidad.
Es posible que toda convicción sea al mismo tiempo una forma de la ingenuidad pero, al fin y al cabo, de convicciones y de alguna ingenuidad están hechas todas las obras del hombre.
El escepticismo, en tiempo de derrumbes, puede hacerse pasar fácilmente por inteligencia. Pero la verdadera pregunta de la inteligencia es cómo volver a crear.
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