El círculo secreto / Borges


El círculo secreto
Jorge Luis Borges
Emecé, 280 páginas, 2003.
Publicada en La Nación con el título Sobre los otros, 2003.

  Un nuevo libro de Borges, que se ha convertido, después de su muerte, en un autor inesperadamente prolífico. Pero para vencer el escepticismo que podría despertar la publicación -una vez más- de textos que él desistió de incluir en su meditada obra completa, basta recordar la felicidad imprevista de los dos recientes volúmenes de Textos recobrados, una verdadera biografía de las que hubiera preferido Borges, con el origen y desenvolvimiento de sus ideas literarias, la vibración infatigable y polémica de su inteligencia y la prolongación de sus artículos en el germen de futuras ficciones.
    El círculo secreto reúne ahora diversos prólogos que quedaron afuera de Prólogos con un prólogo de prólogos y de Biblioteca personal. El interés principal de estas piezas son las pequeñas teorías o comentarios genéricos que Borges elaboraba a propósito de (o muchas veces a pesar de) los libros que le tocaban en suerte. Cuando debe ocuparse de “Tres domingos”, de Susana Bombal, prefiere remontarse durante dos páginas a las sagas del siglo XIII en Islandia y analizar la omisión de la representación de procesos mentales y la manera en que se logra dar la impresión de “largos años y de largas vicisitudes” antes de establecer una conexión elegante pero brevísima con el libro dejado de lado. En el prólogo a “En tu aire, Argentina”, de Nicolás Cócaro, se refiere a la modificación del pasado que “nuestra mala memoria y la literatura ejecutan continuamente” y argumenta, casi con las mismas palabras que Henry James, que la poesía, “a diferencia de la caótica realidad, procede por una selección de hechos representativos, que simbólicamente son verdaderos aunque históricamente pueden no serlo”. A continuación, sobre cómo conseguir la apariencia de verdad dentro de una ficción, repite una de sus conocidas preferencias por “la imaginación verosímil de patéticos pormenores circunstanciales”. En su nota para el homenaje nacional a Pettoruti, mirando con alguna melancolía a su propio pasado, llega a la conclusión que lo acompañaría en adelante de que “las teorías estéticas no son otra cosa que estímulo para la ejecución de la obra y que el cubismo, o cualquier otro ismo, son menos importantes que las telas cuyos pretextos fueron”. Así, muchas veces, los libros prologados parecen excusas o disparadores para la búsqueda de analogías y la enunciación de leyes con ilusiones de generalidad. En el prólogo a “Cuentos breves y maravillosos”, de Álvaro Menen Desleal, repite su convicción, enunciada con elocuencia en “Diálogos del asceta y el rey”, de que “el número de fábulas o de metáforas de que es capaz la imaginación de los hombres es limitado” (Borges imaginó incluso alguna vez una lista de divertidos mandamientos para la narración policial).
    En el prólogo a El matadero, de Esteban Echeverría, Borges llama la atención sobre la diferencia entre los escritores que perduran en la historia de la literatura “y otros, los menos, en la propia literatura”. Observa que Echeverría, por La cautiva y El matadero, corresponde a ambas categorías y que El matadero nos toca de manera inmediata. En estas resoluciones filosas y en pocos trazos donde importa tanto lo que dice como lo que omite aflora su genio inigualable para hablar de literatura con el rigor de una ciencia exacta.
    Entre los autores a los que antepone sus palabras están Shakespeare, Paul Groussac, Lugones, Silvina Ocampo, Manuel Peyrou, José Bianco, Oscar Wilde, y muchos otros nombres reconocidos de la literatura, junto con otra multitud de libros que el tiempo -tan caprichoso como los hombres- por ahora ha olvidado. A veces se percibe también cierta ironía a costa del libro prologado, como cuando debe referirse a la ópera prima de un niño poeta prodigio y confiesa todas sus alarmas. Cada tanto el lector contemporáneo, a la luz de la corrección política, puede tener algún sobresalto: Borges declara por ejemplo que la primacía de las artes plásticas argentinas en el continente es indiscutible y menciona como primera causa la falta de tradición indígena.
    La repetición -lo saben los profesores- aumenta el entendimiento y la reunión de estos textos dispersos tiene para los estudiosos seguramente un segundo interés, porque permite identificar, persiguiendo las recurrencias, las convicciones literarias fundamentales que lo animaban.
    En algún momento, por ese movimiento en bucle que los lógicos llaman autoreferencia, los prólogos como género caen bajo su mirada analítica. El prólogo, dice Borges, “es un género literario sujeto a ciertas leyes: debe ser categórico, debe ser solemne, y debe ostentar ese laborioso rigor que es propio de las páginas antológicas”. Como todo lo que tocó, Borges logra hacer de estas pequeñas piezas formidables lecciones de literatura.

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