P. Si lo mirás a la distancia, ¿cómo pensás en lo que rodeó a la publicación de Crímenes imperceptibles?
R. Todo fue increíble. Esta novela no era la que tenía en vista de manera inmediata. Me puse a trabajar con ella por un proyecto de educ.ar, que al final no se llevó a cabo. Querían recuperar la idea inicial de la novela policial por entregas, pensada para un público más bien adolescente. Se llegó a publicar una novela de Pablo de Santis, pero después el proyecto quedó en la nada. Yo había escrito los primeros cuatro capítulos, y estaba un poco preocupado porque ya sentía que desbordaba el marco original que me habían propuesto. Cuando me quedé con todo el tiempo para pensarla fueron apareciendo otros capítulos, otras derivaciones, y de pronto me encontré con la novela casi terminada y la noticia de que volvía el premio Planeta. No pensé que iba a tener muchas chances, sobre todo por el tema de las matemáticas. Crímenes imperceptiblesboom de Paenza, y me parecía difícil que una novela con un desarrollo mucho más extenso que Acerca de Roderer en cuanto a discusiones matemáticas pudiera interesar a un público amplio. Tenía confianza en lo literario, en cómo estaba escrita, pero no en cuanto a que iba a ser publicada y traducida en tantos países. Realmente, el primer sorprendido fui yo. La novela se tradujo a 33 idiomas, en Inglaterra fue record de ventas para un libro extranjero, con más de 120.000 ejemplares. Superó absolutamente todas las expectativas. Ahora está editada también en Penguin, en Estados Unidos. Y después llegó la película… Esa es la parte mágica, imprevisible, que tuvo Crímenes imperceptibles.
P. En varias entrevistas dijiste que antes de escribir un cuento ya tenés en la cabeza cómo va a terminar y todo lo que va a suceder. ¿Te pasa lo mismo con la novela?
R. El proceso varía un poco. En general, hasta ahora también me ha pasado que conocía el final antes de empezar. Pero conocer el final de una novela es conocer mucho menos que el final de un cuento. Antes de empezar sé, trato de saber, los lugares por los que debo pasar. Pero en una novela esto no alcanza. Uno tiene que tener cierta sensación de las transiciones, de los personajes, del desarrollo en el tiempo. Hay muchas más variables. Muchas veces me pasó quedarme un mes o dos trabajando en las primeras páginas. En el fondo ese tiempo de espera es un tiempo para que se conforme lo que vendrá. Creo que el acto de escribir tiene mucho más de vigilia que de actividad en sí. Hay todo un tiempo en el que uno tiene que esperar a que las diversas posibilidades diriman una lucha para ver cuál va a quedar finalmente. A veces uno piensa que ciertas cosas naturalmente van a unirse, y termina dándose cuenta de que no pueden proseguirse en un sentido u otro. Esa es la verdadera tensión, la aventura de escribir. Lo que me pasa, en general, como ocurre en matemática, es que la idea central está bien, pero uno tiene que ser mucho más astuto de lo que pensaba. Uno tiene que dar algunos rodeos, tiene que hacer inserciones, intercalar mucho más de lo que uno hubiera supuesto. En esos rodeos aparece la gracia narrativa, lo que hace peculiar a un texto. Es muy descorazonador al principio pero a medida que se desarrollan las cosas estos descubrimientos y soluciones inesperadas finalmente te reconcilian con el trabajo. Mi ritmo de trabajo ya está acomodado a ese tipo de escritura.
P. ¿Y cómo es tu ritmo de trabajo?
R. Escribo todos los días unas tres horas a la mañana. Hemingway decía que él no podía trabajar más de dos horas sin sentir que empezaba a escribir lugares comunes. En mi caso, llega un momento en que me doy cuenta de que pierdo concentración, tensión, en la escritura. Prefiero seguir pensando durante el día y retomar la escritura al día siguiente. A la tarde leo novelas o materiales que tengan que ver con lo que estoy trabajando. Trato de leer como para estar en el modo de atención a las palabras. Creo que hay una atmósfera de la escritura: estar en Buenos Aires, rodeado de otros escritores, leer suplementos culturales, discutir sobre literatura. Todo eso da cierto ambiente. Del mismo modo que cuando uno va a un congreso de matemáticos hay un clima en el que se discute y uno percibe que existe una electricidad matemática, pasa lo mismo con la literatura. No me imagino escribiendo en una isla desierta. En mi caso, esas tres horas son como una torre de cristal pero con ventanas a la calle. Mis lugares de trabajo nunca son totalmente aislados. Tal vez tiene que ver con que siempre viví en una familia con muchos hermanos y estoy acostumbrado al ruido ambiente.
P. ¿Como varió tu forma de escribir, desde tu primer libro, hasta hoy?
R. Creo que uno de los sentidos en los que varió es que yo tenía una escritura muy conceptual. Ahora noto que puedo expandir cada detalle, que puedo sacar un provecho narrativo mayor. Antes tenía una visión más abstracta que me permitía ir derecho al grano y le daba más ritmo y nitidez a algunos textos. A veces un cuento requiere nitidez, velocidad. Mis primeras novelas, por ejemplo, tienen que ver con lo que es un cuento largo. Acerca de Roderer puede pensarse como nouvelle, salió a partir de un cuento. La última, que acabo de terminar y que aún no se editó, La muerte lenta de Luciana B, también era inicialmente un cuento. Ahora me doy cuenta de que puedo ahondar en cualquier situación para extraer distintas capas. Ese es un proceso relacionado con la madurez narrativa: puedo valorar una multitud de detalles que en otra época habría dejado de lado. Es como una expansión del oficio. Eso lo siento en cada nuevo libro. Hay una expansión a partir de una menor cantidad de elementos.
P. ¿Y no existe el vicio de querer expandir todo, cuando a veces realmente no sea necesario?
R. Esa es la posible debilidad: que se convierta en un procedimiento digresivo, y que uno se encuentre escribiendo ensayos al paso. Yo sé que ahora naturalmente puedo desarrollar algo extenso a partir de un detalle, pero tengo que regularlo. Antes no podía hacerlo. En el principio del principio me parecía imposible que alguien pudiera escribir un cuento de seis páginas. Me decía: “¿cómo hace alguien para escribir un cuento de seis paginas si a mí con dos me alcanza y sobra?”. Este es uno de los cambios más notables.Además, yo encontré en cada libro algo distinto en cuanto a mi forma de escritura.
En esta última novela todavía inédita, por ejemplo, hay una escritura dominada por los diálogos, una forma casi teatral de narración. Y eso es algo novedoso para mí. Por eso creo que uno no debe tener un programa a priori de cómo deben ser sus libros. Recuerdo un reportaje en el que Saer decía que tenía una novela abandonada porque no era suficientemente “saereana”. Yo creo que uno debe tener todas las variantes posibles, la cajita de herramientas, y lograr percibir qué forma de escritura se adapta mejor a lo que uno quiere decir.
P. ¿Y en cuanto al ensayo qué diferencia hay?
R. El ensayo tiene tácticas de seducción diferentes. En la novela uno no convence por el imperio de la razón lógica. Hay conexiones estéticas, hay algo del arte del ilusionismo. El ensayo tiene que ser racional, argumental, más allá de que en esos argumentos también hay un cierto peso de la belleza, pero el énfasis tiene que estar en las tesis, y en el encadenamiento de razones. La originalidad es sobre todo una originalidad de pensamiento, la expresión tiene que secundarlo. En literatura de ficción no es así, el pensamiento ya no importa tanto, importa más cómo se dicen las cosas, la tensión dramática, la sensación de vida, el suspenso…. El ensayo tiene que tener la seducción de la inteligencia. Son lenguajes muy distintos. Yo cuando escribo ensayos escribo de una manera muy diferente.
P. ¿Y cómo hacés para disociar la escritura de ficción de la ensayística cuando te ponés a escribir un ensayo?
R. Me cuesta pasar de uno al otro. En general cuando estoy escribiendo ensayos no escribo ficción. Para mí el ensayo es como un ejercicio de filosofía riguroso. En la matemática hay toda una práctica de establecer diferencias muy sutiles entre conceptos muy cercanos. Los matemáticos logran describir objetos con diferencias infinitesimales, separarlos, distinguirlos unos de otros. El ensayo tiene algo afín a esta clase de procedimientos. Hay un campo, siempre esquivo y angosto, pero posible, para hablar sin caer en la sanata. Para mí Borges es el paradigma de una manera de pensar rigurosa, que se toma su tiempo para sopesar, analizar. Cuando uno lee los ensayos de Borges ve ese afán de separar, clasificar, definir.
P. Por algo lo vinculás a Borges con la matemática
R. Yo creo que es el tipo de procedimiento que corresponde a una persona que ha tenido atracción por las ciencias exactas. Intenta buscar un germen de verdad, de generalidad, en los ejemplos dispersos de la literatura.
P. En tu laburo como escritor, ¿Sos de los que corrigen mucho o de los que dicen que no hay que corregir?
R. Corrijo muchísimo. En mi caso, escribo un primer borrador en el que trato que estén ya en algún estado todas las situaciones. Lo que casi nunca logro hacer en ese primer esquema son las transiciones, esa fluidez con la que debe pasarse de una escena a la otra. Lo que a mí me interesa tanto como lector y como escritor es poder leer una novela como si fuera un cuento, una escritura sin fisuras, un continuo casi de fatalidad en lo que se está leyendo. Trabajo mucho con las ligaduras entre escenas y también con los finales de capítulo. Para mí es importante también la forma en la que se debe presentar la información que corresponde a escenas posteriores. Uno debería lograr que toda esa información aparentemente accidental que sólo el escritor sabe por qué está incluyendo fluya con naturalidad, que no parezca una inserción arbitraria. Todo eso que te dije no suele estar en el primer borrador. Las frases todavía ni siquiera tienen su forma definitiva. Las palabras tienen que tener su propia música. Recién a partir del segundo borrador empiezo a trabajar en todos estos elementos, como si fuera una segunda versión, donde todo esto se transforma en una preocupación principal. En la novela que estoy escribiendo ahora voy por el borrador número ocho. En este punto uno puede pensar más en términos estéticos, porque lo más trabajoso va quedando atrás en cada borrador que pasa.
P. ¿Y cuándo das por terminada una obra?
R. En situaciones ideales, me tomo un par de meses para olvidarme de ella. Después de ese período de descanso, yo mismo como lector soy bastante minucioso. Una vez que termino de resolver los problemas que encuentro, se la doy a leer a amigos, y finalmente a mi editora Paula Pérez Alonso, que es una excelente lectora, para ver si tienen algo para decirme que se me haya pasado. Un vicio mío son los adverbios y el “sobre todo”, y varias otras muletillas. Trato de librarme de las que puedo en las últimas pasadas.
P. Una vez que terminaste de escribir algo, ¿Pensás a futuro en algún objetivo para esa obra?
R. Eso siempre fue la parte más misteriosa de mi escritura. A los doce años ya tenía la sensación, la percepción, la ambición de que en algún momento me iba a convertir en escritor. Nunca sentí eso que llaman “destino” de escritor, había varias cosas que me interesaban, pero sin dudas una era la literatura. Lo que a mí me resulta curioso es la sucesión, la lista de libros que fueron apareciendo, que hayan sido estos y no otros. No sé si me representan exactamente mis libros. Acabo de escribir un libro muy terrible, que me sorprende bastante que sea mío. Tiene una crueldad, un dramatismo, que no es habitual en mi escritura. Creo que en los libros hay algo de máquina que se pone en funcionamiento y que tiene cierta autonomía. No es por ninguna “posesión” romántica, por ninguna iluminación, sino por la manera en que se van perfilando las posibilidades dramáticas de un texto. A veces el texto extrema los temas hasta un punto que uno no hubiera imaginado nunca. Internamente me digo que no me voy a llamar escritor hasta que no tenga diez libros. Quizás entonces me sienta más representado. Si bien tengo libros que me son muy propios, como Acerca de Roderer o La mujer del maestro, me resulta curioso que estos libros sean míos. Incluso si alguna vez los releo me parecen parcialmente escritos por otra persona. Esa situación aparece en la última novela que acabo de escribir. A muchos escritores les pasa: sienten a la vez una familiaridad y una extrañeza respecto de sus textos.
Pero no tengo ningún propósito a largo plazo, más que escribir lo mejor posible la lista de novelas que tengo en espera.
P. En términos económicos, ¿sentís que hay un reconocimiento al escritor o eso recién se logra a partir de que sos conocido y público?
R. Hay más esperanzas de las que había diez años atrás. Se abrió un espacio para que los argentinos o latinoamericanos tengan más circulación a nivel internacional. En mi caso fue un extremo de buena suerte, pero hay muchos escritores que están siendo traducidos a distintos idiomas. Esto no deriva necesariamente en montañas de dinero. El que escribe no tiene que pensar que va a recibir montañas de dinero. En lo último en que debería pensar es en el dinero. Pero este reconocimiento sí contribuye a que uno pueda viajar por el mundo, alojarse en un buen hotel, tener una percepción de otras culturas... Me parece que esto vuelve más amable la vida de un escritor. No son exactamente retribuciones económicas, ¿pero cuánto dinero hace falta para viajar al exterior, estar en un hotel de cuatro o cinco estrellas, tener una persona que te reciba, que finja haber leído tus libros, y que te haga conocer la ciudad? Yo viajé muchísimo, tanto con la matemática como con la literatura. Es difícil pensar en la literatura en sí misma como una actividad redituable económicamente. Pero hay gratificaciones que están alrededor y que no son tan difíciles de conseguir: viajes, traducciones, etc. A la vez, los escritores suelen tener al alcance de la mano la posibilidad de escribir artículos, dictar conferencias, dirigir talleres literarios… Si bien sólo unos pocos pueden vivir únicamente de sus libros, hay muchos que se sostienen económicamente con todos estos recursos que da por añadidura el oficio.
P. ¿Y qué pensás de los concursos? En tu caso, fue lo que permitió el éxito increíble de Crímenes imperceptibles.
R. También mi primer libro fue publicado gracias a un concurso, el del Fondo Nacional de las Artes. Dentro de un mundo literario como el nuestro, en el cual los que tienen la posibilidad más directa de acceder a una editorial son los propios editores y los periodistas culturales, si no hubiera concursos, los únicos que publicarían serían ellos. Los escritores que hoy tienen algún renombre o reconocimiento han sido o bien editores, o bien periodistas culturales, o bien, tuvieron que ganar concursos. El concurso es una manera de abrirse paso. Y cuando encontrás un jurado que verdaderamente lee, se descubren escritores muy buenos. Gabriel Bellomo, Gustavo Nielsen, Samanta Schweblin, Leopoldo Brizuela, Esther Cross, son escritores que si no fuera por los concursos no se conocerían. Hay algo del afuera que viene de los concursos. Uno puede llevar sus manuscritos a una editorial, pero las editoriales ya no aceptan en general leer de esa forma.
Cuando el jurado es serio y honesto los concursos literarios tienen algo del mecanismo de evaluación de los papers académicos. Te lee alguien que sabe de literatura, que sabe cuándo algo es un hallazgo, cuándo algo es sólido narrativamente. Te leen escritores. El editor ve otra cosa, el posible futuro, si la apuesta que hará puede ser redituable en algún sentido. Y entonces puede ocurrir que el escritor vaya a una editorial, y le rechacen un libro, aunque tenga cierto valor. En cambio, otro escritor puede más fácilmente hacer una lectura puramente literaria. La lectura de un colega es un tipo de lectura insustituible. Entre los escritores, más allá de las diferencias entre la forma de escribir de cada uno, de estéticas diversas, a la hora de seleccionar textos en un concurso no diferimos mucho entre los que deberían ser finalistas. Esto siempre me hace pensar a mí que hay algo en el talento literario que se impone por sí solo, que es reconocible a simple vista para todos los que tienen suficientes lecturas. Puede haber discusiones para dirimir el primero y el segundo puesto, pero casi nunca para saber cuáles son los finalistas.
P. ¿Cómo te llevás con la crítica?
R. Hay una situación que me resulta desagradable en cuanto a la crítica actual, que es el desembarco del mundo académico, a la vez como escritores y como periodistas culturales. De pronto hay una generación de profesores de letras que están escribiendo la historia de la literatura, y que al mismo tiempo son periodistas culturales de los principales medios y escritores que compiten a la par de los escritores a secas. Son juez y parte: deciden lo que debería incorporarse a la historia de la literatura, pero en general no les interesa mirar más allá del círculo endogámico de sus teorías y sus amigos. Tienen además actitudes corporativas alucinantes. Esta carta de los principales referentes académicos, entre ellos Josefina Ludmer, avalando el plagio de di Nucci es algo tremendo. Cuando el premio de La Nación lo ganó el que plagió a Papini en 1997 no se escuchó ninguna de estas voces que saliera en su defensa. Pero apenas uno de los suyos hace lo mismo salen a defenderlo con todo un aparato teórico que sólo demuestra miseria intelectual. Desgraciadamente no hubo ninguna otra carta que se opusiera a la que envió este grupo de notables. En el libro de Bioy sobre Borges se menciona que en la década del 70 un escritor argentino gana un premio en Colombia con el plagio de un cuento que aparecía en la antología fantástica de ellos dos. Cuando lo descubren el tipo dice que él adhiere a la teoría del “recreacionismo”. Borges le observa a Bioy: ¡Qué curioso que siempre acuden a estas teorías después y no antes! Me parece que este nuevo fenómeno del crítico-periodista-escritor es un factor de distorsión muy grande en el ejercicio de valoraciones del mundo literario: los que deberían ser críticos con criterios imparciales, o al menos ecuánimes, son los que están publicando sus propias novelas a la par. A la vez, lejos de despreciar el sentido y el valor de la crítica, yo lo valoro muchísimo, porque creo en la jerarquía de los talentos literarios y en el desafío intelectual, de erudición, y de sensibilidad literaria que significa dar cuenta de las gradaciones y diferencias de estos talentos. Hay una frase de Henry James que dice que los críticos tienen que ser demonios de sutileza, capaces de “sentirlo todo, entenderlo todo, y expresarlo todo”. Tienen que ser lectores superiores, que no deben compartir las mezquindades del resto.
Hay además en la crítica argentina algunos preconceptos pueriles. Como suponer que todo aquello que tiene un éxito de ventas es porque no asumió ningún “riesgo”. Hacen una transferencia inmediata y mecánica: lo que es un éxito de ventas carece inmediatamente de valor. E inversamente: lo que no se vende y a ningún lector le interesó ya tiene algo a favor. El crítico tiene que despojarse de esos preconceptos ligados a la suerte editorial. El crítico tiene que leer y encontrar criterios dentro del texto para decir “esto está bien” o “esto está mal”.
P. ¿Cuál es esa función que le atribuís al crítico?
R. Hay un desafío que la crítica no ha logrado resolver. La crítica no puede limitarse a una descripción de procedimientos, a un trabajo de desarmadero: “Este escritor ha elegido el relato no lineal, acá hace un juego intertextual con tal texto, aquí replica a tal otro”. Porque está claro que con los mismos procedimientos y con los mismos materiales un escritor puede hacer una novela irrisoria y otro una obra maestra. Tiene que haber un juicio estético, si el texto es interesante o no, si es original o no. Hay una multitud de otras impresiones que uno percibe durante la lectura, que en general no están reflejadas en este tipo de argumentaciones. Ese es el trabajo, el difícil trabajo del crítico. Dar cuenta de lo que Susan Sostang llamaba el erotismo de la obra. El crítico debe además poder desligar lo trivial de lo interesante. Yo hice muchas reseñas, llevo más de cincuenta, y me parece que un plan interesante y posible es poder explicar “por escrito” cuáles son los criterios con los que uno juzga. Es claro que no tiene ningún sentido proponer en crítica criterios generales. Pero sí me parece interesante un trabajo de introspección que permita al menos capturar qué hay detrás de esa “sonrisa de aprobación silenciosa” de la que habla Borges cuando uno aprueba internamente un texto. Un poco a la manera como hace Wittgenstein en Observaciones filosóficas, cuando examina paso a paso la manera en que se conforma el lenguaje. Un ejemplo de esta clase de crítica es la que hace De Quincey en su texto “Los golpes a la puerta en Macbeth”.
La crítica, además, debería tener siempre en cuenta que en la práctica literaria siempre hay una sucesión de elecciones entre pares de términos antitéticos, pero ninguno de estos términos es “bueno” o “malo” en sí mismo. La obra no falla porque el relato es lineal o no lineal, si falla es por algo más. A mí me molesta cuando veo en una crítica el prejuicio estético y evidente del crítico. Es muy interesante leer la manera en que procede Calvino en Seis propuestas para el próximo milenio. Él analiza justamente los atributos posibles de una obra siempre a través de pares, y reconoce, por ejemplo, que la pesadez puede tener su importancia y necesidad en algunos textos, aunque él prefiera la ligereza. Pero en la crítica actual parece que por sí mismo lo fragmentario, lo aleatorio, lo incompleto, lo “mal escrito” es estéticamente “superior”. Yo no creo que ninguno de estos elementos, que tienen que ver con la música de fondo de una época, transmita un plus de valor a la obra.
P. ¿Qué escritores de tu camada ves que pueden llegar a ser importantes en el ámbito literario?
R. Pablo de Santis, que es uno de mis mejores amigos y a quien admiro mucho. Escribió ya seis, o siete novelas notables, entre ellas La traducción y La sexta lámpara, es un escritor hecho y derecho hace rato. De los más nuevos, Samanta Schweblin tiene cuentos muy buenos. De Alan Pauls siempre admiré el trabajo con el lenguaje, aunque no logro interesarme del todo en su mundo narrativo. A mí me interesan los escritores imaginativos, capaces de concebir un mundo que sea asombroso en algún sentido, que difiera y tenga cierta autonomía respecto de la realidad prosaica. Todo lo que tenga que ver con la representación de la realidad, la implantación de situaciones dramáticas en un contexto demasiado conocido, no me interesa particularmente. Todavía espero, como lector, algo de ilusionismo y de magia.
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