UN LIBRO QUE DICE "LÉEME"
Once tipos de soledad
Richard Yates
Emecé, 253 páginas, 2003.
Publicada en La Nación con el título Ese delicado equilibrio, 2003.
Richard Yates
Emecé, 253 páginas, 2003.
Publicada en La Nación con el título Ese delicado equilibrio, 2003.
Los libros extraordinarios, y Once tipos de soledad lo es, deberían venir, como el frasquito de Alicia, con un rótulo que dijera Léeme, para poder distinguirlos en el lugar donde es más fácil pasar por alto un libro extraordinario: las mesas de novedades de una librería.
El autor, Richard Yates, no es precisamente una novedad. Nacido en 1926, contrajo tuberculosis en el frente durante la Segunda Guerra Mundial, como uno de los personajes de sus cuentos. Después de una larga convalecencia vivió un tiempo en Francia y de regreso en los Estados Unidos se dedicó a escribir cuentos y novelas (Revolutionary Road, A Special Providence, A Good School) y también a enseñar en los talleres de escritura, los primeros en su género, en la Universidad de Iowa. En una excelente introducción la escritora Esther Cross lo vincula a la familia que tiene como padres a Chejov y Hemingway, como hermanos mayores a Tennessee Williams y J. D. Salinger y como hermanos menores a Richard Ford, Raymond Carver y Dorothy Parker. Yates fue considerado además en su país el maestro de toda una generación de escritores, dentro de la corriente de libros tan desiguales que se identifica, demasiado rápidamente, bajo el nombre de minimalismo. Pero un gran escritor es siempre una excepción, no sólo a su época, no sólo a su “familia”, sino también a los marcos teóricos y estéticos en los que él mismo u otros lo enrolan. Y si es verdad que predominan en su escritura los protocolos minimales: la sobriedad del tono, la cuidada naturalidad de los diálogos, la atención a los “preciosos detalles” (un sobre de fósforos destrozado por una mano nerviosa en el interior del saco, las yemas de color gris brillante de un taxista al cabo de su jornada), estos procedimientos minimales están puestos, como quería Flannery O’Connor, al servicio de los dilemas “maximales” de la existencia, lo que Yates llama con apenas un poco de sorna en boca de otro de sus personajes “el misterio básico de lo humano”. El soldado enfermo de tuberculosis, enclaustrado en la mullida rutina de un hospital en Long Island, que ha cortado amarras con el mundo y no resiste siquiera una hora de visita de su esposa, es al mismo tiempo el Hans Castorp de La montaña mágica y el terrible moribundo Iván Ilich. El alucinado Leon Sobel de “Luchar con tiburones” o el taxista de “Constructores” son variantes patéticas en su pequeñez de la nostalgia por una gran epopeya personal.
La materia preferida de los relatos de Yates son los momentos de delicado equilibrio en la vacilación de las personalidades, los puntos de inflexión en los que un solo gesto o decisión pueden cambiarlo todo: el niño a punto de ser redimido por su gentil maestra en “El doctor Jack-o´-lantern” y que, como el escorpión, prefiere ser fiel a su naturaleza. El sargento Reece de “Jody se da la gran vida” o la severa maestra de “Diversión con un extraño” que no condescienden a la pequeña señal de simpatía que los devolvería al abrigo humano. Como un ilusionista que hace dos trucos en uno Yates nos convence de a poco a lo largo de todo un relato del vestigio querible que guarda un personaje profundamente antipático pero en el momento en que el lector está dispuesto a tender el puente nos muestra el foso negro y abismal, irreductible a las buenas intenciones, de la verdadera soledad humana. Más allá de esta exploración minuciosa de lo que significa la palabra “compasión”, las once piezas tienen la belleza extraña y desértica, nítidamente marcada entre edificios, de los cuadros de Edward Hopper. Yates dice en uno de sus cuentos que “hay un placer automático en observar algo bien hecho”. Sus relatos se leen exactamente así, con esa clase de placer y confiado abandono. Un libro demasiado bueno para figurar en las listas de best sellers, pero que lleva el rótulo Léeme desde la primera página.