Extracto de una entrevista pública junto con Pablo de Santis, publicada en la Revista Criterio, N 2322, julio, 2007.
José María Poirier: Los tiempos han cambiado, pero muchas preguntas perduran, y otras nuevas se suman. ¿Hay una literatura argentina, en el sentido de un corpus? Y en este caso, ¿dónde está y hacia dónde va? ¿Se puede hablar de nuevas tendencias?
Guillermo Martínez: Agradezco la invitación de Criterio a este panel, y a ustedes, que lograron llegar en esta tarde tan calurosa para escucharnos, eso es casi un milagro.
Quisiera tomar una idea que planteó aquí Pablo De Santis sobre qué es lo que ocurre cuando uno se propone hablar de nuevas tendencias en la narrativa argentina, o quiere trazar un panorama de nuestra literatura. En general el primer impulso -y esto lo vemos en suplementos culturales y en muchas charlas- es señalar cuáles son los escritores que están, y tratar de tender líneas entre ellos, pensar en recurrencias, en elementos que se repiten, en afinidades generacionales; es decir, tratar de encontrar lo que es común, cuando en realidad, bien mirado, me parece que lo que más enorgullece a cada escritor es su (posible) excepcionalidad. Creo que los escritores se sentirían mucho más honrados si la búsqueda fuera en la dirección de lo excepcional en cada uno.
De todas maneras, quiero proponer otro tipo de mirada: en lugar de pensar en el conjunto de los escritores que están y tratar de armar la figura de los que se nos aparezcan como más obvios en los últimos años, preguntarnos por qué están los que están y cómo llegaron los que llegaron. Es decir, rememorar algunos de los procedimientos por los que se fueron instalando nuevos nombres; por qué unos y no otros, en definitiva. Es el tipo de razonamiento “arqueológico” que me interesaría hacer. Y aquí, obviamente, pierdo toda posible objetividad -si es que algo así existiera en algún momento- y voy a contar algunas de las experiencias que tuve en mi propia incursión, cuando estos grupos estaban en formación, o se estaban desarrollando, y todos de algún modo estábamos emergiendo en los mismos años, finales de los 80, principios de los 90. Para mí “nuevas tendencias” tiene que ver en esta charla con ese período.
Yo diría que una de las características principales de estos últimos veinte años es que se quebró el modo típico de aparición de un escritor en el mundo de la literatura a través de la relación con un editor, que era la norma en épocas anteriores. Un escritor terminaba un libro, una novela, y la presentaba a una editorial. Había lectores en la editorial que por supuesto leían y filtraban los materiales, pero los catálogos se armaban de acuerdo al gusto y criterio de ciertos editores. Hay editores legendarios justamente por la manera en que fueron armando sus catálogos: Porrúa, Barral. Creo que ese procedimiento se quebró en los años en que empezó la democracia, y diría que el modo más habitual -por supuesto, con todas las excepciones del caso- para que un escritor llegara a la publicación de su libro fue desde entonces o bien una relación laboral (o de amistad) directa con la editorial, o bien, y éste fue el camino más frecuente, una incursión preliminar en el periodismo cultural. La idea era “hacerse un nombre” desde un suplemento para concitar luego cierta atención del público en el momento de la publicación, una especie de garantía mínima para el editor de que ese nombre sería reconocido.
Ahora bien, ¿qué le quedaba al escritor que no estaba “adentro” del mundillo, que no era amigo de editores ni tampoco periodista, sino sólo escritor, escritor a secas? Le quedaban los concursos literarios. Éste fue el tercer camino, mucho más indirecto: premios literarios que llevaran a la publicación del libro. Gracias al premio del Fondo Nacional de las Artes yo pude publicar mi primer libro. También Leopoldo Brizuela, Esther Cross, Carlos Chernov, Gustavo Nielsen y otros escritores de ese período se dieron a conocer “desde afuera” a través de distintos premios.
Esta es una primera observación que marca una diferencia en cuanto al modo de instalación de los escritores. Y quiero mencionar algunos de los factores del periodismo cultural que tenían un peso fuerte en aquella época. Por un lado la revista Babel,–donde se conformó el grupo de Martín Caparrós, Daniel Guebel, Jorge Dorio, Matilde Sánchez, Luis Chitarroni, Alan Pauls…
En algún momento Chitarroni fue contratado como editor de Sudamericana, y a partir de entonces publicaron allí uno tras otro a todos los escritores cercanos a Babel. Estos escritores tenían una cierta estética, a veces más claramente definida por oposiciones que por la producción propia de cada uno, que fue finalmente muy dispar. Pero, por ejemplo, predominaba o circulaba la idea del rechazo al realismo –el realismo entendido como un bloque indiferenciado-, cierta idea de que no había margen para la originalidad, que toda escritura era reescritura; algunos rasgos que asociamos luego con el pensamiento posmoderno. Las novelas muchas veces eran parodias, o había una búsqueda, que se tornó rutinaria, del cruce de la cultura alta con la baja, como marca de prestigio. Los referentes literarios importantes de ese grupo eran Manuel Puig, César Aira, Néstor Perlongher, Osvaldo Lamborghini. Ese era uno de los polos, diría yo, de generación de estéticas. Y también algunas otras ideas en relación con lo que tenía que ser la figura del escritor, la idea de que el escritor no era solamente su obra, sino también la construcción de una imagen, lo que se llamaba el gesto, la famosa teoría del gesto, que por primera vez conocí a través de estos escritores. Yo siempre había pensado -quizás con ingenuidad provinciana- que lo importante era escribir buenos libros.
En contraposición con esta corriente, había otros que defendían la idea de la narrativa, digamos, en primer grado. Se dio una de las discusiones típicas y un poco bizantinas de los años 90: narración vs. forma, lo que importa es narrar o narrar es lo que menos importa, importan los experimentos formales… Esta discusión fue parte también del tipo de novelas que se estaban defendiendo o poniendo en juego en esa época.
Hubo luego una tercera manera de escribir, una tercera estética por decirlo de algún modo, que fue la que llegó más claramente de la mano de Juan Forn y Rodrigo Fresán, y que tenía que ver con lo que yo llamé en algún lado el costumbrismo de los años 90. Es decir, registrar lo que era la vida juvenil de esa época, hacer de algún modo un club de pertenencia: los discos que nos gustan, las drogas que usamos, el tipo de fiesta a la que vamos. Una identificación muy fuerte de elementos para concitar de una manera antes que nada sociológica la atención de un público con ese mismo tipo de afinidades. Una literatura que apelaba fuertemente a la identidad juvenil.
Yo no me sentía cómodo con ninguna de estas opciones. Los temas que a mí me interesaban, y mi manera de pensar la literatura, estaba equidistante y lejísimo de cualquiera de estas posibilidades. Participé de un encuentro en España de escritores jóvenes, en el año 92. Allí encontré a algunos a los que pude considerar mis pares, y que estaban en otro tipo de búsqueda. Entre ellos, por supuesto, a Pablo De Santis, a quien leo desde su primera novela. Una búsqueda que está más ligada a la idea de la narrativa como aventura de la imaginación.
En definitiva, hay pocas fuentes de generación de ideas. Una tiene que ver quizá con la representación o el intento de representación de una realidad político-social. La gente de Babel le daba la espalda a esas posibilidades que habían sido en algún sentido exprimidas, agotadas en las décadas anteriores, en aproximaciones a lo David Viñas. Yo también sentía esa distancia, y cierto rechazo por la “facilidad” en la utilización de la historia y de lo político social, pero de un modo, creo, bastante diferente. Mi idea, y lo que es para mí la magia de la literatura, tiene que ver con los desafíos de la imaginación antes que por lo que ya fue escrito en primera versión por la historia. En ese sentido creo que los mundos literarios deben ser relativamente autónomos. Es decir, tiene que haber una preponderancia de la imaginación, una construcción en donde de algún modo lo literario compite con la vida tal como la conocemos, y no puede reducirse a las leyes y la lógica de lo político-social-histórico-cotidiano. Tiene que haber otra lógica distinta de lo prosaico que dé una nueva ordenación; que revele algo que no hubiéramos podido predecir con las leyes de lo conocido. Esa es la literatura que me interesa. Y que no estaba en los programas de quienes eran mis contemporáneos.
José María Poirier: ¿Qué sucede con la generación posterior a la de ustedes? ¿Qué se viene detrás?
Guillermo Martínez: Creo que hay ya una generación, quizás dos, detrás de la nuestra. Hay un primer atisbo de los escritores de esa generación en el libro La joven guardia. Ahí aparece una escritora por la que yo apostaría, que tiene que ver con lo que decía de la imaginación, de los mundos propios, extraños: Samanta Schweblin. Por ahora es una cuentista, lo que también me parece una excentricidad interesante. Una persona que persiste en ese género cuando toda la tendencia premia más bien a los escritores de novelas. También fui recientemente jurado del premio del Fondo Nacional de las Artes, y hay una escritora que premiamos de manera unánime, Liliana Aleman, con una novela de tipo familiar muy interesante, bastante novedosa. Y supongo que hay una cantidad de nombres más que vienen.
Hay otro libro nuevo: Una terraza propia, una selección de cuentos de mujeres. A mí siempre me parece extraño, a esta altura de los acontecimientos, libros de cuentos únicamente de mujeres. Ese sería otro tema largo para charlar. Incluso me parece extraño que las escritoras quieran participar de un proyecto de ese tipo, es como sumarse por voluntad propia a un corralito. No logro entender por qué siguen apareciendo esos artefactos extraños. Pero bueno, es también un libro que reúne cuentos de mujeres jóvenes, de una generación más joven.
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