Sábado / McEwan


Sábado
Ian McEwan
Anagrama, 327 páginas, 2005.
Publicada en La Nación, 2005.

  Un hombre se despierta antes de la madrugada y se asoma por su ventana al cielo londinense. Es Henry Perowne, un sólido y brillante neurocirujano cercano a la cincuentena, que anticipa con placer su preciado día sábado de descanso. Quizá antes del desayuno tenga una aproximación amorosa con su mujer, Rosalind, que todavía duerme arrebujada y a quien ama con una "monogamia constitutiva" desde la temprana juventud. Luego vendrá el desafío semanal de squash con su anestesista, a quien espera con optimismo derrotar esta vez. De regreso deberá comprar pescado y mariscos para la cena que preparará él mismo: su adorada hija Daisy, a punto de publicar su primer libro de poemas, vuelve a Londres después de una temporada en París y ésa será la ocasión de una reunión familiar completa, porque también estará Theo, el hijo menor cultor del blues británico y el intimidante padre de Rosalind, el célebre poeta y cascarrabias John Grammaticus, con quien los Perowne tratarán de reconciliar a Daisy de una vieja rencilla. Todo parece en calma afuera pero el médico ve de pronto en el cielo una señal alarmante: lo que en principio confunde con un cometa es en realidad el fuselaje incendiado de un avión que aterriza en emergencia y le recuerda de inmediato la posibilidad inminente de un ataque terrorista sobre Londres. Le recuerda también que ese sábado no es una fecha cualquiera: los Estados Unidos junto con Blair se preparan para invadir Irak y se prevé durante la tarde la concentración pacifista más grande en la historia de Inglaterra.
    Sábado, esta novela sobresaliente de Ian McEwan, es el viaje de Henry Perowne a través del día, con la lente de su cerebro abierta como una cámara de pensar, que se distancia o aproxima con efectos vertiginosos de zoom desde la gran escala de la escena social hasta la intimidad del jeroglífico genético, desde la percepción del detalle individual (con su mirada aguda de médico, Perowne detecta a una adicta reciente por su modo de rascarse el omóplato) hasta las fronteras como terra incognita de la sensibilidad artística. Y si bien una comparación superficial podría emparentar la larga jornada de Perowne con ese otro día dilatado que imaginó James Joyce, el espíritu de la novela recuerda más a Los Buddenbrook, de Thomas Mann, en su esfuerzo por reflejar con amorosos cuidados, casi con nostalgia anticipada, el cosmos de una vida burguesa en el filo de una época que teme asistir a su final.
    Ya McEwan había hecho en Amor perdurable una inmersión convincente en una mente científica, pero aquí llega mucho más lejos, a una estética ensimismada de la creación y la enfermedad, hasta dar cuenta de la "grandeza en la concepción de la vida" a la que puede llegar el conocimiento cuando se extrema y pulsa sus límites. Como parte de la originalidad y el desafío de su personaje, Perowne está lejos de ser culturalmente correcto. Su hija Daisy ha tratado de educarlo literariamente, sin demasiado éxito. Y sus posturas políticas pueden ser chocantes. Perowne cree, por ejemplo, que la invasión a Irak está justificada por la cantidad de crímenes y torturas del régimen de Hussein, pero ni siquiera contempla la posibilidad de que los norteamericanos puedan convertirse a su vez en criminales y torturadores. Y tiene que llegar su hija para recordarle que quizá el petróleo tenga algo que ver en todo el asunto y que el satánico dictador era diez años atrás el mejor amigo de los Bush.
    De todas maneras, cuando el médico baja por la mañana con su Mercedes y su jogging agujereado rumbo a su partido de squash, sólo quiere eludir la marea de manifestantes para asentar a contramano de los acontecimientos su derecho a la individualidad. Insidiosamente, como sucede en las novelas de McEwan, un incidente mínimo cambia fatalmente el signo del día y a partir de ese momento la muerte y la tragedia rondan a Perowne y a su familia. Incluso el partido de squash, narrado de forma magistral (casi un contrapunto de estilo con el extenso partido de John Irving en Una mujer difícil), se convierte por momentos en una lucha restallante de vida o muerte.
    Quizá lo más admirablemente logrado es la fluencia natural de la vida, la gracia elegante y serena de una composición donde parece caber todo, el tempo musical con que se entrelazan acciones y reflexiones en la elección formal del estilo indirecto libre, como una lección bien aprendida de Henry James (hay un homenaje explícito a Daisy Miller en el nombre y el destino de la hija). Pero también se perciben influencias de lo que parece una incipiente y bienvenida percepción, entre los escritores británicos, de la ciencia como una disciplina que tiene mucho para decir a las humanidades. McEwan, como David Lodge, han sido obviamente atentos lectores de Oliver Sacks, (incluso algo de "El discurso del presidente" se filtra en la descripción del encuentro fortuito de Perowne con Tony Blair). Pero McEwan además ha seguido durante dos años con minuciosidad obsesiva las operaciones de un afamado neurocirujano. No sólo se trata de dar las notas de verosimilitud necesarias y de poner en escena trucos y terminología, sino que hay una exaltación artística y existencial del oficio, como refugio, ante las diásporas de lo real, en esas otras dimensiones algo más controladas de la sabiduría: el orden del quirófano, la precisión de los procedimientos, el pequeño cuadrilátero de la sección del cráneo donde se dirime la vida.
    Más allá de todas las felicidades que depara su lectura, Sábado es también un retorno a la novela "de ideas" y más aún, a la novela como una unidad y un universo relativamente cerrado, que cabe en la pupila y la agitación neuronal de un solo hombre que se mueve por la ciudad. Pero este hombre no es exactamente un hombre cualquiera. Un epígrafe encabeza la novela, un párrafo donde Herzog, el personaje de Saul Bellow, piensa en lo que significa ser un hombre en una ciudad, en un siglo, en transición, "después del último fracaso de las esperanzas radicales" y se da cuenta de que puede proponerse a sí mismo como ejemplo. En la ciencia, a su vez, se llama ejemplo "crítico" al que puede erigirse como una parte representativa del todo, porque refleja no sólo la auténtica complejidad sino también los límites de la teoría. El ejemplo crítico de McEwan ha sido magníficamente elegido y la inteligencia y las fortalezas, así como los prejuicios y limitaciones de Henry Perowne, dicen tanto de este héroe apacible como de la época y el sistema que lo engendró. Excelente traducción de Jaime Zulaika.


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