Publicado en La Nación con el título Teoremas asesinos, 2003.
Concebí gran parte de Crímenes imperceptibles en el avión que me traía de regreso a la Argentina en 1995, después de dos años de residencia con una beca en Inglaterra, cuando ya las islas empezaban a entrar en esa otra bruma que es la memoria y que es lo perdido. Como siempre, se me ocurrió primero el final, que sería poco recomendable que revelara aquí. Sabía que mi detective sería un lógico eminente, Arthur Seldom, que ya había aparecido fugazmente en mi primera novela Acerca de Roderer. Sabía que el otro protagonista, un estudiante argentino -mucho más joven de lo que yo era entonces- también se correspondería parcialmente “sin pérdida de continuidad” con el narrador sin nombre de esa novela. Quería que la forma de analizar los hechos estuviera penetrada por la práctica matemática y que el “modo de ver” representara algo nuevo con respecto a esa otra serie cuyos términos más obvios son Dupin, Holmes, Poirot. En algún momento, dentro de la novela, se sostiene que cuando el criminal es verdaderamente inteligente, lo importante no es la investigación que pueda hacerse de los hechos hacia atrás –se le concede al asesino que habrá preparado suficientemente el crimen para no dejar cabos sueltos- sino las trampas sucesivas que deben tenderse hacia adelante, el análisis de la vida posterior, “en lo sucesivo”, de quien ha cometido un crimen. Esto tiene algún paralelo con los métodos de refutación en teorías lógicas y en paradigmas científicos.
En cuanto a la trama, quería hacer una novela policial aparentemente clásica que fuera a la vez un acto de prestidigitación con todas las cartas a la vista, como los actos de magia de René Lavand, a quien también convertí en personaje. Quería, también, divertirme, y volver a jugar al tenis.
La novela trata finalmente de las formas insidiosas en que conjeturas y teorías pueden moldear las vidas y destinos de las personas, o también, de lo peligrosa que puede ser la atracción estética, la apariencia tentadora de algunas ficciones. Las teorías que se deslizan en el libro, sobre las series lógicas, sobre la psiquiatría, sobre los juegos de lenguaje, están en mayor o menor grado distorsionadas, como otras ficciones. De algún modo toda teoría es al fin y al cabo una ficción arrojada a la realidad con la esperanza de encontrar una correspondencia verosímil.
Hacia fines del año 2000 empecé a escribir los primeros capítulos. Crímenes imperceptibles aparecería, yo creí, como una novela por entregas en el portal educ.ar. Pero el proyecto se disolvió en el aire, como casi todo en la Argentina durante el año 2001. Decidí de todos modos continuarla, tan lentamente como fuera necesario, y aparecieron entonces otras ramificaciones, otros personajes, otros crímenes. Al leer en público un capítulo el año pasado me hicieron una pregunta que seguramente volverá: ¿Por qué transcurre en Oxford y no en Argentina? Porque en la Argentina, tuve que contestar, cuando hay un crimen irresuelto todos adivinan de inmediato que el culpable es la policía. Más allá de esta simplificación algo brutal, que tiene, como todas las simplificaciones, una parte falsa y una verdadera, tuve el mismo dilema que cuando escribí el cuento Infierno grande, que es argentinísimo: lo policial en nuestro país tiene más que ver con los círculos sórdidos del encubrimiento que con el misterio -o el acertijo- que puede ser un crimen. Por otra parte, creo en la autonomía de los mundos de ficción: el Oxford que describo, con animales improbables y hospitales de siete pisos, no superaría la prueba de los topógrafos.
En los dos años que tardé en terminar este novela, entre otros cambios drásticos en mi vida, murió mi padre, que no alcanzó a leerla. Mary Shelley escribió una vez sobre su Frankenstein:
“Tengo afecto por él, porque fue el vástago de días felices, cuando muerte y dolor eran sólo palabras que no encontraban verdadero eco en mi corazón. En sus muchas páginas se habla de más de una caminata, más de un paseo y más de una conversación cuando yo no estaba sola; y mi compañía era uno, en este mundo, a quién no veré más. Pero esto es para mí misma; mis lectores no tienen nada que ver con estas asociaciones.”
Aunque posiblemente mis lectores tampoco logren hacer demasiado con estas asociaciones, puedo decir que en Crímenes imperceptibles aparece una lámina que mi propio padre tenía en su biblioteca con una frase de Hegel, que me intrigaba de chico: “El hombre no es más que la serie de sus actos”. No creo ahora del todo que esto sea verdad, pero tal vez, sí, los escritores no sean más que la serie de sus libros. Mejor entonces callar después de haberlos escrito.
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