Publicado en La Nación con el título Iluminar, persuadir y probar, 2003.
Bien, Borges y la matemática. Siempre que uno elige un ángulo, un tema, introduce de algún modo una distorsión sobre el fenómeno que se propone estudiar. Algo bien sabido por los físicos, ¿no es cierto? También ocurre cuando uno trata de abordar a un escritor desde un ángulo en particular: muy pronto uno se encuentra en las arenas movedizas de la interpretación. En este sentido conviene tener en cuenta que el juego de la interpretación es un juego de balance en el que uno puede errar por exceso o por defecto. Digamos, si nos aproximamos a los textos de Borges con un enfoque puramente matemático, muy especializado, podemos quedar por encima del texto. Aquí “encima” es en realidad afuera: podríamos encontrar o forzar al texto a decir cosas que el texto no dice, ni tiene ninguna intención de decir. Un error de erudición. Por otro lado, si desconocemos en absoluto los elementos de matemática que están presentes reiteradamente en la obra de Borges, podemos quedar por debajo del texto. Entonces, voy a intentar un ejercicio de equilibrio. Sé que aquí en la sala hay gente que sabe mucha matemática, pero yo voy a hablar para los que sólo saben contar hasta diez. Es mi desafío personal. Todo lo que diga debería poder entenderse con sólo saber contar hasta diez.
Hay una segunda cuestión todavía más delicada, a la que se refirió Thomas Mann cuando fue obligado a insertar una nota al final de su Doctor Faustus para reconocer la autoría intelectual de Schönberg en la teoría musical del dodecafonismo. Thomas Mann lo hizo a disgusto, porque consideraba que esa teoría musical se había transmutado en algo distinto al ser moldeada literariamente por él “en un contexto ideal para asociarla a un personaje ficticio” (su compositor Adrián Leverkuhn). De la misma manera los elementos de matemática que aparecen en la obra de Borges también están moldeados y transmutados en “algo distinto”: en literatura, y trataremos de reconocerlos sin separarlos de ese contexto de intenciones literarias.
Por ejemplo, cuando Borges da comienzo a su ensayo “Avatares de la tortuga” y dice: “Hay un concepto que es el corruptor y el desatinador de los otros. No hablo del Mal cuyo limitado imperio es la ética; hablo del infinito.”, la vinculación del infinito con el Mal, la supremacía en malignidad, burlona pero certera que establece, quita de inmediato al infinito del sereno mundo de la matemática y pone bajo una luz levemente amenazadora toda la discusión pulcra en fórmulas, casi técnica, que sigue. Cuando dice a continuación que la numerosa hidra es una prefiguración o un emblema de las progresiones geométricas, se repite el juego de proyectar monstruosidad y “conveniente horror” sobre un concepto matemático preciso.
Cuánto sabía Borges de matemática. Precauciones sobre su biblioteca. La verdad en matemática y en literatura.
¿Cuánto sabía Borges de matemática? Él dice en ese mismo ensayo: “cinco, siete años de aprendizaje metafísico, teológico, matemático, me capacitarían (tal vez) para planear decorosamente una historia del infinito”. La frase es lo suficientemente ambigua como para que sea difícil decidir si realmente dedicó esa cantidad de años a estudiar, o es sólo un plan a futuro, pero está claro que Borges sabe por lo menos los temas que están contenidos en el libro que él prologa, Matemáticas e imaginación, y que son bastantes. Es una buena muestra de lo que se puede aprender en un primer curso de álgebra y análisis en la universidad. Se tratan allí las paradojas lógicas, la cuestión de las diversas clases de infinito, algunos problemas básicos de topología, teoría de las probabilidades. En el prólogo a este libro Borges recuerda al pasar que, según Bertrand Russell, la vasta matemática quizá no fuera más que una vasta tautología, y deja ver, con esta observación, que también estaba al tanto, por lo menos en esa época, de lo que era una discusión crucial en los fundamentos de la matemática. Una discusión que dividía aguas y daba lugar a agudos debates, centrada en la cuestión de la verdad: lo verdadero versus lo demostrable.
Digamos que en su trabajo habitual de escudriñar los universos de formas y de números los matemáticos encuentran conexiones recurrentes, patrones, ciertas relaciones que se verifican siempre, y están acostumbrados a creer que estas relaciones, si son verdaderas, lo son por alguna razón, están concertadas de acuerdo a un orden exterior, platónico, que debe descifrarse. Cuando encuentran esa razón profunda -y en general oculta- la exhiben en lo que se llama una demostración, una prueba.
Hay de esta manera dos momentos en la matemática, igual que en el arte: un momento que podemos llamar de iluminación, de inspiración, un momento solitario e incluso “elitista” en que el matemático entrevé en un elusivo mundo platónico un resultado que considera que es verdadero, y un segundo momento, digamos, democrático, en el que tiene que convencer de esa verdad a su comunidad de pares. Exactamente del mismo modo en que el artista tiene fragmentos de una visión y luego, en un momento posterior, tiene que ejecutarla en la escritura de la obra, en la pintura, en lo que fuera. En ese sentido los procesos creativos se parecen mucho. ¿Cuál es la diferencia? Que hay protocolos formales de acuerdo con los cuales la verdad que el matemático comunica a sus pares la puede demostrar paso por paso a partir de principios y “reglas de juego” en las que todos los matemáticos coinciden. En cambio, una demostración de un hecho estético no es tan general. Un hecho estético siempre está sujeto a criterios de autoridad, a modas, a suplementos culturales, a la decisión personal y última -muchas veces perfectamente caprichosa- del gusto.
Ahora bien, los matemáticos pensaron durante siglos que en sus dominios estos dos conceptos, lo verdadero y lo demostrable, eran en el fondo equivalentes. Que si algo era verdadero, siempre se podía exhibir la razón de esa verdad a través de los pasos lógicos de una demostración, de una prueba. Sin embargo, que lo verdadero no es igual que lo demostrable lo saben desde siempre, por ejemplo, los jueces: supongamos que tenemos un crimen en un cuarto cerrado (o, más modernamente, en un country cerrado) con sólo dos sospechosos posibles. Cualquiera de los dos sospechosos sabe toda la verdad sobre el crimen: yo fui o yo no fui. Hay una verdad y ellos la conocen, pero la justicia tiene que acercarse a esta verdad por otros procedimientos indirectos: huellas digitales, colillas, pitutos, (risas). Muchas veces la justicia no llega a probar ni la culpabilidad de uno ni la inocencia del otro. Algo similar ocurre en la arqueología: sólo se tienen verdades provisorias, la verdad última queda fuera del alcance, es la suma incesante de huesos de lo demostrable.
Así, en otros terrenos, la verdad no necesariamente coincide con lo demostrable. Bertrand Russell fue quizá quién más se afanó en probar que dentro de la matemática sí se podían hacer coincidir los dos términos, que la matemática no era más que “una vasta tautología”. De algún modo ése era también el programa de Hilbert, un gran intento de los matemáticos para dar garantías de que todo lo que se probara verdadero, por cualesquiera métodos, se iba a poder demostrar a posteriori de acuerdo con un protocolo formal que pudiera prescindir de la inteligencia, un algoritmo que pudiera corroborar la verdad de una manera mecánica y que pudiera modelarse en una computadora. Eso hubiera sido en el fondo reducir la matemática a lo que puede probar una computadora.
Finalmente se demostró, y ese fue el resultado dramático de Kurt Gödel de los años ´30 -su famoso teorema de incompletitud- que las cosas no son así, que la matemática se parece más bien a la criminología en este aspecto: hay afirmaciones que son verdaderas y quedan, sin embargo, fuera del alcance de las teorías formales. O sea, las teorías formales no pueden ni demostrar la afirmación ni demostrar su negación, ni su culpabilidad ni su inocencia. Lo que quiero señalar es que Borges vislumbraba el origen de esta discusión (aunque no parece que se hubiera enterado de su desenlace).
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