El hombre que confundió a su mujer con un sombrero
Oliver Sacks
Anagrama, 310 páginas, 2003.
Publicada en La Nación con el título La música como voluntad, 2003.
Oliver Sacks
Anagrama, 310 páginas, 2003.
Publicada en La Nación con el título La música como voluntad, 2003.
Uno de los fenómenos “invisibles” más interesantes de los últimos tiempos es el renacimiento de la filosofía en disciplinas científicas diversas, con preguntas y dilemas surgidos no de filósofos profesionales, sino de científicos profundos, irreprochablemente serios, que no han cedido sin embargo al imperativo de la especialización milimétrica y empiezan a alumbrar con una luz nueva y extraña el movedizo cuadro humano. Así, desde la matemática, los dragones fractales de Mandelbrot, esquivos a la medida, reavivan la antigua discusión sobre cuán platónicos son los conceptos geométricos; desde la física, las teorías sobre el origen del universo disparan preguntas acuciantes sobre el origen del tiempo y el diminuto margen de Dios. Desde la biología el desciframiento del genoma humano y la clonación reabren el libro de la ética mientras que la computación se afana, con tenacidad, por alzar su Golem y responder a la cuestión de cuánto hay de algoritmo en la inteligencia.
Pero quizá el terreno más fascinante, el laberinto del Minotauro, es el propio cerebro humano, el “telar encantado”, en la precisa metáfora de Sherrington. Y en este territorio, el de la neuropsicología, avizorado por Luria, el gran precursor, como una nueva ciencia “romántica”, la serie de libros de casos clínicos de Oliver Sacks (Un antropólogo en Marte, La isla de los ciegos al color, Awakenings) muestran en un caleidoscopio que provoca más y más asombro en cada giro, una galería de personajes que cualquier novelista envidiaría y revelan al mismo tiempo qué cercanas y qué curiosamente mezcladas están en el cerebro, en simetrías a veces rotas y dispersas, la memoria y la música, el teatro y la identidad, la narrativa y el entendimiento.
Dentro de esta serie extraordinaria sobresale un libro aparecido en 1985, y recientemente reeditado en castellano: “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero”, una versión médica, como le gusta decir a Sacks, de Las mil y una noches. Vale la pena detenerse en el primero de los relatos, que fundamenta la tesis principal del libro.
El doctor P, un músico distinguido y ex-cantante famoso llega a la consulta por problemas en las zonas visuales del cerebro. Durante la revisión Sacks observa que hay algo raro en su forma de mirar: “estaba orientado hacia mí, y no obstante había algo que no encajaba del todo... en vez de “fijarse en mí”, del modo normal, efectuaba fijaciones súbitas y extrañas, pero sin verme como totalidad...” Sacks le quita el zapato izquierdo para hacer un test de reflejos y luego lo deja para que vuelva a ponérselo. Al cabo de un minuto comprueba que el doctor P no lo había hecho. Se da cuenta entonces de que P parece perplejo y no es capaz de distinguir entre su pie y el zapato. Sacks prosigue con el examen y observa que P tenía muy buena vista: “Veía perfectamente, pero ¿qué veía?”
Le enseña un guante y cuando le pregunta qué es aquello el doctor P pasa a examinarlo.
“--Una superficie continua –proclamó al fin- plegada sobre sí misma. Parece que tiene –vaciló- cinco bolsitas que sobresalen, si es que se las puede llamar así.”
En un momento el doctor P decide que la visita ha terminado y empieza a mirar en torno buscando su sombrero. Extiende la mano y toma a su esposa por la cabeza, intentando ponérsela. “¡Parecía haber confundido a su mujer con un sombrero!”
Sacks hace una segunda visita para verlo en su ambiente familiar. El doctor P no tiene problemas con las formas abstractas y también puede identificar inmediatamente las cartas de una baraja, pero es incapaz de reconocer las fotos de sus familiares, o la suya propia.
Sacks concluye que el doctor P está perdido en un mundo de abstracciones sin vida: “Hughlings Jackson, hablando de pacientes con afasia y lesiones del hemisferio izquierdo, dice que han perdido el pensamiento abstracto y proposicional y los compara a los perros. El doctor P (inversamente) actuaba igual que una máquina. Construía el mundo como lo construye un ordenador, mediante rasgos distintivos y relaciones esquemáticas.”
Terminada la revisión Sacks se sienta a la mesa, donde había café y un surtido de pastas. “El doctor P, con evidente apetito, canturreando, se abalanzó sobre las pastas. Rápida, ágil, automática y melodiosamente atrajo hacia sí la fuente y fue tomando pastas en una canción comestible de alimentos hasta que de pronto se produjo una interrupción. Un golpeteo ruidoso y perentorio en la puerta. Paralizado por la interrupción, el doctor P dejó de comer y se quedó congelado, inmóvil, con una expresión de desconcierto, ciego, indiferente. Veía la mesa pero ya no la veía, no la percibía ya como una mesa llena de pastas.”
¿Cómo puede ser capaz de hacer las cosas?, le pregunta Sacks a la esposa.
“—Es lo mismo que cuando come –me explicó-. Todo lo hace así, canturreando. Pero si hay algo que lo interrumpe y pierde el hilo se paraliza del todo, no reconoce la ropa... ni su propio cuerpo. Canta siempre: canciones para la comida, para vestirse, para bañarse, para todo. No puede hacer nada si no lo convierte en una canción.”
Sacks anota en su comentario final: “Cómo le habría fascinado el doctor P a Schopenhauer, que decía que la música es voluntad pura. El doctor P había perdido totalmente el mundo como representación, pero lo había preservado totalmente como música o voluntad.”
Con el acorde inicial de este caso Sacks pone en entredicho los axiomas o supuestos más enraizados de la neurología clásica: la idea de que cualquier lesión cerebral disminuye o elimina la “actitud abstracta y categórica” (Kurt Goldstein) reduciendo al individuo a lo emotivo y lo concreto. En el doctor P., se constata exactamente lo opuesto: un hombre que ha perdido del todo (en la esfera de lo visual) lo emotivo, lo concreto, lo personal, lo “real”... y ha quedado reducido a lo abstracto y categorial. La neurología clásica, observa Sacks, siempre ha sido mecanicista, desde las analogías mecánicas de Jackson hasta las de hoy con los ordenadores. Pero los procesos mentales que constituyen nuestro ser y nuestra vida no son abstractos y mecánicos sino también personales y como tales, no consisten sólo en clasificar y establecer categorías, entrañan además sentimientos y juicios continuos.
Esta discusión filosófica subterránea entre lo abstracto y lo concreto, entre las facultades de la “computadora” dotada de programas y esquemas del hemisferio izquierdo y las facultades cruciales del reconocimiento concreto de la realidad alojadas en la parte más antigua y primitiva del hemisferio derecho es la que recorre el resto del libro. Quedan por delante otra veintena de casos igualmente extraños, atemorizantes, insólitos: la anciana con síndrome de Tourette que copia y absorbe en un destello, como un mimo frenético, la personalidad de cada transeúnte que pasa y que, rodeada de gente enfurecida, huye a un callejón solitario para vomitar todos los gestos superpuestos. El hombre que olvida lo que le ocurrió cada tres minutos (que inspiró la película “Memento”) y fabula infatigablemente para llenar los abismos de sinsentido que se abren a sus pies; los gemelos idiotas que contemplan dentro de sí paisajes de números, como auténticos pitagóricos y se comunican en un lenguaje de vertiginosos números primos; la mujer que sólo ve la mitad derecha de las cosas y olvida el universo de “lo izquierdo”; el marinero que continúa viviendo eternamente en el año 45; el estudiante que se convierte por una semana en perro y accede a un universo tentador y primitivo de olores bruscamente multiplicados y vívidos... Y esto es otra vez sólo el principio. Oliver Sacks es un gran escritor, inmensamente culto, con el ojo atento y siempre comprensivo de un naturalista y ha reunido pacientemente una colección insuperable de prodigios. Para los que todavía creen que pueden separarse las humanidades de las ciencias, para aquellos que piensan que lo han leído todo, para aquellos a los que les resulta difícil sorprenderse, pasen y vean: ¡el cerebro humano!
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