Una salita cerca de la calle Edgware / Greene

HISTORIAS PERFECTAS

Una salita cerca de la calle Edgware
Graham Greene
Nave Madre Colihue, 222 páginas, 2002.
Publicada en La Nación, 2002.
Una salita cerca de la calle Edgware

   He aquí un libro de cuentos extraordinario, absolutamente imperdible. Una frase de la contratapa comenta que estos dieciocho relatos fueron escritos por Graham Greene entre 1929 y 1954 y observa que buena parte de estas historias perfectas (el adjetivo, en al menos diez de los casos, no es exagerado) parecen terminadas hace diez minutos, o dentro de un par de años. ¿Qué es lo que hace que estos cuentos, escritos sin otras pretensiones formalistas que una distraída maestría, parezcan en efecto, todavía  hoy, misteriosamente modernos? 
   La palabra moderno, con su carga acrítica y codiciada de prestigio, lleva de inmediato a despropósitos, a ironías y a formulaciones bélicas.   Quizá más interesante, quizá más preciso, sea pensar en dos formas principales de producción literaria, que  Borges, en el ensayo “La paradoja de Apollinaire”, identifica  con las literaturas de Inglaterra y Francia, pero que conviven con sus tensiones en cada país, y a veces aún en cada escritor. Si cotejamos un manual de literatura francesa con su congénere británico comprobaremos no sin estupor que éste consta de concebibles seres humanos y aquel de escuelas, manifiestos, generaciones, vanguardias, retaguardias ... Antes de redactar una línea, el escritor francés quiere comprenderse, definirse, clasificarse. El inglés escribe con inocencia, el francés lo hace a favor de a, contra b, en función de c, hacia d... Graham Greene escribe, sin duda, desde este estado inglés de beatífica inocencia teórica, como si sólo lo hubiera preocupado elegir sus temas y calibrar los desenlaces. Pero cada pieza parece concebida en su forma ideal platónica: es difícil, al recordar las historias, imaginar que pudieran ser contadas de otro modo.  Esta inocencia está amparada, por supuesto, en  la formidable tradición inglesa. Detrás de “Una oportunidad para el señor Lever”, está El corazón en las tinieblas, de Conrad. Detrás de los niños de “El cuarto del sótano” o “El final de la fiesta”, que se asoman demasiado pronto al horror adulto, está todo Dickens: delante estará El señor de las moscas. Hay en el libro algunos elementos visuales inolvidables: el pañuelo blanco embebido en perfume del conferencista de “Plena prueba”, la sombra movediza en la pared, como un espíritu juguetón, de unas agujas de tejer, el dibujo obsceno e inocente garabateado por una mano infantil y oculto durante años en una piedra. Hay algunos finales de ironía implacable, como el de “Una oportunidad para el señor Lever”, o el de “La película prohibida”. Hay otros de una profunda tristeza: la elección moral del niño de “El cuarto del sótano” o, en “Yo soy espía”, la partida en silencio de un padre. La larga vinculación de Graham Greene con el cine está a la vista en las atmósferas y en las escenografías, pero también en la precisión y naturalidad de los diálogos. Su vida aventurera de viajero, corresponsal y miembro ocasional del Servicio Secreto británico se deja entrever en la variedad de escenarios, desde Africa a París, que nunca son meramente “mundanos”, sino otros sitios donde espera la muerte. El paisaje fundamental sin embargo es el de la infancia: niños abandonados demasiado pronto por sus padres, niños débiles y crueles.  En particular el cuento “Los destructores”, que tiene una ferocidad casi intolerable, por una de esas raras acciones a distancia de la literatura, no puede leerse sin pensar en la destrucción paciente y alborozada, ladrillo por ladrillo, de nuestro propio país. Así, la razón por la que estos cuentos parecen modernos no debe buscarse tampoco enteramente en la factura atemporal de un estilo “clásico”, sino en la comprobación más elemental de que seguimos en un mundo que tiene las mismas proporciones de cinismo, maldad y desvalimiento que conoció este espía de varios infiernos.

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