UN QUINTETO DESPAREJO
El quinteto de Cambridge
John L. Casti
Taurus, 229 páginas, 1998.
No publicada.
John L. Casti
Taurus, 229 páginas, 1998.
No publicada.
En su nota introductoria John Casti advierte a los lectores que El quinteto de Cambridge no es una novela sino una obra de ficción de un "género emergente", que a él le gusta llamar "ficción científica" y que tiene incluso una palabra precisa en el más flexible idioma japonés.
Sin embargo, a poco de empezar el libro, nuestra inflexible occidentalidad nos dice que este género tan novedoso no es otra cosa que el viejo molde literario de los diálogos platónicos, aplicado a la buena intención no menos antigua de la divulgación científica. La excusa literaria que imagina Casti es el interés o la inquietud del Ministerio de Defensa británico en 1949 por las ideas de Alan Turing en torno a los fundamentos de la computación, el desarrollo de las primeras máquinas en Manchester y la posibilidad concreta de que pudiera crearse algún tipo de inteligencia artificial. Le encargan entonces a un destacado físico y amigo del gobierno, C. P. Snow, que organice una cena en el Christ´s College de Cambridge con algunos de los pensadores más influyentes de la época, sobre la que pudiera informar a posteriori si era verdaderamente posible concebir una máquina que pudiera razonar como un ser humano. Los cuatro convocados son el propio Turing, el genetista marxista J. Haldane, el físico Erwin Schrödinger y el filósofo Ludwig Wittgenstein. La larga discusión se desarrolla durante toda la cena, y es sólo interrumpida por breves referencias a la excelente comida -una excepción a las penurias de posguerra- en capítulos que llevan el nombre de cada plato, desde el jerez y la sopa, hasta el postre, con los puros y el cognac. Casti nos advierte desde el principio algo más: la discusión incluirá no sólo los saberes del momento atribuíbles a estos cuatro magníficos sino que, con todas las libertades cronológicas, se incorporarán también por boca de ellos los cincuenta años posteriores de debates en el terreno de la inteligencia artificial y el lenguaje, desde el argumento de la habitación china de Searle, hasta las teorías sobre los lenguajes naturales de Chomsky, o las ideas de Piaget sobre el aprendizaje. El resultado es, comprensiblemente, desparejo. Los argumentos son a veces demasiado técnicos, como en el dibujo innecesario de la máquina de Turing; a veces demasiado confusos, como en el experimento físico de la habitación luminosa, a veces demasiado simplistas, como en el intento de explicar el teorema de Gödel. Particularmente irritante, e injusto, es el papel que se le hace jugar a Wittgenstein, quien aparece durante la mayor parte del libro como una especie de niño enfurruñado y terco, que sólo puede responder con explosiones de furia, y muy pocos argumentos, a las exposiciones de un Turing siempre reluciente. Uno no puede dejar de pensar en los cuidados infinitos con que Yourcenar le dio voz a Adriano y en los escrúpulos con los que luchó Thomas Mann para hacer hablar a Goethe: Casti no se hace tantos problemas con sus cinco personajes. Hay también un escamoteo inexplicable de los argumentos escépticos sobre la inteligencia artificial debidos a Penrose, que se mencionan sólo en el epílogo, y un afán didáctico molesto, encarnado por Snow, por resumir a cada rato las tesis de los contendientes. Aún así, el libro puede ser una buena puerta de entrada para quien se asome por primera vez al haz de problemas que significa abstraer la inteligencia humana y consigue irradiar por momentos algo de la fascinación intelectual que rodea al tema, sin duda una de las discusiones científicas más apasionantes del fin del siglo. En el epílogo se discute brevemente la victoria pírrica de la máquina de ajedrez Deep Blue en el match con Kasparov y se propone un conjunto adicional de buenas lecturas para quien pueda haber sentido que la inteligencia artificial se merecía una crónica más profunda.
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Sin embargo, a poco de empezar el libro, nuestra inflexible occidentalidad nos dice que este género tan novedoso no es otra cosa que el viejo molde literario de los diálogos platónicos, aplicado a la buena intención no menos antigua de la divulgación científica. La excusa literaria que imagina Casti es el interés o la inquietud del Ministerio de Defensa británico en 1949 por las ideas de Alan Turing en torno a los fundamentos de la computación, el desarrollo de las primeras máquinas en Manchester y la posibilidad concreta de que pudiera crearse algún tipo de inteligencia artificial. Le encargan entonces a un destacado físico y amigo del gobierno, C. P. Snow, que organice una cena en el Christ´s College de Cambridge con algunos de los pensadores más influyentes de la época, sobre la que pudiera informar a posteriori si era verdaderamente posible concebir una máquina que pudiera razonar como un ser humano. Los cuatro convocados son el propio Turing, el genetista marxista J. Haldane, el físico Erwin Schrödinger y el filósofo Ludwig Wittgenstein. La larga discusión se desarrolla durante toda la cena, y es sólo interrumpida por breves referencias a la excelente comida -una excepción a las penurias de posguerra- en capítulos que llevan el nombre de cada plato, desde el jerez y la sopa, hasta el postre, con los puros y el cognac. Casti nos advierte desde el principio algo más: la discusión incluirá no sólo los saberes del momento atribuíbles a estos cuatro magníficos sino que, con todas las libertades cronológicas, se incorporarán también por boca de ellos los cincuenta años posteriores de debates en el terreno de la inteligencia artificial y el lenguaje, desde el argumento de la habitación china de Searle, hasta las teorías sobre los lenguajes naturales de Chomsky, o las ideas de Piaget sobre el aprendizaje. El resultado es, comprensiblemente, desparejo. Los argumentos son a veces demasiado técnicos, como en el dibujo innecesario de la máquina de Turing; a veces demasiado confusos, como en el experimento físico de la habitación luminosa, a veces demasiado simplistas, como en el intento de explicar el teorema de Gödel. Particularmente irritante, e injusto, es el papel que se le hace jugar a Wittgenstein, quien aparece durante la mayor parte del libro como una especie de niño enfurruñado y terco, que sólo puede responder con explosiones de furia, y muy pocos argumentos, a las exposiciones de un Turing siempre reluciente. Uno no puede dejar de pensar en los cuidados infinitos con que Yourcenar le dio voz a Adriano y en los escrúpulos con los que luchó Thomas Mann para hacer hablar a Goethe: Casti no se hace tantos problemas con sus cinco personajes. Hay también un escamoteo inexplicable de los argumentos escépticos sobre la inteligencia artificial debidos a Penrose, que se mencionan sólo en el epílogo, y un afán didáctico molesto, encarnado por Snow, por resumir a cada rato las tesis de los contendientes. Aún así, el libro puede ser una buena puerta de entrada para quien se asome por primera vez al haz de problemas que significa abstraer la inteligencia humana y consigue irradiar por momentos algo de la fascinación intelectual que rodea al tema, sin duda una de las discusiones científicas más apasionantes del fin del siglo. En el epílogo se discute brevemente la victoria pírrica de la máquina de ajedrez Deep Blue en el match con Kasparov y se propone un conjunto adicional de buenas lecturas para quien pueda haber sentido que la inteligencia artificial se merecía una crónica más profunda.
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