Publicado en Clarín, edición especial Centenario de Borges, con el título Rescate de unas cartas obscenas, 1999.
En Los golpes a la puerta en Macbeth, De Quincey se propone encontrar una explicación para la impresión de horror y la perplejidad que desde niño le causaba cierto pasaje de la obra, justamente, los golpes a la puerta que se escuchan después de que Duncan ha sido asesinado. En una primera aproximación, nos dice, su inteligencia no hallaba ninguna razón por la que los golpes debieran producir un efecto cualquiera. De Quincey aconseja no hacer caso a la inteligencia cuando se opone a cualquier otra de las facultades mentales, y a continuación expone, con no otra cosa que más inteligencia, una solución admirable a su dilema privado. Pero quizá lo más sorprendente del artículo es cómo se arrodilla ante Shakespeare en el final, con la fe recobrada de un religioso que se atrevió a dudar: “¡Oh, poderoso poeta! Tus obras no son como las de los demás hombres, simple y llanamente grandes obras de arte, sino también como los fenómenos de la naturaleza, como el sol y como el mar...: hemos de estudiarlas con entera sumisión de nuestras propias facultades, con fe perfecta de que en ellas es imposible que falte ni sobre nada...”
Con más escepticismo Borges se pregunta a su vez sobre los clásicos en una de las páginas más interesantes de Otras inquisiciones y llega a una tesis melancólicamente opuesta. El ensayo es de 1965 y tiene un tono conmovedor, casi confesional. ¿Qué es un libro clásico? Borges advierte que no consultará las deficiones de otros autores ilustres que tiene al alcance de la mano: “he cumplido sesenta y tantos años; a mi edad, las coincidencias o novedades importan menos que lo que uno cree verdadero”. Ya había escrito en ese entonces la mayor parte de su obra y se lo había consagrado largamente en Europa, pero seguía siendo un autor de pocos en la Argentina, un profesor que entraba y salía solo de la Facultad de Letras y al que le tocaría enfrentar todavía muchas pruebas y ataques. No es difícil imaginar que en esta reflexión se está preguntando también por el destino de sus propios libros. El ensayo parece recorrido por el esfuerzo de abstraer alguna propiedad que compartan los libros más frecuentados, una clave inscripta en los textos que contenga el secreto de las lecturas inagotables y de la perduración. Una clase de verdad que no dependa de la siempre voluble aprobación humana. No la encuentra y con valentía intelectual y alguna resignación asienta su conocida tesis: “Clásico no es un libro que necesariamente posee tales o cuales méritos; es aquel libro que una nación o grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término”, “un libro”, agrega al final, “que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad.”
Y bien, Borges ha muerto y es ahora él mismo un clásico, de acuerdo con todas las definiciones. Se podría repetir incluso la frase de Eliot con una variante: cualquiera sea la definición a la que lleguemos no puede ser una que excluya a Borges. Le tocan los centenarios y las biografías (aunque, como él ya había observado: “nadie se resigna a escribir la biografía literaria de un escritor; todos prefieren la biografía genealógica, la biografía económica, la biografía psiquiátrica...”)
Sí, Borges es ahora un clásico y esto plantea un interesante problema de lectura: precisamente, cómo volver a sus libros, cómo separar en ellos lo que es deliberado de lo que es casual, lo que es fatal de lo que es intercambiable, lo que es profundo como el cosmos de lo que pretendía ser apenas un chiste privado. Elijo, como experimento, El aleph, con el que tengo también un dilema propio: mi primera lectura, de hace muchos años, a la que me propongo defender, no parece coincidir demasiado con las interpretaciones más frecuentes que escuché después, abrumadas por datos sociológicos o biográficos: la de que El aleph debe ser leído como una sátira a la mala literatura de la época, o como la venganza eterna de Borges contra los que le negaron en 1942 un premio literario. En mi interpretación, me temo, todo esto es secundario. Tampoco creo que el centro del relato y su fundamento sea exactamente la visión del Aleph, sino en todo caso una, solamente una, entre las imágenes. El Aleph es para mí una versión de Borges sobre La carta robada, de Poe, o de esa otra variación que él admiraba tanto: la del general de Chesterton (en "El signo de la espada rota") que desata una batalla para esconder entre los miles de cadáveres el cuerpo de un soldado que había asesinado.
Pero empecemos por el principio, por la muerte de Beatriz Viterbo. Borges explicó alguna vez que, como en el cuento ocurriría algo increíble, convenía que el protagonista estuviera conmovido, para dejar la posibilidad de que la visión del Aleph pudiera atribuirse a una alucinación. “Y qué mejor motivo de emoción”, agrega, “que la muerte de una mujer a quien él había querido”*. Sin embargo, y aunque ésta pudo haber sido su intención original, es curioso comprobar que en la ejecución del cuento las cosas, a poco que uno lee, resultan bastante diferentes. No sólo porque ya desde el inicio el narrador parece haber superado la primera conmoción del dolor y estar otra vez en toda su lucidez, en un estado de resignación filosófica: “alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podía consagrarme a su memoria”, sino sobre todo porque está claramente asentado en el texto que Beatriz Viterbo muere en 1929 y que el narrador ve el Aleph ¡recién doce años después, en 1941! Este lapso intermedio tan largo es necesario, pero para otro propósito: el de establecer la ceremonia de veneración de Beatriz. El pulso de la historia está cuidadosamente marcado por la visita ritual, una por cada aniversario de la muerte, que hace el narrador a la casa de la calle Garay, para volver a mirar los retratos de la mujer adorada y evocarla con el padre y con su antagonista, el primo hermano de Beatriz, Carlos Argentino Daneri. La rivalidad entre los dos, que parece al principio sólo literaria, aumenta gradualmente, a medida que Daneri le revela al narrador, un escritor aparentemente serio y “vinculado”, fragmentos de un poema inmenso, minucioso, grotesco, que está escribiendo en secreto desde hace años (éste es el primer indicio en el cuento de la existencia del Aleph). En algún momento, en la divertida progresión del desprecio, el narrador le niega a Daneri un favor literario -la gestión en su círculo de un prólogo para la edición del poema- y cree que ésto acabará para siempre la relación hipócrita entre ambos. Sin embargo recibe meses después una llamada telefónica, en la que fuera de sí, porque están por demoler su casa, Daneri le descubre la existencia del Aleph, en la escalera del sótano. El narrador acude, con “maligna felicidad” a comprobar la locura de su oponente. En la antesala, sobre el piano que ya nadie toca, vuelve a encontrarse con el gran retrato de Beatriz y “en una desesperación de ternura” le habla, patéticamente, en voz alta. Aparece Daneri y lo conduce hacia el sótano. “Baja”, le dice, “muy en breve podrás entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz” (la bastardilla es del texto). Lo que sucede a continuación es, por supuesto, la visión del Aleph, y la célebre enumeración de imágenes, el intento de transcribir el infinito desde lo finito. Esta enumeración, recortada supuestamente por la memoria, parece en principio aleatoria, y sin embargo converge a un punto, oculto entre todos: a la única imagen que es realmente imprevista dentro de la historia -la única que merece tres adjetivos- y que hiere por igual al narrador y al lector: “las cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino”.
Esta es la venganza certera de Daneri: dejarle ver, antes de la demolición, por una vez el Aleph, dejarlo encontrar, en el “inconcebible universo”, la imagen más temida de Beatriz, con los rastros de su posesión. Y éste es para mí también el verdadero final del cuento. La enumeración cesa muy poco después de esta revelación; lo que resta son epílogos.
Si Borges fuera otro escritor, digamos Henry James, hubiera ideado un secreter bajo llave en un palacio veneciano al que sólo pudiera accederse por largas antecámaras psicológicas. Pero Borges era Borges, y prefirió sepultar en la enumeración del universo esas cartas de mujer tan aterradoras.
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PS (2001): durante un encuentro sobre la obra de Borges en
la Universidad de Boston, Alberto Manguel, después de escuchar esta lectura,
recordó en el mismo sentido que en uno de los ensayos dantescos, “La última
sonrisa de Beatriz”, Borges afirma que la Divina Comedia, toda la Divina
Comedia, es una excusa del poeta para ver sonreír otra vez, por un momento,
a su amada. Transcribo aquí el
correspondiente párrafo: “Ozanam (Dante et la philosophie catholique,
1895) piensa que la apoteosis de Beatriz fue el tema primitivo de la Comedia;
Guido Vitali se pregunta si a Dante, al crear su Paraíso, no le movió el
propósito de fundar un reino para su dama. Un famoso lugar de la Vita nuova
(“Espero decir de ella lo que de mujer alguna se ha dicho”) justifica o permite
esa conjetura. Yo iría más lejos. Yo sospecho que Dante edificó el mejor libro
que la literatura ha alcanzado para intercalar algunos encuentros con la
irrecuperable Beatriz. Mejor dicho, los círculos del castigo y el Purgatorio
austral y los nueve círculos concéntricos y Francesca y la sirena y el Grifo y
Bertrand de Born son intercalaciones; una sonrisa y una voz, que él sabe
perdidas, son lo fundamental. En el principio de la Vita nuova se lee
que alguna vez enumeró en una epístola sesenta nombres de mujeres para deslizar
entre ellos, secreto, el nombre de Beatriz. Pienso que en la Comedia
repitió ese melancólico juego.”
¿No es acaso
“El Aleph”, y la enumeración del universo, otra
repetición del mismo juego melancólico?
* En Borges en diálogo, de Osvaldo Ferrari, Siglo XXI, 2005.
* En Borges en diálogo, de Osvaldo Ferrari, Siglo XXI, 2005.