El desierto
Carlos Franz
Sudamericana, 472 páginas, 2005.
Publicada en La Nación, 2005.
Carlos Franz
Sudamericana, 472 páginas, 2005.
Publicada en La Nación, 2005.
Una primera aproximación al infierno de varios círculos que es El desierto, de Carlos Franz (ya reconocido como escritor destacado por Santiago cero y El lugar donde estuvo el Paraíso) diría que se trata de una novela sobre la cuestión, siempre incómoda, siempre inquietante, de los grados de culpa colectiva durante la imposición de un poder dictatorial.
Laura, la protagonista, regresa después de largos años de exilio en Alemania al pequeño pueblo de Chile donde tuvo muy joven su primer destino como jueza, y donde vio llegar, poco después del golpe contra Salvador Allende, un destacamento militar al mando del Mayor Cáceres, con la misión apenas encubierta de fusilar en el desierto a prisioneros políticos. En sus años de exilio, además de conquistar fama académica y de publicar un libro sobre la justicia (cuyo título es una de las claves mejor guardadas dentro de la novela), la ex jueza ha debido criar a solas a una hija que al llegar a la adolescencia, tan rebelde y determinada como era ella misma, le enrostra la pregunta más temida por quienes debieron vivir día a día bajo dictaduras: "¿Dónde estabas tú, mamá, cuando todas esas cosas horribles ocurrieron en tu ciudad?"
El desierto es una respuesta abismada hasta las últimas consecuencias a esa pregunta, que Laura articula de dos maneras: a lo largo de una carta-confesión lacerante a su hija, que se intercala de a poco en la narración, en dosis cada vez más dolorosas, y con su regreso a Chile para recuperar su puesto de magistrada y enfrentar por segunda vez a Cáceres y a los fantasmas que todavía sobreviven de pie. La novela tiene así dos líneas convergentes de suspenso: la revelación progresiva de su rendición en el pasado y el desafío para Laura de hacer esta vez justicia -de entender verdaderamente qué era la justicia- en la transición vacilante al nuevo período democrático.
En una decisión narrativa afortunada, Franz prefirió desplazar el relato sobre la dictadura al seno de ese pequeño pueblo, Pampa Hundida, un lugar de peregrinaje religioso, donde se celebra anualmente una gran Diablada. En estas dimensiones limitadas cada personaje es a la vez un símbolo, la encarnación de los sucesivos poderes que también se inclinaron ante la nueva dominación. Porque la búsqueda más importante que se propone Franz es ahondar en el tejido humano para averiguar -más allá de intercambiables circunstancias geográficas y políticas- las raíces del doblegamiento y de la sumisión. En este esfuerzo admirable de abstracción El desierto recuerda la gran obra de Hermann Broch, El maleficio, sobre la fascinación colectiva en Alemania por la figura de Hitler. Otra buena parte de la biblioteca alemana está detrás de esta novela: desde el Fausto de Goethe hasta El nacimiento de la tragedia, de Nietzsche, y, como una de las frases recurrentes que marcan la cadencia narrativa, la conocida variación de Marx sobre una frase de Hegel: "La historia se repite: la primera vez como tragedia, la segunda vez como farsa".
Para subrayar este aspecto farsesco que tiene la justicia cuando llega demasiado tarde, Franz hace coincidir el regreso de Laura con la gran Diablada que se festeja en el pueblo y su investigación debe avanzar en una ciudad sitiada por disfraces. En el reencuentro de la jueza con los diferentes personajes de la ciudad se despliega la formidable maestría narrativa de Franz, que nos convierte en testigos de lo que poco a poco, insensiblemente, se va revelando como un juicio ante un estrado imaginario, al que comparecen, como en una inversión de Fuenteovejuna, uno a uno los habitantes, el pueblo entero, cada uno con su alegato. Desde el periodista a quien enteraban de las noticias que no debía dar, hasta el médico que aconsejaba en los fusilamientos si hacía falta o no el tiro de gracia, desde la madama que proveía de "niñas" a los soldados hasta el sacerdote que daba la extremaunción a los condenados, desde el cacique, el curaca, devenido alcalde, hasta el último vecino, todos sabían. Y el rasgo de originalidad de esta novela es que, en vez de escudarse en la supuesta ignorancia del ciudadano común, estos ciudadanos comunes exponen sus defensas, cada uno con su justificación articulada, en esa otra danza enloquecedora de máscaras que son los argumentos y las justificaciones. La única voz que falta y pesa, quizá más prodigiosamente que todas por su ausencia, es la voz de los que prefirieron romperse antes que doblarse y cuyos restos fueron esparcidos con dinamita en el desierto.
La novela se alza en busca de explicaciones a alturas filosóficas y a la excavación, por un lado, de la oposición entre lo apolíneo y lo dionisíaco en el nacimiento de la norma y de la ley y, por otro, a los dioses ancestrales de las culturas indígenas, que invisten todavía de poder al curaca, en su traje de diablo mayor.
Porque, lejos de plegarse al mandato posmoderno que prefiere lo fragmentario y la puesta en suspenso del sentido, El desierto es, orgullosamente, una novela de "ideas", cuyo experimento de época sin duda desafiante es no sólo la unificación de estos diferentes registros de lo humano sino la saturación de sentido, la superposición casi empastada de las vestiduras humanas, que tiene una magnífica metáfora en el traje de diablo que se calza el curaca: "se daba cuenta de la armonía, de la rima secreta que eran sus vestidos, cada uno negando y recordando, tapando y dejando aflorar, algo del anterior, como su propia piel mestiza, como el baile y la música que oía afuera". Así, en una hazaña que es a la vez filosófica y literaria, Franz convoca todos los resquicios de lo humano en su esfuerzo de percibir el latido de la justicia, desde los afanes racionales en la demarcación de la ley hasta la barbarie del poder que otorga la fuerza de las armas, pero también otras veces el color de la piel, o supuestos derechos ancestrales, o el cetro de una religión.
El premio de novela LA NACION-Sudamericana ha sido otorgado a una obra ambiciosa, que será sin duda ineludible cuando quiera recordarse todo lo que se dice cuando se dice "dictadura" y que, con el cambio de una sola palabra, también podría decir: Argentina.
Volver a Reseñas
Laura, la protagonista, regresa después de largos años de exilio en Alemania al pequeño pueblo de Chile donde tuvo muy joven su primer destino como jueza, y donde vio llegar, poco después del golpe contra Salvador Allende, un destacamento militar al mando del Mayor Cáceres, con la misión apenas encubierta de fusilar en el desierto a prisioneros políticos. En sus años de exilio, además de conquistar fama académica y de publicar un libro sobre la justicia (cuyo título es una de las claves mejor guardadas dentro de la novela), la ex jueza ha debido criar a solas a una hija que al llegar a la adolescencia, tan rebelde y determinada como era ella misma, le enrostra la pregunta más temida por quienes debieron vivir día a día bajo dictaduras: "¿Dónde estabas tú, mamá, cuando todas esas cosas horribles ocurrieron en tu ciudad?"
El desierto es una respuesta abismada hasta las últimas consecuencias a esa pregunta, que Laura articula de dos maneras: a lo largo de una carta-confesión lacerante a su hija, que se intercala de a poco en la narración, en dosis cada vez más dolorosas, y con su regreso a Chile para recuperar su puesto de magistrada y enfrentar por segunda vez a Cáceres y a los fantasmas que todavía sobreviven de pie. La novela tiene así dos líneas convergentes de suspenso: la revelación progresiva de su rendición en el pasado y el desafío para Laura de hacer esta vez justicia -de entender verdaderamente qué era la justicia- en la transición vacilante al nuevo período democrático.
En una decisión narrativa afortunada, Franz prefirió desplazar el relato sobre la dictadura al seno de ese pequeño pueblo, Pampa Hundida, un lugar de peregrinaje religioso, donde se celebra anualmente una gran Diablada. En estas dimensiones limitadas cada personaje es a la vez un símbolo, la encarnación de los sucesivos poderes que también se inclinaron ante la nueva dominación. Porque la búsqueda más importante que se propone Franz es ahondar en el tejido humano para averiguar -más allá de intercambiables circunstancias geográficas y políticas- las raíces del doblegamiento y de la sumisión. En este esfuerzo admirable de abstracción El desierto recuerda la gran obra de Hermann Broch, El maleficio, sobre la fascinación colectiva en Alemania por la figura de Hitler. Otra buena parte de la biblioteca alemana está detrás de esta novela: desde el Fausto de Goethe hasta El nacimiento de la tragedia, de Nietzsche, y, como una de las frases recurrentes que marcan la cadencia narrativa, la conocida variación de Marx sobre una frase de Hegel: "La historia se repite: la primera vez como tragedia, la segunda vez como farsa".
Para subrayar este aspecto farsesco que tiene la justicia cuando llega demasiado tarde, Franz hace coincidir el regreso de Laura con la gran Diablada que se festeja en el pueblo y su investigación debe avanzar en una ciudad sitiada por disfraces. En el reencuentro de la jueza con los diferentes personajes de la ciudad se despliega la formidable maestría narrativa de Franz, que nos convierte en testigos de lo que poco a poco, insensiblemente, se va revelando como un juicio ante un estrado imaginario, al que comparecen, como en una inversión de Fuenteovejuna, uno a uno los habitantes, el pueblo entero, cada uno con su alegato. Desde el periodista a quien enteraban de las noticias que no debía dar, hasta el médico que aconsejaba en los fusilamientos si hacía falta o no el tiro de gracia, desde la madama que proveía de "niñas" a los soldados hasta el sacerdote que daba la extremaunción a los condenados, desde el cacique, el curaca, devenido alcalde, hasta el último vecino, todos sabían. Y el rasgo de originalidad de esta novela es que, en vez de escudarse en la supuesta ignorancia del ciudadano común, estos ciudadanos comunes exponen sus defensas, cada uno con su justificación articulada, en esa otra danza enloquecedora de máscaras que son los argumentos y las justificaciones. La única voz que falta y pesa, quizá más prodigiosamente que todas por su ausencia, es la voz de los que prefirieron romperse antes que doblarse y cuyos restos fueron esparcidos con dinamita en el desierto.
La novela se alza en busca de explicaciones a alturas filosóficas y a la excavación, por un lado, de la oposición entre lo apolíneo y lo dionisíaco en el nacimiento de la norma y de la ley y, por otro, a los dioses ancestrales de las culturas indígenas, que invisten todavía de poder al curaca, en su traje de diablo mayor.
Porque, lejos de plegarse al mandato posmoderno que prefiere lo fragmentario y la puesta en suspenso del sentido, El desierto es, orgullosamente, una novela de "ideas", cuyo experimento de época sin duda desafiante es no sólo la unificación de estos diferentes registros de lo humano sino la saturación de sentido, la superposición casi empastada de las vestiduras humanas, que tiene una magnífica metáfora en el traje de diablo que se calza el curaca: "se daba cuenta de la armonía, de la rima secreta que eran sus vestidos, cada uno negando y recordando, tapando y dejando aflorar, algo del anterior, como su propia piel mestiza, como el baile y la música que oía afuera". Así, en una hazaña que es a la vez filosófica y literaria, Franz convoca todos los resquicios de lo humano en su esfuerzo de percibir el latido de la justicia, desde los afanes racionales en la demarcación de la ley hasta la barbarie del poder que otorga la fuerza de las armas, pero también otras veces el color de la piel, o supuestos derechos ancestrales, o el cetro de una religión.
El premio de novela LA NACION-Sudamericana ha sido otorgado a una obra ambiciosa, que será sin duda ineludible cuando quiera recordarse todo lo que se dice cuando se dice "dictadura" y que, con el cambio de una sola palabra, también podría decir: Argentina.
Volver a Reseñas