ESA PALABRA QUE EMPIEZA CON I
Terry Eagleton
Paidós Básica, Barcelona, 1997, 286 páginas.
Publicada en Radar, Página 12, 1998.
En Relato de mi vida, Thomas Mann cuenta una experiencia psíquica “inolvidable”: la turbulencia y la euforia –la náusea de conocimiento- que le produjo la lectura de un filósofo ya pasado de moda, cuyo tratado fundamental había comprado en oferta en una librería de viejo y había guardado sin abrir durante años en un anaquel. Esta experiencia la transcribe en la novela que estaba terminando –Los Buddenbrock- en un pasaje extraordinario en el que prepara a su personaje burgués para la muerte.
El filósofo era Schopenhauer, y quien intente hoy, otros cien años después, abrir Elmundo como voluntad y representación puede tener una segunda experiencia inolvidable: la de comprobar que el libro se ha vuelto completamente extraño, impenetrable, una sucesión de fórmulas oscuras que deben traducirse una por una, sin estar nunca seguros de su significado original. Muy difícilmente pueda provocar arrebatos, sino impaciencia, o una sospecha incómoda: la de presentir que quizá hemos perdido un grado de profundidad, que el futuro no necesariamente lleva en sí hegelianamente el pasado, sino que existe también una entropía del conocimiento por la que irremediablemente algo de la complejidad y de la vida se evapora en la transmisión y el pensamiento del pasado deja en algún momento de tocarnos.
Esta introducción es necesaria, porque me propongo recomendar Ideología, de Terry Eagleton, por todas las razones equivocadas. Es un libro difícil, intrincado, muchas veces exasperante. No tiene la elegancia de estilo o la ironía de época de Las ilusiones del postmodernismo, ni la originalidad de pensamiento de Una introducción a la teoría literaria. Y aún así, uno no deja nunca de sentir que se está ante un libro fundamental, y que si se lo suelta se habrá perdido una gran historia. Esta historia es, en un primer plano, la de la ideología, desde su origen paradójico durante el Iluminismo como la ciencia que establecería las leyes definitivas sobre las ideas, hasta el demasiado rápido desprecio contemporáneo, en un rastreo minucioso y apasionante, desde la Ilustración al marxismo, de Lukács a Gramsci, de Adorno a Bourdieu, de Freud a Sorel, pasando por Althusser, Foucault, Derrida, sin dejar prácticamente ninguna corriente de pensamiento de lado.
Después de un primer capítulo en que se enumeran y discuten los significados desesperadamente variados que –como parte ya de luchas ideológicas- se le ha dado a la palabra, Eagleton empieza a armar pacientemente su tablero de ajedrez, en el que se demuestra que las ideas, como la naturaleza, también le tienen horror al vacío, y que de cada contradicción y fisura surgirá un nuevo sistema.
Pero la línea de suspenso más interesante es la que tiene que ver con el propio via crucis de Eagleton, un catedrático de Oxford marxista, pero ante todo una mente abierta, capaz de prestar atención al menor murmullo de verdad que puede haber en cada pensamiento, y que define su socialismo como el de “alguien incapaz de pasar por alto su perplejidad por el hecho de que la mayoría de las personas que han vivido y han muerto han dedicado su vida a un trabajo desdichado, estéril e interminable”. Eagleton recorre las peripecias ideológicas del marxismo con sus luces y sombras, y como si fuera el operario de un parque de diversiones abandonado, logra poner otra vez en marcha las complejas maquinarias que fueron el sustrato de las revoluciones del siglo, y consigue una crítica “desde adentro” y por separado de la cuestión teórica, mientras se pregunta e interroga a las demás ideologías sobre el problema central de cómo debe posicionarse la razón frente a la dominación y al poder.
En la Argentina de estos días, en que nuestro máximo pedagogo televisivo nos enseña que ya no importan las ideas, que la democracia capitalista es el único argumento ideológico imperante y que la historia a partir de ahora se reducirá a llevar a la práctica las ideas que todos compartimos (sí, todos), y mientras los sociólogos tratan de convencernos de que la realidad es virtual, hay quizá una última razón equivocada para leer este libro: no lo discutirán por la televisión.
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