¿Cuántas posibilidades de elección tuvo Dios al construir el universo? Esta pregunta de Einstein, que en otras épocas hubiera preocupado a los filósofos o a los teólogos, por una paradoja de la postmodernidad está a punto de ser respondida por la física moderna. El viaje al fin de la noche tiene su punto de partida en una observación astronómica crucial de 1929: dondequiera que se apunte el telescopio, las galaxias distantes se alejan de nosotros. O en palabras más dramáticas: el universo se está expandiendo.
Los físicos tardaron algunas décadas en procesar teóricamente la noticia; la creencia en un cosmos esencialmente inmóvil era tan fuerte que el propio Einstein –en el único error de su carrera- había introducido deus ex machina una constante “cosmológica” para sujetar al universo en equilibrio. Y sin embargo, se mueve. Un movimiento que tiene profundas consecuencias en las ideas sobre Dios.
En efecto, un razonamiento inmediato dice que si las galaxias se están separando unas de otras, en épocas anteriores debieron haber estado más juntas entre sí. Extremando los cálculos hacia atrás, se conjeturó que en algún momento toda la materia del universo tuvo que estar concentrada como en un sumidero, en un único punto infinitesimal. De allí a la teoría del Big Bang hay un solo paso. Este paso lo dieron Roger Penrose y su entonces alumno de doctorado Stephen Hawking al demostrar en 1970 –bajo la hipótesis de que la teoría general de la relatividad sea correcta /explicar mejor esto/- que el universo en el instante inicial debía efectivamente constituir un punto de dimensión nula con una densidad infinita, lo que los matemáticos llaman una singularidad. En particular, probaron también que si hubiera habido acontecimientos anteriores a ese instante inicial, no podrían afectar de ninguna manera lo que ocurre en el presente, no tendrían consecuencias observables. Así, el tiempo no continúa, como creía Kant, indefinidamente hacia atrás, sino más bien, como lo había intuido San Agustín, es una propiedad inseparable del universo, y también tiene su origen en el Big Bang.
La implicación teológica de esta primera conjetura ya es algo incómoda. En un universo inmóvil no existe la necesidad física de un principio y puede imaginarse que Dios eligió libremente el instante de la Creación. En cambio, en un universo en expansión el principio del tiempo ya no puede ser elegido arbitrariamente. Uno aún podría imaginar que Dios creó el universo en el instante del Big Bang, pero no tendría sentido suponer que hubiera sido creado antes, y esto establece un límite preciso a un Creador.
Aún así, la Iglesia aprobó con entusiasmo esta primera formulación. Al fin y al cabo todavía quedaba un pequeño lugar en el principio del tiempo para el fiat de un creador. Pero sobre todo, el hecho de que el origen del universo fuera una singularidad, dejaba inermes a los físicos para seguir indagando en el instante cero, simplemente porque en las singularidades todas las leyes generales fallan. El génesis quedaba así protegido con un halo de misterio muy conveniente /apropiado/ para los usos eclesiásticos.
Olvidaron, sin embargo, un detalle esencial: que toda teoría en Física es provisional, que cada nueva teoría se sostiene sólo hasta tanto una nueva observación o experimento no revele una inconsistencia y fuerce a los físicos a corregir sus fórmulas o a cambiar radicalmente su punto de vista sobre algún paradigma. Ya la Iglesia Católica había cometido una vez el error de atar las Sagradas Escrituras a la interpretación cosmológica de Ptolomeo, con la Tierra inmóvil en el centro del universo. Ese error, que perduró por más de cuatrocientos años, le valió a Galileo su condena.
Esta vez las malas noticias tardaron menos en llegar. En un congreso de cosmología organizado por los jesuitas en el Vaticano, al que habían sido invitados los principales expertos, los participantes tuvieron una audiencia con el Papa, que Hawking comenta con ironía en su Breve historia del tiempo: “Nos dijo que estaba bien estudiar la evolución del universo después del Big Bang, pero que no debíamos indagar en el Big Bang mismo, porque se trataba del momento de la Creación, y por lo tanto, de la obra de Dios. Me alegré entonces de que no conociera el tema de la conferencia que yo acababa de dar: la posibilidad de que el espacio-tiempo fuera finito, pero no tuviese frontera, lo que significaría que no hubo ningún principio, ningún momento de la Creación. ¡Yo no tenía ningún deseo de compartir el destino de Galileo!
Lo que acababa de ocurrir era que el propio Hawking había revisado su teoría y –en una nueva versión- había logrado eliminar la singularidad inicial. Las flamantes fórmulas, que expuso a cardenales y obispos, dejan a Dios sin ningún papel en la Creación.
Para entender esta modificación debe recordarse que hay actualmente dos teorías parciales que describen el universo: la teoría de la relatividad general, que explica las leyes de la gravedad y la estructura a gran escala del cosmos, y la mecánica cuántica, que se ocupa del mundo subatómico, de lo infinitamente pequeño. Se sabe que estas teorías no pueden ser ambas correctas a la vez. Justamente, los mayores esfuerzos de los físicos en la actualidad están dirigidos a formular una única teoría unificada que pueda amalgamar los resultados de los dos mundos. La principal dificultad a superar es que en el mundo subatómico rige el principio de incertidumbre de Heinsenberg, que establece un límite a las posibilidades de observación y predicción y señala un elemento irreductible de azar en el mundo subatómico. Esta conclusión arrancó de Einstein, que no se resignaba a aceptarla, su conocida expresión de disgusto: “Dios no juega a los dados con el universo”.
La teoría de la relatividad general, en cambio, no tiene en cuenta el principio de incertidumbre. La convivencia de estas teorías contradictorias entre sí es posible porque rigen fenómenos en distintas escalas. Pero justamente, la hipótesis de que el universo fue en algún momento infinitamente pequeño dice que en esas primeras dimensiones mínimas los efectos cuánticos deben ser tomados en cuenta. Ya no pueden descartarse: la relatividad general, que era la hipótesis de Penrose y Hawking en el primer teorema del Big Bang, debe sustituírse –al combinarse con el principio de incertidumbre- por una nueva teoría cuántica de la gravedad.
Una vez considerados los efectos cuánticos, la singularidad puede eliminarse y aparece un nuevo cuadro posible para el universo: el espacio-tiempo, en la conjetura más reciente de Hawking, es finito en extensión pero no tiene fronteras. Puede imaginárselo como una superficie lisa y cerrada, como la superficie de la Tierra, en la que uno puede caminar indefinidamente sin caerse por precipicios. No hay tampoco singularidades en que las leyes de la ciencia fallen ni ningún borde en que se deba recurrir a Dios o a una nueva ley para establecer las condiciones de contorno. Pero si el universo es realmente autocontenido, si no tiene ninguna frontera o borde, no tendría ni principio ni final: simplemente sería. No queda lugar entonces para un creador.
Así, a la pregunta de Einstein sobre cuántas posibilidades de elección tuvo Dios al concebir el universo, si la nueva conjetura de Hawking se confirma, la respuesta sería: ninguna. Y como ese astrónomo al que su rey preguntó dónde ubicaba a Dios en su sistema de esferas, podría contestar, con una sonrisa mefistofélica: “Señor, esa hipótesis no me fue necesaria.”
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