David Leavitt
Anagrama, 455 páginas, 2003.
Publicada en La Nación con el título "Después del éxito", 2003.
David Leavitt suele escribir relatos en los que su héroe es un joven aspirante a artista, ambicioso, inseguro, cínico, con una madre omnipresente y una doble misión para llevar a cabo: triunfar, en la acepción más norteamericana del término –dinero, cocktails, Hollywood- y al mismo tiempo, llevado en esta ola, “salir del armario” y lograr revelarle al mundo, pero sobre todo a sus papás de clase media judía, el secreto de su homosexualidad. Hay también en sus novelas siempre un segundo personaje que actúa en contrapunto como un modelo más puro de las alturas artísticas que el protagonista se propone alcanzar, y como el Aprobador final. En Junto al pianista ese personaje era el convincente concertista Richard Kennington y también en menor medida la vieja profesora de piano que no se deja engañar. En este nuevo libro -en este nuevo avatar del mismo libro- el héroe no es un pianista sino un joven escritor en ciernes, Martin Bauman, deliberadamente parecido al propio Leavitt en todas sus circunstancias biográficas y el modelo a imitar es el tonante Stanley Flint, el profesor arbitrario y violento de un seminario de literatura creativa donde Bauman intenta sus primeras armas con un relato (otra vez) sobre su madre moribunda.
Sin embargo, y a diferencia de Junto al pianista, donde el cuarteto de personajes tenía al menos cierta gracia de composición, aquí todo parece fallado desde el mismo principio. Leavitt nunca acierta en la caracterización intelectual de Flint y no alcanza ni siquiera a transmitir la atmósfera de sus lecciones, amparado en la frágil excusa de la desmemoria (“Lamento decir que no recuerdo gran cosa de lo que dijo aquella noche”, “Deploro no haber tomado notas”, etc.). El exigente profesor queda reducido así a unos pocos aforismos de profundidad dudosa y a un repertorio de gestos autoritarios, detrás de los cuales se hace muy difícil percibir una auténtica sensibilidad literaria y mucho menos las cualidades de gran escritor que se descubrirán más adelante. En cuanto al personaje de Martin Bauman el problema es exactamente el inverso: todo en él es absolutamente creíble, pero absolutamente poco interesante. Esto tiene que ver con un fenómeno desgraciado de deslizamiento a lo autobiográfico que, para ser justos, no sólo alcanza a David Leavitt, sino a muchos autores que han tenido algún gran éxito literario. Una vez que sus libros iniciales de creación genuina los instalan como escritores con una voz propia, estos autores empiezan a creer que todo lo que lleven al papel, sin importar el grado de elaboración, sin importar la selección artística, sin importar todas las cosas que antes sí importaban, simplemente por provenir de la misma voz, ahora “consagrada”, se convertirá automáticamente en literatura.
Anagrama, 455 páginas, 2003.
Publicada en La Nación con el título "Después del éxito", 2003.
David Leavitt suele escribir relatos en los que su héroe es un joven aspirante a artista, ambicioso, inseguro, cínico, con una madre omnipresente y una doble misión para llevar a cabo: triunfar, en la acepción más norteamericana del término –dinero, cocktails, Hollywood- y al mismo tiempo, llevado en esta ola, “salir del armario” y lograr revelarle al mundo, pero sobre todo a sus papás de clase media judía, el secreto de su homosexualidad. Hay también en sus novelas siempre un segundo personaje que actúa en contrapunto como un modelo más puro de las alturas artísticas que el protagonista se propone alcanzar, y como el Aprobador final. En Junto al pianista ese personaje era el convincente concertista Richard Kennington y también en menor medida la vieja profesora de piano que no se deja engañar. En este nuevo libro -en este nuevo avatar del mismo libro- el héroe no es un pianista sino un joven escritor en ciernes, Martin Bauman, deliberadamente parecido al propio Leavitt en todas sus circunstancias biográficas y el modelo a imitar es el tonante Stanley Flint, el profesor arbitrario y violento de un seminario de literatura creativa donde Bauman intenta sus primeras armas con un relato (otra vez) sobre su madre moribunda.
Sin embargo, y a diferencia de Junto al pianista, donde el cuarteto de personajes tenía al menos cierta gracia de composición, aquí todo parece fallado desde el mismo principio. Leavitt nunca acierta en la caracterización intelectual de Flint y no alcanza ni siquiera a transmitir la atmósfera de sus lecciones, amparado en la frágil excusa de la desmemoria (“Lamento decir que no recuerdo gran cosa de lo que dijo aquella noche”, “Deploro no haber tomado notas”, etc.). El exigente profesor queda reducido así a unos pocos aforismos de profundidad dudosa y a un repertorio de gestos autoritarios, detrás de los cuales se hace muy difícil percibir una auténtica sensibilidad literaria y mucho menos las cualidades de gran escritor que se descubrirán más adelante. En cuanto al personaje de Martin Bauman el problema es exactamente el inverso: todo en él es absolutamente creíble, pero absolutamente poco interesante. Esto tiene que ver con un fenómeno desgraciado de deslizamiento a lo autobiográfico que, para ser justos, no sólo alcanza a David Leavitt, sino a muchos autores que han tenido algún gran éxito literario. Una vez que sus libros iniciales de creación genuina los instalan como escritores con una voz propia, estos autores empiezan a creer que todo lo que lleven al papel, sin importar el grado de elaboración, sin importar la selección artística, sin importar todas las cosas que antes sí importaban, simplemente por provenir de la misma voz, ahora “consagrada”, se convertirá automáticamente en literatura.
Así, la tensión dramática inicial de la novela entre profesor y discípulo se diluye en una serie de cuadros de lo que podría describirse como el costumbrismo gay de los años 80 (ascensión de Reagan y los yuppies, proliferación del SIDA), combinado con las etapas iniciáticas de la carrera literaria en los Estados Unidos (publicación en revistas literarias, agentes, fabulosos anticipos y más de los consabidos cocktails, sobre los que Bauman desoyendo un consejo de su profesor, cede a la tentación de escribir).
Durante la primera mitad de la novela el conflicto interno más importante del protagonista es revelar su homosexualidad, pero cuando llega el momento de la confidencia, todos sus amigos, por supuesto, ya lo saben y a nadie le parece un dato muy interesante. Aun así, con recursos de suspense, Bauman sigue postergando una y otra vez la confesión a sus padres. Curiosamente, en algún momento Leavitt parece olvidar por completo de este hilo (o tal vez reserve la escena para otra novela de 450 páginas dedicada sólo a esto) y salta a una enumeración de sus amantes. Uno de los primeros es un actor amateur hispánico a quien elige él solito y luego desprecia porque no usa calzoncillos y no es suficientemente sofisticado (es particularmente gracioso lo que entiende Bauman por sofisticación y que incluye en sus in ver todas las noches por televisión capítulos viejos de Yo amo a Lucy, o ser entendido en la película Aeropuerto 1975). Uno de los últimos es el mejor amigo de su mejor amiga, una escritora cuasi lesbiana siempre indecisa, que se mueve pendularmente entre ambos sexos. Hay un larguísimo capítulo dedicado a esta suerte de matrimonio de tres, que se desgarra por pequeños celos, microscópicas envidias, y el difícil reparto a la noche de camas.
De tanto en tanto, Leavitt tiene la lucidez suficiente para intuir la banalidad de su propia literatura e inserta fragmentos divertidos y certeros de supuestos o quizá auténticos críticos: “¿No hay nadie que sea hetero?” “Si fuera sobre Jim y Polly en vez de sobre Jim y Paul, ¿a quién le importaría un bledo?” Su estrategia de defensa es respaldar la frivolidad de sus fiestas y reuniones sociales en (por supuesto) el arte de la frivolidad en Proust, o bien, desestimar por homofóbicas, en una inversión de prejuicios, las críticas que no provengan de reconocidos homosexuales.
Pero los homosexuales, que dieron los más grandes escritores a la literatura, desde Proust a Wilde, desde Yourcenar a Whitman, desde García Lorca al amado Forster de Bauman, son también capaces de escribir libros perfectamente olvidables. Como éste.
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