LA EDAD DEL UNIVERSO
El nacimiento del tiempo
John Gribbin
Paidós, 233 páginas, 2000.
Publicada en La Nación con el título Un origen muy remoto, 2000.
John Gribbin
Paidós, 233 páginas, 2000.
Publicada en La Nación con el título Un origen muy remoto, 2000.
¿Cuál es la edad del universo? Para gran parte de la humanidad y durante gran parte de la historia, esta pregunta ni siquiera hubiera llegado a plantearse: hindúes, chinos, aztecas, budistas y griegos precristianos concebían al cosmos como un ciclo eterno, sin principio, de nacimiento, muerte y resurrección. Sin embargo, para el judeocristianismo predominante en la cultura europea, donde se origina también la ciencia moderna, Dios inaugura al mundo en un único acto de creación. No es extraño que los teólogos no hayan resistido la tentación de fechar ese acto: en el siglo XVI Martín Lutero y sus colegas, mediante el recuento de las genealogías asentadas en el Antiguo Testamento desde Jesucristo hasta el mismo Adán, estipulan la cifra de 4000 a. de C. El arzobispo James Ussher publica en 1620 una curiosa corrección: siguiendo una sugerencia de Kepler, vincula el oscurecimiento del cielo durante la crucifixión de Jesús con un eclipse solar que habían estudiado los astrónomos de la época y retrasa con un cuidado de relojero la fecha de la Creación en cuatro años. La cifra de Ussher de 4004 a. de C. se anotó en el margen de la versión autorizada de la Biblia y perduró allí hasta bien entrado el siglo XIX.
Pero por supuesto, desde mucho antes, con los primeros descubrimientos de fósiles en las rocas, los científicos habían empezado a discrepar con este cálculo. El erudito árabe Alhazan, alrededor del año 1000, fue aparentemente el primero en expresar por escrito su desconcierto por la presencia de fósiles de peces en regiones montañosas muy por encima del nivel del mar. El argumento de la época para explicar el origen de estos fósiles era, previsiblemente, el Diluvio Universal. Pero Leonardo da Vinci, quinientos años después, señaló que también había fósiles marinos en las montañas de Lombardía, demasiado lejos del mar más próximo: ni siquiera esas lluvias apocalípticas hubieran podido hacer llegar las aguas hasta allí. En el siglo diecisiete Niels Steensen y Robert Hooke, uno de los fundadores de la Royal Society, habían acumulado evidencia en comparación de fósiles como para desarrollar la idea de que la superficie de la Tierra se había visto envuelta en cataclismos que elevaron partes del lecho oceánico en montañas, durante un lapso muy largo que desafiaría drásticamente la escala cronológica de Ussher.
Una primera hipótesis alternativa sobre el origen del planeta fue presentada por el naturalista francés Leclerc (conde de Buffon), en 1778: Buffon sugiere que la Tierra se formó de una bola de material fundido desprendida del Sol por el impacto de un cometa. Lo interesante de esta hipótesis es que introduce una nueva idea para medir la antigüedad: el tiempo que habría tardado la superficie de la Tierra en enfriarse. Buffon mejoró los cálculos sobre enfriamiento que Newton había iniciado un siglo atrás y realizó una serie de experimentos con esferas de hierro que calentaba hasta poner al rojo vivo, para medir luego el tiempo que tardaban en enfriarse. Con estos cálculos estableció la edad de la Tierra en 75 mil años, dando el primer salto importante hacia atrás: una edad veinte veces más remota que la establecida por el dogma.
El paso siguiente lo dio el matemático francés Fourier, que desarrolló las ecuaciones de flujo térmico y tuvo en cuenta un factor crucial que Buffon había pasado por alto: se dio cuenta de que la Tierra sigue siendo caliente en su interior. Los estratos de roca sólida actúan a modo de aislamiento térmico alrededor del material fundido del interior: esto hace que se mantenga el calor y que el planeta demore mucho más en enfriarse que lo estimado por Buffon. Y mucho más significa realmente mucho. La cifra a la que se llega con estos nuevos cálculos era tan descomunal que aparentemente Fourier no se atrevió a dejarla por escrito (aunque sí legó la fórmula para quién quisiera calcularla): la edad se retrotraía de 75 mil a 100 millones de años.
Y sin embargo, unas décadas más tarde, el desarrollo de la geología y la flamante teoría de Darwin indicaban que esta cifra era todavía una estimación muy baja, que la Tierra –y por lo tanto, el universo- debían, necesariamente, ser mucho más antiguos. Esto trajo una crisis que enfrentó a los biólogos y geólogos con los fisicos de la época, sobre todo con Lord Kelvin: a mediados del siglo XIX las leyes de la termodinámica y de la conservación de la energía estaban lo suficientemente desarrolladas como para que los físicos sostuvieran que, de acuerdo con el estado del saber, no había forma de que el Sol hubiera estado brillando tanto tiempo como Darwin y los geólogos pretendían. Las leyes de la termodinámica establecen con claridad que debe haber una fuente de energía que mantenga resplandeciente al Sol: las dos fuentes conocidas hasta el momento eran la combustión de carbono en oxígeno y las reservas de energía gravitatoria, que el Sol convierte en calor contrayéndose lentamente. Pero esto daba una cifra máxima de veinticuatro millones de años. El ingrediente crucial que faltaba en la figura era una forma de energía desconocida hasta 1890, descubierta por Becquerel y por los esposos Curie: la radiactividad. El neocelandés Rutherford fue la persona que reunió todas las piezas del rompecabezas, presentó una nueva escala cronológica para la Tierra e intuyó que aquella era la fuente de energía faltante en la teoría para el Sol. Rutherford también descubrió que cualquiera sea la cantidad de material radiactivo con que se empieza, la mitad de los átomos de la muestra se desintegrarán en un plazo determinado. Y esto –comprendió Rutherford de inmediato- daba un reloj para medir la edad de la Tierra. Los experimentos de datación radiométrica se perfeccionaron luego para estudiar meteoritos y se llegó así a calcular que los restos estelares más viejos conocidos tienen una edad de 4 a 5 mil millones de años. Esta era por fin una buena aproximación al orden de magnitud que se estaba buscando. Así, en las primeras décadas del siglo XX la teoría especial de la relatividad, junto con la existencia de elementos radiactivos en la Tierra mostraban que había una fuente de energía que podía mantener brillantes al Sol y a las estrellas. La pregunta siguiente de los físicos para datar el universo fue: ¿Qué tan viejas son las estrellas más viejas?
El nacimiento del tiempo, de John Gribbin, doctor en Astrofísica de la Universidad de Cambridge, empieza verdaderamente en este punto, y narra los afanes de un grupo de científicos, incluyendo al propio autor, que dieron el último paso en la datación de estrellas para salvar una incómoda discrepancia de evidencias: mientras la teoría del Big Bang y los registros del telescopio espacial Hubble daban una antigüedad del universo del orden de los diez mil millones de años, las técnicas independientes de datación de estrellas arrojaban para las más viejas una edad mayor, de quince mil millones de años. Pero por supuesto, ni siquiera en la Física contemporánea un niño puede ser mayor que su padre.
Exigente, preciso, con detalles técnicos a veces excesivos, el libro se constituye sin embargo en un documento de época sobre la larga y orgullosa carrera de postas del mundo científico y sobre la acumulación de conocimientos y el nudo de cuestiones y pasiones que puede comprimir una sola pregunta. Una pregunta que en alguna época interesaba a los filósofos y que todavía cualquier niño curioso podría hacerse: Pero cómo, ¿cómo fue que empezó todo?
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