Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, La cultura argentina de la democracia a la dictadura, España, 1994.
Toda selección de un registro, un tema, un título, induce una correspondiente distorsión, un campo magnético que orienta y trata de arrastrar las limaduras del pensamiento en una sola línea. Sobre todo cuando el tema toca la política. Sobre todo si la política y sus violencias han sido herencia de familia y una parte casi congénita de la vida de uno.
Este es mi caso, y si dejara a la memoria librada a sí misma en “modo político”, armaría demasiado rápido un cuadro que tendría seguramente como punto de partida de adecuado simbolismo una noche del 76, poco antes de que yo cumpliera catorce años, en que mi madre, llorando de impotencia, quemó buena parte de nuestra biblioteca en el patio de atrás de mi casa. Seguiría luego, inevitablemente, con las peripecias de mi propia militancia, todavía en dictadura, el recuerdo de reuniones clandestinas, la casa de una novia a la que se negó para siempre la entrada, la rítmica alegría de las marchas, la lectura absorta de Marx, Hegel y Sartre, las grandilocuentes asambleas universitarias. Pero todo esto, aunque verdadero, no deja de ser apenas reconocible. Porque una vez armado este cuadro, y para volver al principio, ¿qué ocurre si dejo saber que en esos mismos años de vehemente izquierdismo, con idéntica pasión y perseverancia, yo me entrenaba como jugador de tenis casi profesional en uno de los clubes más exclusivos de mi ciudad? Como se ve, a la vida no sólo le gustan las simetrías sino también los escándalos. ¿Qué queda de este relato “político” si se le restituyen y se le superponen todas las otras capas que la memoria dejó de lado, las múltiples vidas paralelas que todos /acarreamos/? No sólo la de tenista, en mi caso, sino también, y al mismo tiempo, un largo y penoso /intento/ en el mundo de la música, la trama familiar, los veraneos, los bailes de quince, el colegio, la Cultura Inglesa, los ciclos de cine-club y, como otra línea constante y heredada, una manera bastante fanática de leer y los primeros cuentos propios bajo la mirada atenta de un padre escritor.
Este es mi caso, y si dejara a la memoria librada a sí misma en “modo político”, armaría demasiado rápido un cuadro que tendría seguramente como punto de partida de adecuado simbolismo una noche del 76, poco antes de que yo cumpliera catorce años, en que mi madre, llorando de impotencia, quemó buena parte de nuestra biblioteca en el patio de atrás de mi casa. Seguiría luego, inevitablemente, con las peripecias de mi propia militancia, todavía en dictadura, el recuerdo de reuniones clandestinas, la casa de una novia a la que se negó para siempre la entrada, la rítmica alegría de las marchas, la lectura absorta de Marx, Hegel y Sartre, las grandilocuentes asambleas universitarias. Pero todo esto, aunque verdadero, no deja de ser apenas reconocible. Porque una vez armado este cuadro, y para volver al principio, ¿qué ocurre si dejo saber que en esos mismos años de vehemente izquierdismo, con idéntica pasión y perseverancia, yo me entrenaba como jugador de tenis casi profesional en uno de los clubes más exclusivos de mi ciudad? Como se ve, a la vida no sólo le gustan las simetrías sino también los escándalos. ¿Qué queda de este relato “político” si se le restituyen y se le superponen todas las otras capas que la memoria dejó de lado, las múltiples vidas paralelas que todos /acarreamos/? No sólo la de tenista, en mi caso, sino también, y al mismo tiempo, un largo y penoso /intento/ en el mundo de la música, la trama familiar, los veraneos, los bailes de quince, el colegio, la Cultura Inglesa, los ciclos de cine-club y, como otra línea constante y heredada, una manera bastante fanática de leer y los primeros cuentos propios bajo la mirada atenta de un padre escritor.
Este es el problema de todo intento “sociológico” de establecer una correlación entre una época política y sus escritores: los hechos políticos, aunque hayan sido devastadores (y lo fueron), aunque parezcan invadirlo todo, aunque toquen e incluso destrocen en algunos casos la vida personal del escritor, son siempre sólo una parte. La vida no es tan mezquina, no se deja apresar por un solo lado. En la metáfora de Goethe es un árbol y los árboles crecen en todas direcciones. Más aún, la obra de un escritor suele corresponderse mucho más con obsesiones íntimas, con los repliegues y singularidades de su vida privada, con búsquedas anacrónicas o librescas, con afanes experimentales, o con las aventuras de la imaginación, que con los signos obvios y ostensibles de su tiempo.
Aun así, aun cuando no tenga sentido inferir o “explicar” la obra de un escritor por las coordenadas políticas o sociales de su época (sería, además, muy descortés, porque a nadie le gusta ser “típico” en ningún sentido), hay otra indagación mucho más modesta que sí puede hacerse y es la de preguntarse cuáles son, en el credo literario de un autor, los elementos que derivan de su formación ideológica o de su exposición a una determinada época política. En mi caso, hasta qué punto la inmersión en la biblioteca de una generación anterior, los años de persecución y una militancia bastante prolongada dejaron su secuela en mi concepción de la literatura.
En este sentido, un primer elemento que me parece reconocer es la convicción de que las ideas no son enunciados abstractos o figuritas intercambiables sino que tienen su áspera terrenalidad y piden cuentas /y exigen actitudes y consecuencia/. La confrontación entre esta clase de idealismo y la realidad –aunque casi nunca en clave política- es muy frecuente en mis textos.
Un segundo dato, bastante obvio, es que no puedo pensar en la historia argentina reciente sino como en una tragedia. Esto –si bien no excluye necesariamente el humor- me inhibe de ciertos tratamientos paródicos e incluso frívolos que dieron al tema otros escritores de mi generación. Por otro lado, también me parece agotada la tradición opuesta del relato “testimonial”. Justamente por eso, porque hay una tradición importante agotada, creo que el problema de cómo abordar hoy lo político en la ficción es uno de los más difíciles e interesantes que uno puede plantearse. Yo intenté mis propias respuestas en los cuentos Infierno Grande y Retrato de un piscicultor. Por supuesto, el problema es todavía más difícil si uno se propone una novela abarcatoria de todo el período; documentos minuciosos sobre nuestra historia reciente, como Todo o nada, de María Seoane, dejan ver lo magnífica que podría ser la recompensa.
Pero quizá el elemento más importante, el sello de mi formación marxista, es el de la racionalidad. Desde la argumentación clásica de Marx sobre la necesidad /histórica/ del socialismo, basada en la irracionalidad del modo de producción capitalista, hasta la idea de vanguardia intelectual para la praxis política, todo el proyecto marxista, si se lo mira bien, puede ser entendido como el intento de sobreponer una determinada forma de racionalidad a la vorágine de fuerzas del desarrollo social. Este es el factor que en la dorada teoría diferenciaba a la revolución socialista de todas las revoluciones y revueltas anteriores: que con el fin de la lucha de clases, por primera vez los hombres podrían hacer entrar en razón al desarrollo económico, cerrando para siempre el capítulo de las necesidades materiales. En la frase resonante de Engels, acabaría así la prehistoria del hombre.
La interpretación más vulgar de la historia posterior infiere de la caída del muro y del fracaso del modelo de socialismo soviético no sólo la ruina filosófica del marxismo sino también la inhabilitación en general de la razón y de todo sistema filosófico para dar cuenta de la realidad. Sobre lo primero hay que decir que juzgar al marxismo por los destrozos de Stalin y la burocracia soviética parece tan injusto como culpar a Cristo por la Inquisición, o cargar en la cuenta del pobre Freud a las psicólogas de Para Ti.
Sobre el tiro por elevación a la razón, vale la pena detenerse un poco más. El esquema de la crítica es siempre igual y se ha convertido en un lugar común de nuestra época: parte de la afirmación de que la razón humana es limitada (lo cual, por supuesto, es cierto y tan novedosos como que, por ejemplo, los hombres son mortales, o que agitando los brazos viento en contra uno no remontará vuelo) y a continuación se deshace de toda la historia del pensamiento haciendo pasar esta limitación por impotencia. Pero la limitación, como protestó exhausto Casanova, no tiene nada que ver con la impotencia. El error, sobre todo, está en considerar a lo racional como un conjunto acabado e inmutable de operaciones lógicas, una especie de tabla definitiva de silogismos; en una palabra, confundir a la razón con la parcela que utilizan, sobre todo, los matemáticos y los científicos. Pero ni siquiera en estos dominios la razón es algo acabado y rígido: así, por ejemplo, Lobachesvsky, al negar el quinto postulado de Euclides, no sólo expandió la geometría, sino también la razón matemática, y en la física contemporánea dar un modelo adecuado para el mundo subatómico equivale a encontrar una lógica suficientemente elástica para explicarlo. De la misma manera, la inteligencia artificial es una reflexión en segundo grado de la razón sobre sus modos de operar y también la psiquiatría puede verse como una indagación de la razón sobre sus vértigos y sus desequilibrios.
Lo que se deja invariablemente de lado es que la racionalidad, como cualquier otra facultad humana, se fue desarrollando en los hombres a lo largo del tiempo, en permanentes conflictos y demarcaciones e incluso, a veces, en paradójicas alianzas con la irracionalidad. La página de Nietzsche sobre la formación de la lógica en la mente humana como resultado de la supresión brutal de matices, de simplificaciones primitivas e igualaciones instintivas, necesarias para la supervivencia pero fatalmente “ilógicas”, deja ver por un momento el insospechado dramatismo que hay detrás del modus ponens y las huellas de bestialidad en el teorema del resto. Así, la racionalidad es un proceso. Para usar una palabra muy vieja, es un proceso dialéctico, que avanza entre contradicciones, errores, aproximaciones sucesivas, límites difusos, falseamientos y teorías siempre precarias, siempre provisorias, en la tierra de nadie de la realidad.
Esta digresión no es un apartamiento del tema: el posicionamiento frente a la racionalidad en esta época de crisis tiene sus consecuencias en la literatura contemporánea. A diferencia de las religiones, que resisten impávidas el silencio eterno de Dios, el pensamiento, mucho más huidizo, ante la primera grieta en lo racional se fuga a la irracionalidad o al desánimo. Y del mismo modo que de la crítica justa a la razón positivista del siglo XIX nuestro fin de siglo parece sacar como extraño corolario el retorno de los brujos, y que del estancamiento del psicoanálisis brotan las flores de Bach y los manuales de autoayuda, así también en la literatura de la crisis de los grandes relatos históricos y el derrumbe de las sucesivas Imago Mundis se salta, con sospechosa rapidez, al módico recetario del posmodernismo. Una de las respuestas mecánicas de la desconfianza en las grandes síntesis y los intentos maximales de la literatura es el refugio en la minimalidad. Esta literatura de intención minimal puede ser vista, en cierto modo, como continuación de la obra de Hemingway, con la variante de que no diferencia en general entre la punta del iceberg y un cubito de vermouth. Más allá del minimalismo, hay otros elementos muchos más extendidos y recurrentes, que configuran una auténtica retórica de “lo contemporáneo” y que casi permitirían escribir un manual de instrucciones para la novela moderna. (Es la vieja paradoja del tiempo: aunque a nadie le conviene reconocerlo, hay también a esta altura una forma clásica y tradicional de hacer literatura “moderna”).
La nueva retórica parte de una no muy novedosa opinión escéptica: la de que en la literatura, esencialmente, “está todo dicho”. Desde este enfoque –como ya analizó Thomas Mann hace casi cincuenta años- la creación esta condenada a dos vías muertas: la parodia y la repetición. La repetición, en nuestros días, lleva el nombre más prestigioso de “intertextualidad”. En la práctica, esta palabra suele funcionar como una licencia al saqueo: dado que “está todo dicho” y toda nueva obra está condenada a ser repetición de otras, mejor entonces copiar concientemente. La parodia suele ser parodia de género, con llamadas constantes al lector para que no sea bruto y aprecie el ingenio y las dotes de arquitecto del autor. También hay un folklore para los personajes: el héroe debe ser escéptico o, mejor todavía, directamente cínico. Nada lo turba: mata con desgano, se inyecta heroína con aburrimiento, hace el amor con una sola mano. Es típico personaje duro-irónico-noctámbulo-marginal-aunque no mal muchacho- de la literatura negra norteamericana, el eterno detective it’s okey baby de las series, adaptado para casi todo rol en la narrativa actual, revivido una y otra vez con la gastada excusa del toque paródico. Pero si miramos con atención: cinismo, frialdad, parodia, intertextualidad, literatura en segundo grado, autorreferencia, aburrimiento, ¿qué es lo que hay de común en estos elementos? Un único terror por no dejarse sorprender, por no quedar nunca más al descubierto. Al que no cree, por lo menos, nadie lo tratará de ingenuo, al que nada afirma nada se le podrá refutar. Del mismo modo, la parodia no puede ser parodiada ni la intertextualidad vuelta a mezclar. Nuestro fin de siglo, con un reflejo de mano escaldada, busca refugio en los estados terminales del escepticismo. ¿No es conmovedor el aire paternal y “avisado” con que estos autores nos recuerdan cada tres páginas que lo que estamos leyendo es “sólo” ficción? Incluso de esta mínima credulidad temporal –la lectura-, sin duda para nuestro bien quieren salvarnos. Pero el escepticismo, como posición, es tan inatacable como estéril, y en el dominio de la literatura, está a la vista, conduce rápidamente a caminos cerrados.
La pregunta natural, llegados a este punto, es la de si existe, o al menos, si puede vislumbrarse otra opción. En gran parte, mi novela Acerca de Roderer es una reflexión sobre esta pregunta, sobre la posibilidad o imposibilidad de reinstalar una visión prometeica en esta época de pactos fáusticos. Esto equivale, en el fondo, a preguntarse si es posible refundar el entendimiento sobre una nueva forma de racionalidad, más amplia, más sutil, más potente. Sin detenerme en la búsqueda filosófica de mi personaje, sí quiero decir que uno de los ejemplos que tuve más presente para imaginar cómo podría ser esta nueva racionalidad fue, justamente, la misma narrativa. O –debería decir- mi visión personal de la narrativa como una forma de conocimiento.
Desde el punto de vista del escribir esta identificación entre narrativa y racionalidad no es nada demasiado extraño. Significa simplemente concebir cada obra como una trama en desarrollo de personajes, situaciones, relaciones, posibilidades, ocultamientos; como un organismo con leyes íntimas que se pone en marcha y que el transcurso de la lectura (de la escritura) permite conocer. Este conocimiento es de un tipo peculiar, aunque puede aparecer bajo las formas más diversas: como un nuevo ordenamiento de los hechos y las apariencias, una segunda coherencia más profunda; como una figura sumergida que se va haciendo visible; como una luz inesperada que alumbra todo lo que se había dicho y le otorga otra significación, o también, como una tensión mantenida a lo largo del texto y no necesariamente resuelta, un aire de extrañeza o de ambigüedad que sugiere algo más de lo que se dice, una alteración de valores, una mirada particular que permite ver de otro modo. En todos los casos –y esto es lo característico- representa una revelación, en las dos acepciones posibles: es lo que la obra tiene para decir de sí, lo que la justifica y le da sentido, lo propiamente literario que se revela, y al mismo tiempo resulta (si todo salió bien) una revelación a los ojos del lector, algo no previsible para el entendimiento de acuerdo con los datos iniciales, algo que no se podría haber deducido únicamente con las leyes de la razón, o de lo habitual, pero que se impone y convence por imperio de otras leyes –seducción, sugestión, belleza, verosimilitud, consistencia, necesidad, etc.- que constituyen, actuando en conjunto, una “razón literaria” propia de cada obra.
Ahora bien, reconocer a la narrativa como una forma peculiar de conocimiento significa reconocer un proceso histórico de permanente invención, variación y agotamiento de recursos, mecanismos, efectos, teorías, retóricas, géneros, modas, etc. Significa, sobre todo, distinguir en la marea de obras todo lo que ya sido revelado, lo que efectivamente “está dicho”. Desde este punto de vista la obra debe poner a prueba su revelación a los ojos de un lector que lo hubiera leído todo. Dicho de otro modo, dicho como un programa: debe escribirse contra todo lo escrito.
Claro está que “escribir contra todo lo escrito” se vuelve más y más difícil a medida que pasa el tiempo, no sólo por la razón inmediata de que aumentan los registros probados, aumenta la extensión de lo que ha sido “tocado”, se ocupan todos los resquicios, se agotan variantes, personajes, voces, temas sino también porque se agudiza a la par el grado de conciencia de la literatura sobre sí misma, de manera que también se desgastan rápidamente los mecanismos formales, las sucesivas retóricas. Así, cada nueva obra en nuestra época tiene que debatirse contra una segunda exigencia de originalidad en el plano de lo formal: establecer su retórica propia.
Esta dificultad creciente de escribir tiene también, como un tentador escape, el abandono al “está todo dicho”. Curiosamente, por dos caminos distintos, uno “externo” y social, vinculado a la época y sus desilusiones y otro “interior”, relacionado a la historia íntima de la escritura, llegamos a la misma encrucijada entre escepticismo y originalidad.
Ya sabemos –y lo hemos aprendido de un modo muy duro- que toda convicción puede ser una forma de la ingenuidad, pero al fin y al cabo de convicciones, y de alguna ingenuidad, están hechas todas las obras del hombre. El escepticismo, en tiempo de derrumbes, puede hacerse pasar fácilmente por inteligencia. Pero la verdadera pregunta de la inteligencia es cómo volver a creer, cómo volver a crear.
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