Jugadores / Don DeLillo


Jugadores
Don DeLillo
Seix Barral, 253 páginas, 2005.
Publicada en La Nación con el título Engranajes secretos, 2005.

Jugadores, de Don DeLillo, aunque parece ocuparse en la superficie del submundo del terrorismo, es en realidad un ejercicio de abstracción sobre los engranajes de la sociedad contemporánea: todo aquello que, como el flujo de dinero en la Bolsa donde trabaja el protagonista, de tan incorporado se vuelve invisible, pero domina y articula sigilosamente la sociedad.
   Ya desde el primer párrafo, cuando se apagan las luces para el despegue  en el interior de un avión, aparece esta mirada que explora lo que hay detrás de cada objeto que se nos ha vuelto costumbre: “Todo el mundo permanece momentáneamente inmóvil. Es como si cayeran por primera vez en la cuenta de cuántos sistemas de componentes mecánicos y eléctricos, qué exactitud en la gestión de las presiones, unidades de potencia, impulso consolidado y energía han sido necesarios para reducir la sensación de volar a este rudimentario temblor”.
   Lyle es un  yuppie que trabaja en el corazón simbólico del capitalismo y empieza a conocer el tedio “tras los gritos de los brokers, las estimaciones, las pujas, la cadencia y el sonsonete de una subasta”. Pero un crimen se comete en su propio piso bajo sus ojos, en lo que parece un intento terrorista fallado de hacer saltar por los aires la Bolsa. A través de un romance de oficina con una nueva secretaria, Lyle se interna de a poco “del otro lado”, en un grupo terrorista difuso, casi tan abstracto ya como el sistema que enfrentan, donde se mezclan vagas referencias a Oswald y expertos en bombas latinoamericanos. 
   La esposa de Lyle, Pammy, vive también al borde del aburrimiento, con frecuentes arrebatos por comprar fruta fresca que se pudre lentamente en la heladera y por organizar reuniones para emborracharse entre ironías con una pareja de amigos homosexuales. La novela de DeLillo narra en paralelo la divergencia en las vidas de los esposos, desde que Lyle se enfrasca en una suerte de doble juego de espionaje y Pammy emprende una fuga a medias anunciada del hogar con la pareja gay, en busca de cierto contacto con “la naturaleza” en los paisajes de Maine, y cuyo punto de culminación es la seducción, al aire libre campestre, de uno de los amigos.
   Si bien el tono inicial de la novela es interesante, sobre todo por cierta frialdad taxidérmica que logra sin embargo definir sutiles cambios emocionales, la novela empieza a sufrir pronto el doble filo del juego que propone. Porque en el afán de extender la abstracción también a lo humano, los personajes son incoloros y a veces, como en el caso de la amante de Lyle, casi autómatas: “una vez que se quedaba desnuda, raramente decía ni palabra… casi podría haber sido una niña drogada”. También el sexo es diseccionado como un mecanismo: “su respiración producía una cadencia perceptible, el rítmico sube y baja del cuerpo, un metrónomo de la calculada lujuria que él sentía”.
   Pero quizá el problema más difícil para DeLillo es la tensión entre dejar avanzar la trama y condescender a las precisiones y pormenores concretos que requiere una novela de espionaje, o bien atenerse a la intención original de mantener a  los personajes en un plano de simbolismos más generales. En esta indecisión deja muy pronto de importar saber para qué bando está jugando realmente Lyle, y quién engaña a quién en el juego, porque el juego en sí, de tan indefinido, es el que ya no importa.
   Jugadores, publicada en los Estados Unidos en 1977 como parte de la obra temprana de DeLillo, reaparece ahora, después del ataque a las Torres Gemelas, con el aura de una premonición poética. Pero por supuesto, la semejanza circunstancial con el blanco elegido no agrega ni quita nada al valor de una novela que debe juzgarse ante todo como un hecho literario. Y si bien el talento de DeLillo y su modo peculiar de ver logran en los primeros capítulos un efecto de extrañeza auténtico, la narración no alcanza a resolver el dilema entre lo general y lo particular, los personajes se alejan indefinidamente y la historia se desintegra en dos finales tan imprevistos como arbitrarios.

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