El testigo / Villoro


El testigo
Juan Villoro
Anagrama, Narrativas Hispánicas, 470 páginas, 2005.

Publicada en La Nación con el título La fición del poder, 2005.
                                    
  “Ya lo dijo Marx: la historia ocurre dos veces, primero como tragedia, luego como telenovela”. La cita, cómicamente desfigurada en boca de uno de los personajes, marca el primer movimiento de la vasta y ambiciosa partitura que es El testigo, del novelista y poeta mexicano Juan Villoro (Premio Herralde de novela 2004).

   El protagonista, Julio Valdivieso, el hijo intelectual de una familia de hacendados con simpatías cristeras que en su juventud intentó sus primeras armas en un taller literario y emigró a Europa después de un desengaño amoroso con su prima Nieves, vuelve en la madurez tras la caída del PRI convertido en un reconocido académico, especialista en poetas olvidados,  y se transforma en el testigo de lo que ha cambiado en México y sobre todo, de lo que todavía está agazapado desde su partida, aguardando para revelarse.
   Y si Kurt Vonnegut escribió una vez que “el verdadero terror es despertar una mañana  y ver que tus compañeros de secundario están gobernando el país”, Valdivieso afronta la estupefacción no menos alarmante de regresar un día y descubrir que a su país lo están gobernando sus ex compañeros de taller literario.
   Uno de ellos, el Vikingo, está al frente de un proyecto para una telenovela histórica, financiada por el narcotráfico, que aprovechará el reciente resurgimiento de fervor religioso y propondrá una versión “no estigmatizada” de las luchas cristeras. Es el primero de la serie de figuras que vuelven del pasado para convencer a Valdivieso de que les facilite las locaciones en la hacienda familiar y de que los asesore sobre el poeta Ramón López Velarde, un precursor del modernismo en México, que ha sido históricamente disputado por los dos bandos en pugna. Primer rasgo de originalidad de la novela: en cada uno de los resortes  de la trama hay un trasfondo que tiene que ver en última instancia con la literatura, como si fuera realmente la ficción  -o las disputas literarias- lo decisivo en los territorios del poder y luego en los submundos policiales en que se desenvuelve la novela.  Así, por ejemplo, en el regreso a la hacienda de su infancia, un cura ilustrado trata a su vez de enrolar a Valdivieso en una cruzada para canonizar a López Velarde, proponiendo ardorosas interpretaciones de sus poemas como pruebas de fe o vestigios de supuestos milagros. Y cuando más adelante el protagonista quiere retroceder al ver asomar en toda su crudeza la violencia del narcotráfico, otro ex compañero de letras, más encumbrado detrás de la escena, lo extorsiona con el original de la tesis que Valdivieso plagió en su juventud para obtener su beca. Segundo rasgo de originalidad de la novela: esta combinación de poetas malditos y starlets de televisión, la mezcla de culturas bajas y altas, la  deambulación por los escenarios más disímiles, desde embajadas palaciegas a ranchos pobrísimos, que podría haber dado lugar al tratamiento paródico más obvio,  entre cínico y “disparatado” del posmodernismo, se desarrolla en cambio con pacífica naturalidad, sin sobresaltos de verosimilitud. Esto corresponde en parte a la plausible asimilación por los poderes de turno de los intelectuales en México, pero sobre todo a la mirada algo sonámbula, siempre seria y melancólica de este testigo que raramente actúa, demasiado absorto en tratar de “mirar bajo el agua” y desentrañar en ese presente esperpéntico las claves perdidas de su pasado.
   Después de cierto abuso inicial de versos de López Velarde, deslizados con demasiada insistencia, la novela encuentra un tono y un modo de fluir interesante entre la lenta  tragedia que empieza a vislumbrarse como telón de fondo y el progresivo descenso a la memoria del protagonista. Son extraordinarios, en particular, algunos registros coloquiales, como los del poeta frustrado Ramón Centollo y los policías que cercan a Valdivieso. También el oficio de poeta de Villoro se hace notar con feliz discreción, en algunos toques exactos y suavísimos que dan a su prosa momentos de auténtica belleza. Poco a poco el pasado empieza a devorar al protagonista, a llevarlo mar adentro hasta alejarlo de su mujer y sus hijas, que viajan a reunirse con él desde Europa. Y el pozo de la hacienda, al que varias generaciones se han asomado, se convierte en el símbolo del poder invencible con que arrastra el recuerdo de lo que no fue, de lo que se perdió sin haberse tenido nunca.
   Una obra compleja y multitudinaria que no debe pasarse por alto y que confirma a Juan Villoro como una de las voces imprescindibles de la nueva narrativa latinoamericana.

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