El afinador de pianos
Daniel Mason
Narrativa Salamandra, 372 páginas, 2004.
Publicada en La Nación con el título Riesgosa exquisitez de estilo, 2004.
Daniel Mason
Narrativa Salamandra, 372 páginas, 2004.
Publicada en La Nación con el título Riesgosa exquisitez de estilo, 2004.
Una novela es muchas veces una sola imagen, una visión afortunada que la escritura luego sólo expande, desarrolla, o quizá, mejor, desenrrolla hasta las últimas consecuencias. En el caso de El afinador de pianos, la primera y muy exitosa novela del escritor norteamericano (y biólogo) Daniel Mason, esa imagen es la de un delicadísimo piano Erard en un alejado fuerte británico en Birmania, en los confines de la expansión colonial inglesa. Un piano que fue transportado allí penosamente por la decisión y tozudez del erudito comandante y médico del fuerte, Anthony Carroll, para ser ejecutado como parte de una milimétrica y misteriosa estrategia diplomática, pero que está, por la humedad y el calor asiático, fatalmente desafinado. El comandante requiere de Londres el envío urgente de un afinador y es así como el Ministerio de Defensa convoca para la travesía al apacible experto Edgar Drake, el verdadero protagonista de la novela. Como se ve, todos los elementos están admirablemente dispuestos desde la primera página, en la carta en que se cita a Drake. Pero a la vez, esta claridad de enunciación se convierte en un doble filo riesgoso para el autor. Porque el lector de inmediato imagina por su cuenta y por anticipado el juego de símbolos y la posible dirección de los acontecimientos: un viaje con peripecias en que el apocado Drake se expondrá al mundo, la puesta a prueba de la fidelidad a su esposa, la configuración durante el trayecto por rumores y relatos de un adecuado halo de leyenda alrededor del excéntrico comandante que lo espera en destino, descripciones extasiadas de arroyos y montañas birmanas, el contraste entre el burgués y rutinario Londres victoriano con el exótico fragmento de Oriente que se pretende “civilizar”.
Lejos de sorprender, la novela avanza paso a paso por esta huella, ya hondamente transitada por Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas, por Graham Greene en el cuento “Una oportunidad para el señor Lever” y por Francis Ford Coppola en la película Apocalypse Now. Se intuye, por ejemplo, que nada verdaderamente importante ocurrirá hasta que Drake arribe a destino y aún así la novela demora casi doscientas páginas en llegar a este punto. Pero quizá lo más curioso es el imperturbable conservadurismo de estilo, al que podría caberle la ironía de Lodge: “tan anticuado que es casi experimental”. Este modo, que tiene su encanto inicial, empieza a impacientar cuando se contagia en su rigidez a los diálogos y las relaciones humanas y cuando se percibe, como un subrayado demasiado insistente, la intención de acicalar y hacer “bella” cada escena. También la visión ideológica sobre el colonialismo, a pesar de las precisiones históricas bien documentadas, es de una ingenuidad abrumadora.
La segunda parte, de todos modos, alcanza una auténtica altura dramática y muestra cuál hubiera debido ser el nudo de interés principal: la ambigüedad sobre el patriotismo y las verdaderas intenciones de Carroll, el triángulo amoroso apenas insinuado cuyo tercer vértice es la sugestiva Khin Myo y el síndrome de “los comedores de loto” para Drake, quien, como los personajes de La Odisea, ha probado del dulce fruto y ya no puede regresar.
En el afán por dar a su obra un tono “exquisito”, Mason, afortunadamente, logra también momentos excelentes: las jornadas de trabajo técnico sobre el piano, la elección de la partitura que ejecutará, la suave seducción de Khin Myo, el intento de poner a salvo el piano de los ataques al fuerte, la reunión de Carroll en una tienda con los jefes rebeldes. Si se tiene en cuenta la juventud del autor -y si la juventud del autor debiera tenerse en cuenta- el conjunto de lo que ha logrado en esta primera novela es muy destacable. Quizá la clave de lo que no se alcanza esté dada por el epígrafe de Plutarco que abre la historia: “La música, para crear armonía, debe estudiar lo discordante”. Mason ejecuta su partitura con una prosa afinadísima, pero que no se expone a ninguna disonancia.
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