Melancolía norte / Rio

RELATO CON AVERÍAS

Melancolía norte
Michel Rio
Andrés Bello, 124 páginas, 1999.
Publicada en La Nación, 1999.

  Un teórico de la pintura, en busca de las bases de una "semiología de lo visual", recibe una carta de su guía y compañero intelectual, un matemático, músico e historiador de arte noruego treinta años mayor, que ha debido recluirse en su casa de la costa y abandonar todos los estudios luego de un ataque al corazón. El protagonista -reciente aficionado a la navegación- concibe entonces "una idea descabellada": la de arreglar un pequeño barco desvencijado -un cúter- y llegar por mar a visitarlo en un viaje solitario de un mes desde la costa de Bretaña. Este es el atractivo comienzo de la nouvelle Melancolía Norte, de Michel Rio (Bretaña, 1945), ensayista, dramaturgo, autor de El principio de incertidumbre y otras decena de novelas, traducido a veinte idiomas y considerado en Francia dentro de esa categoría inverificable por definición pero firme lugar común en las contratapas: la de escritor de culto.
  A este buen principio siguen demasiadas páginas rutinarias sobre la  reparación y calafateado del cúter, hasta que el protagonista junta algunos libros, obliga a su renuente gato a saltar con él sobre cubierta y alza las velas para iniciar su aventura. Tal como conviene a la ficción, las cosas empiezan a salir muy mal: un temporal se abate en mar abierto sobre el barquito, los tablones del casco se entreabren y el protagonista se ve en un peligro inminente de muerte, enfrentado a una variante marina del tormento de Sísifo: debe desalojar el agua del barco a un ritmo mayor de lo que deja irrumpir sin pausa la filtración. No puede dormir ni descansar más de dos horas, y así, esta orgullosa destilación del intelecto de fin de siglo se transforma en una máquina humana de bombeo sujeta a un horario implacable, dolorosamente conciente de su próximo fin,  condenada a extenuarse poco a poco.
   A pesar del potencial interesante de la historia -el registro de las mutaciones y permutaciones de instinto, voluntad y razón en una situación extrema- de la angustia verosímil de la soledad frente a la muerte, que hace recordar a Hemingway, o algunos cuentos de Quiroga, y de la resolución ingeniosa del dilema de supervivencia, el relato de Rio no llega a entusiasmar, por problemas que tienen que ver con la escritura: en primer lugar por cierta gravedad que lo lleva a explicar hasta el final escenas que están resueltas al primer trazo. Este exceso de formalismo se extiende a los diálogos, a los que les falta liviandad, gracia, o alguna ironía y llega a un punto de verdadero absurdo en la perorata filosófica de varias páginas que el protagonista le dirige a su gato hacia el final de la novela. La traducción, muy desafortunada, exacerba la rigidez de la prosa y le da un aire a veces pomposo y a veces anticuado. Por momentos, para empeorar las cosas, la jerga náutica de tormentines, botavaras y guindalezas amenaza con invadirlo todo. La carta que cierra la novela -y que muestra como en un juego de espejos la otra cara posible del enfrentamiento con la muerte- naufraga en un especie de programa teórico y discusión de último momento sobre literatura, que suena francamente intempestivo y extraño al mundo narrativo que hasta allí se propone.
  Michel Rio, a quien se describe como un hombre de sólida formación intelectual en "filosofía y literatura", demuestra  en Melancolía Norte algo de lo primero pero no llega a probar del todo lo segundo.

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