La caverna / Saramago


La caverna
José Saramago
Alfaguara, 454 páginas, 2001.
Publicada en La Nación con el título Frágil intención alegórica, 2001.

   Hay una clase de novela particularmente anodina que podríamos llamar la novela del hombre común. Por supuesto, todas las novelas son en algún sentido, sobre hombres y mujeres comunes, pero en general, el arte y el juego de la literatura consiste en transfigurarlos, arrancarlos de las circunstancias más obvias de la vida cotidiana y convertirlos en “humanos más que humanos”, en heroínas y héroes o, al menos, en gente lo bastante interesante como para que valga la pena seguir sus vidas por el papel impreso. En la novela del hombre común los propósitos son diferentes. Ninguna originalidad es admisible: el hombre común debe ser lo más común posible. Su forma de hablar será tomada del registro coloquial más inmediato; sus pensamientos no se saldrán de la esfera de aforismos y frases hechas que se suele llamar, a veces con demasiada generosidad, sabiduría popular; su nivel cultural será inferior al del autor y al del lector, para que ambos puedan mirarlo con paternal simpatía. El hombre común será casi siempre pobre pero con valores morales sólidos e imperturbables que resistirán todas las pruebas, etcétera.
  La caverna, el libro con que José Saramago cierra su trilogía sobre el mundo contemporáneo iniciada con Ensayo sobre la ceguera y Todos los nombres, incurre con desconcertante ingenuidad en cada uno de estos estereotipos. El protagonista, Cipriano Algor, es un viejo alfarero al que un moderno centro comercial anuncia que dejará de comprarle sus productos. En su desesperación, Algor no encuentra mejor idea que dirigir su camioneta llena de loza al interior de una villa miseria y quedarse esperando con valiente altruísmo a que lo desvalijen, para que al menos las esposas de los asaltantes puedan renovar su vajilla. Sin embargo, no hay que temer: los bondadosos ladrones de la villa, al ver su cara tan triste, se apiadan de él y deciden esperar a otro conductor con menos problemas.
  De regreso a la casa, su hija le propone la idea de fabricar una variedad de muñecos de adorno, una nueva línea para ofrecer al centro. El diseño y la fabricación de estos muñecos –la última oportunidad para la alfarería- son el telón de fondo para la paulatina revelación de los buenísimos sentimientos de todos los integrantes de la familia, a quienes el autor reconoce que retrata “con simpatía de clase”. Los polos antagónicos de la novela son por un lado este mundo pequeño de artesanos a punto de extinguirse y por el otro el gigantesco centro comercial, donde el yerno de Algor es guardia de seguridad, símbolo de la deshumanización de las leyes del mercado, y descripto en los registros innecesariamente maniqueos de una alegoría (el título de la novela remite a la famosa caverna de Platón).
   Más allá de la lentitud casi desesperante y la obviedad con que se desarrollan los pocos sucesos de la trama (el cortejo de Algor a una vecina viuda, la educación de un perro vagabundo, los diálogos filosóficos con el jefe de compras) hay una segunda morosidad impuesta por el narrador omnisciente, que penetra en la conciencia de cada uno de los personajes y trata de convencernos de los abismos de complejidad y profundidad que hay detrás de cada uno de sus pensamientos y decisiones, cuando son todos en verdad, los más previsibles y sencillos. La elegancia de estilo de Saramago está allí, pero al llegar al final -también decepcionante- uno tiene la incómoda impresión de que su elaborada retórica sólo disimula esta vez la falta de material narrativo, y que debajo de la frágil intención alegórica en esta novela el rey está desnudo.

Volver a Reseñas