La mujer del maestro / Capítulo UNO

Man is half dust, half deity,
alike unfit to sink or soar.

Byron


Le habían dicho que siguiera el camino de alfombras y que rodeando las mesas encontraría un pasillo con las oficinas de la editorial. Dio una mirada al nuevo lugar de Sebrel; no lo habían inaugurado todavía —vio, apoyados contra una pared, un par de tablones junto a un anaquel de vidrio vacío y varias pilas de libros en el suelo, sobre las que se había depositado polvo de la construcción— pero salvo por estos últimos detalles estaba todo terminado, a punto de estrenar; lo que quería decir, pensó en un reflejo de maldad, que ya no tenía arreglo. Era, obviamente, un café literario, al que Sebrel había conseguido agregar con disimulo sus oficinas en la parte de atrás. El diseño trataba de imitar a la librería de clásicos que había inaugurado la idea en la ciudad, pero aquí algo había salido mal. No era la falta de dinero: Sebrel debía tener una aguda conciencia de la leyenda que circulaba sobre su mezquindad y si algo se notaba —si algo se había preocupado por hacer notar— era que esa mezquindad la reservaba exclusivamente para sus escritores. Había una profusión de maderas, de distintos tonos de madera, pero desgraciadamente el efecto general no era de calidez, sino en todo caso de sofocación. Y aunque él no hubiera sabido decir dónde —tal vez el empapelado demasiado florido de las paredes del fondo, o los cuadros de caza superpuestos— había en algún lado un abigarramiento fatal, como si se hubiera filtrado a último momento, a pesar del esfuerzo de los decoradores, una nota personal del editor que arruinaba el conjunto.
Un empleado lo detuvo cuando estaba por cruzar entre las mesas; este empleado, estaba seguro, tenía que conocerlo; se habían visto varias veces en las viejas oficinas. Pero como si el cambio de lugar hubiera producido también una modificación sutil de las reglas de juego —un retorno a casillas anteriores— le preguntó sin ninguna familiaridad adónde iba. Dijo que tenía una entrevista con Torrens, confiando en que su tono hubiera resultado lo bastante imperioso. Torrens, el lector de Sebrel, lo había llamado aquel día para anunciarle que su libro por fin estaba listo y estaba decidido a que nada le hiciera perder el buen humor. Se abrió una de las puertas del pasillo y apareció Sebrel, con el pelo tirante peinado hacia atrás y un traje verde oscuro imprevistamente sobrio. Parecía apurado pero cuando lo vio allí de pie se acercó sin ninguna vacilación, con una sonrisa auténticamente amistosa.
—Qué tal, querido —y le estrechó la mano con afecto, haciéndole varias preguntas al mismo tiempo.
No era la cordialidad a tientas, algo culpable, de quien busca hacer las paces; era como si Sebrel directamente no hubiese registrado la larga pelea legal que habían sostenido durante meses, como si aquello, llegar al borde de un juicio con cada uno de sus escritores, fuese una pequeña fatalidad que no podía evitar, una debilidad incorregible de su carácter, tan conocida que no podía ofender a nadie, casi una cláusula más del contrato a la que no había que darle ninguna importancia. Lo más asombroso es que a su pesar, todo su rencor se fundía y la amabilidad consumada de Sebrel de nuevo conseguía arrastrarlo. Se encontró respondiéndole con mucha menos frialdad de lo que se había propuesto y cuando el editor, tomándolo confiadamente del brazo y abarcándolo todo alrededor con un gesto de orgullo, le preguntó qué le parecía el nuevo lugar, no tuvo valor para otra cosa que un educado elogio. Sebrel pareció olvidar su apuro y empezó a explicarle cómo quedaría todo cuando acabaran. El, que pronto desistió de seguirlo, no dejó sin embargo de prestar un resto de atención a la mímica de ese entusiasmo, como si un gesto desprevenido pudiera descubrirle la verdad definitiva sobre el editor.
Sebrel, hasta ahora, se le había escapado una y otra vez; se decía de él, y probablemente era cierto, que no había leído ninguno de los libros que publicaba. Se decía también que a pesar de todo guardaba una mezcla de admiración y orgullo por sus escritores, a los que consideraba seres de una esfera incomprensible, superior, y a los que en sus momentos de mayor enternecimiento llamaba mis gallinitas. Igualmente, no era nada de esto lo que lo intrigaba; lo que le había llamado la atención desde la primera vez, con ligeras punzadas de envidia, era en todo caso algo que estaba justamente en los gestos, en la desenvoltura con que podía tomar del hombro o llevar del brazo a una persona, en el deslizamiento justo de una mala palabra, en una inconsciente y perfecta naturalidad. Por supuesto, podía decir que era simpático, pero no era esto tampoco, no era esto todavía. Era, debía ser —decidió— la madurez. Sebrel estaba perfectamente instalado en la madurez; no quedaba en él ningún vestigio de una edad anterior, e incluso ese entusiasmo infantil con que desembalaba para él un jarrón, o le enseñaba el monograma de los vasos, era también característico, el mismo con que podría estar hablándole de un auto nuevo, o de una nueva amante. Sí, era simplemente aquello; bajo esta luz cada uno de sus gestos, todo su aplomo, se correspondían de una manera admirable, aunque algo monótona, con esa palabra y pensó que había dado al fin y al cabo con un descubrimiento menor.
Entretanto habían caminado en círculo y estaban ahora de nuevo junto a las mesas. Sebrel le explicó algo sobre el esterillado de las sillas y soltó con orgullo una cifra que él no supo si correspondía a todas o a cada una.
—Y adiviná cuál va a ser el detalle —dijo. Hizo para ayudarlo un arco con el índice abarcando las mesas. Decidió darse rápidamente por vencido. Sebrel lo acercó con suavidad del brazo, como si sólo a él pudiera confiárselo:
—Mujeres —dijo, y rió satisfecho—. Sí, sí, nada de mozos: unas lindas chicas para servir el café. Bien abrochadas, por supuesto, no vayas a imaginarte conejitas de Playboy. Chicas con clase. Un toque —y apretó en el aire un imaginario lanzaperfumes. Se volvió hacia él de pronto, cambiando de tono.
—Pero vos no viniste a conocer el boliche, ¿no? —Su mirada, detrás de los lentes, se había vuelto astuta y algo desagradable—. Viste que al final salió. ¿Cómo era? Setenta veces siete... —y recitó con una memoria sorprendente el principio de su última carta documento. El sonrió, algo incómodo. Sebrel siempre conseguía hacerlo sentir como un chico, un chico solemne y un poco ridículo.
—Yo tengo que salir un momento pero vuelvo enseguida —hizo un movimiento cómico de alas—: decile al Búho que te lo muestre.
El pasillo, más allá del despacho de Sebrel, se estrechaba abruptamente; había en ambos costados unos cubículos todavía sin muebles, no mucho más grandes que peceras, subdivididos por dentro con planchas de corlock, como si allí, en lo más íntimo de la construcción, el editor hubiera podido por fin volver a manifestarse tal como era. La puerta de Torrens era la última y clausuraba el pasillo; debajo de su nombre, con un particular sentido del humor, el hastiado juez de manuscritos había colgado una reproducción del Cancerbero en vívidos trazos negros, posiblemente de Doré.
Golpeó la puerta y escuchó el eco despoblado de sus golpes. Desde el interior le llegó el chirrido de un sillón giratorio al deslizarse y la respiración fatigada de alguien que hubiera deseado no levantarse. Torrens asomó la cara detrás de su cigarrillo sin abrir del todo, extendió hacia afuera uno de sus brazos gordos y le estrechó apenas la mano con su modo rápido y seco.
—¿Podrías esperarme a que termine una carta? Cinco minutos.
La puerta volvió a cerrarse. Se apoyó contra la pared y echó la cabeza hacia atrás hasta sentir el contacto frío y rugoso en la nuca. Cinco minutos. Le subió en la penumbra una sonrisa silenciosa de felicidad. Había esperado casi un año. Sí, podía esperar cinco minutos más. Dejó que toda su espalda se apoyara en la pared y se quedó escuchando en el silencio. Había vivido solo el tiempo suficiente como para estar acostumbrado a todos los registros del silencio y sin embargo todavía lo sorprendía la aparición de ese submundo de roces y murmullos que sólo empezaba a existir cuando se cerraba una puerta, cuando dejaba de girar un disco o se apagaba una voz. Casi lo había dicho De Quincey en su ensayo sobre Macbeth: el silencio como suspensión del mundo, el silencio como trasposición a otro mundo. Podía escuchar ahora, con una nitidez transfigurada, el tecleo intermitente de Torrens y en un segundo plano el zumbido eléctrico de un tubo fluorescente. Mucho más débil, pero todavía audible, el latido del tiempo en un reloj de pared y aún, en un último esfuerzo, una resonancia difusa, que provenía tal vez del tránsito de la calle. De todos los sentidos el oído le parecía el más singular, el único dotado de un elemento de voluntad, capaz de ahondar capa tras capa en círculos cada vez más profundos, como si no pudiera resignarse a esa inmovilización de la vida y se esforzara por seguir trayendo sonidos de la nada.
Lo sacó de su ensimismamiento el roce a cepillos de la puerta giratoria de la entrada, seguido de un ruido suave de pisadas; los pasos se interrumpieron un instante, indecisos, en el centro de la librería, y se hicieron de pronto más definidos. Una mujer apareció en el pasillo y se fue aproximando lentamente hacia donde él estaba, mirando no muy segura las demás puertas. No pudo verla bien al principio —el sol a través de la vidriera daba ahora en la boca del pasillo— pero cuando ella estuvo más cerca y alzó la cabeza hacia él se encontró mirando una cara de una belleza serena y extraordinaria. Los ojos, azules, francos, intensos, se cruzaron por un instante con los de él en una rápida mirada de reconocimiento; ella fijó enseguida su atención en el afiche de la puerta, sonriendo levemente para sí, pero él siguió mirando el pelo largo y suelto, la boca de trazo perfecto, la línea pura y profunda del cuello. No estaba vestida de una manera particularmente llamativa, y aún así la tela delgada de la blusa hacía vibrar una nota sensual firme e inesperada. Se dio cuenta, en algún momento, de que la estaba mirando más de lo debido; se dijo que era al fin y al cabo casi una mirada de admiración artística, que no podía molestarla; se dijo después que esa mujer debía estar acostumbrada a que la mirasen así, se dijo finalmente que de todos modos no podía evitarlo y que todo lo que no podía evitarse era mejor acentuarlo. Esto consiguió como efecto que ella lo mirara por segunda vez, algo divertida, y esbozara una sonrisa breve, casi apenada, como si quisiera advertirle: “Siempre es así al principio, pero después te acostumbrarías”. Estaban muy próximos en el espacio estrecho del pasillo, los pies de ella casi tocando los suyos, y en una rápida y completa conversión él agradecía ahora la mezquindad de Sebrel y reconocía que la vista, y no el oído, era el sentido más prodigioso y sólo deseaba que Torrens se demorase un poco más. Esto último no le fue concedido. La puerta se abrió y en un cambio instantáneo de humor pudo ver a Torrens pararse y sonreír por primera vez.
—Cecilia —dijo, y al pronunciar el nombre la voz árida bajó un tono, curiosamente dulcificada—. ¿Por qué no entraste directamente? Pasá, por favor, pasen los dos.
Había una única silla y por un momento los dos se quedaron de pie. El escritorio, que ocupaba gran parte de la oficina, estaba envuelto en una neblina de humo que se alzaba de un cenicero desbordado y completamente cubierto de papeles y sobres rasgados, pero él distinguió de inmediato su libro en una pila separada, semienvuelta en papel madera, y antes de que Torrens se moviera para alcanzárselo alzó un ejemplar. Confesiones de un ilusionista. El título estaba en una sobria itálica y volvió a producirle la misma cadena de resonancias que cuando se lo había repetido en silencio por primera vez. Habían elegido para la tapa una pintura de la tradición gnóstica que le pareció singularmente apropiada, un detalle de La muerte de Simón Magus, de Gozzoli; contra un fondo ocre, la figura solitaria del mago caído conseguía un efecto de despojamiento y melancolía que no le pareció mal. ¿Estaba contento? Todavía no conseguía saberlo. El libro tenía una tranquilizadora apariencia de caja cerrada y pensó que tal vez sólo bastara con no abrirlo, no volver a leerlo nunca. En la contratapa se encontró con su foto, y esto, por alguna razón, volvió a darle una súbita conciencia de la presencia de ella a su espalda. Se dio vuelta. La mujer le sonreía, intrigada, y se dirigió a Torrens sin dejar de mirarlo.
—¿Quién es este... joven?
Había dudado por un brevísimo instante delante de la palabra y él, que estaba acostumbrado a esta clase de confusiones, casi pudo seguir su búsqueda mental; seguramente había creído hasta ese momento que él era mucho menor y arrepentida en la mitad de la frase, aquella era la única palabra que le había quedado. Era, por supuesto, una palabra algo absurda, e incluso riesgosa, porque parecía aumentar por oposición su edad, pero ella había conseguido salir del paso acentuándola con ironía, como una pequeña reverencia impostada.
—Es un nuevo escritor —dijo Torrens—; son una plaga ahora —y al mismo tiempo le alcanzó un ejemplar de la pila.
Vio cómo ella tomaba el libro en sus manos, cómo daba vuelta las páginas, con un modo grave y delicado, y por una vez no le pareció excesivo el propósito de Stendhal de escribir una novela para enamorar a una mujer. Ella, que se había quedado un momento abstraída leyendo en la contratapa la breve nota de su vida, levantó de pronto los ojos hacia él.
—¿No me lo firmarías?
Registró mecánicamente en los bolsillos, aunque sabía que no tenía ni siquiera su lápiz; Torrens alzó los papeles del escritorio, pero sólo apareció un marcador celeste, de los que había usado para corregir las galeras. Los escritores y las biromes, dijo ella, y abrió la cartera y le extendió una lapicera fuente plateada.
Buscó en el libro la primera página en blanco. ¿No se suponía que las dedicatorias admitían y aun exigían alguna exageración? ¿No eran acaso encubrimientos perfectos de la retórica, que permitían decir mucho más de la cuenta? Escribiría, pensó, una línea cifrada, pero que fuese inequívoca para ella. Casi había logrado formularla cuando escuchó el silbido de un tango en el pasillo. Sebrel se asomó a la puerta.
—¡Cecilia! Esto sí que es un milagro.
Vio cómo la mano de Sebrel se apoyaba sobre el hombro de ella al inclinarse para besarla, cómo se deslizaba hacia abajo con una cualidad de garra apretando el brazo a través de la blusa y apresaba todavía la muñeca después del beso, intentando retenerla. La efusividad podía ser un encubrimiento mucho más efectivo, pensó. Trató de concentrarse otra vez en la dedicatoria, pero la llegada de Sebrel parecía volver todo más difícil. Lo oyó disculparse por no tener todavía sillones en su despacho.
—No importa, es solamente un minuto —dijo ella.
—¿Te presentaron ya a nuestro pollo? —escuchó entonces. Había dicho pollo, pensó. Pollo. Ya no podría escribir nada.
—Sí, sí —respondió ella—, me llevo el libro. Me está escribiendo una dedicatoria.
Por un instante se quedaron los tres en silencio, contemplándolo, como un tribunal benevolente.
—Le falta un poco de práctica —dijo Torrens.
—Ah —dijo Sebrel—, lo comprendo.
Ella enrojeció ligeramente y desvió los ojos. Este rubor, que sólo él pudo notar, le dio una brusca resolución. Escribió una primera línea apenas disimulada y llevado por el mismo impulso empezó una segunda frase todavía más directa. No advirtió que Torrens, mientras tanto, había rodeado el escritorio fingiendo que buscaba un papel, y se inclinaba hacia él en un susurro alarmado.
—Guarda, que es la mujer de Jordán.
Se detuvo, paralizado, aunque no hubiera sabido decir en ese momento qué lo había sorprendido más, si el hecho de que ella estuviera casada, o haber escuchado el nombre de Jordán, como si un atajo imprevisible lo hubiese puesto de pronto frente a la puerta más alta y más largamente cerrada de la literatura. Jordán, el autor de la Trilogía, era el único escritor argentino que él admiraba y en los años que había estado lejos del país, fuera donde fuera, los libros de Jordán los había llevado siempre consigo. Aun así, hasta entonces el escritor había sido para él no mucho más que un nombre en lo alto de la página; recordaba una sola fotografía, no demasiado nítida, en una solapa: un rostro distante, ya no joven, en el que relampagueaban unos ojos irónicos y duros. Después Jordán no se había dejado sacar más fotos y él ni siquiera podía imaginar cuántos años tendría ahora. Había sabido, por supuesto, de su reclusión progresiva en el silencio, de la desaparición voluntaria detrás de sus libros, que lo había llevado a eliminar, después de su foto, toda noticia biográfica en las solapas y a prescindir de prólogos y aun de epígrafes, como si no quisiera dejar ninguna huella personal que pudiera ser rastreada. Sabía esto y prácticamente nada más: a él, que había admirado esa decisión, nunca se le había ocurrido tratar de penetrarla. Volvió a mirar a la mujer con una curiosidad diferente, como si pudiera encontrar en ella rastros del escritor. Vio el anillo en el anular y comprendió por qué antes se le había pasado por alto: no parecía una alianza, no era en absoluto una alianza sino una delgada trenza de oro, que sólo a la distancia podía confundirse con un anillo de matrimonio, pero esto, sin querer, parecía decir mucho más: que Jordán, seguramente, había despreciado las ceremonias del casamiento; que ella se había sentido demasiado orgullosa de aquella unión para hacer lo mismo y había elegido entonces, en una solución admirablemente femenina, esa trenza apenas esbozada que engañaba a la vez la mirada cercana y la lejana.
Le llegaron aislados, incomprensibles, fragmentos de una conversación que ella había empezado aparte con Sebrel. “Pero solamente en las mesas de ofertas”, repetía él como una defensa. Hubo un silencio tirante y ella alzó la cabeza, con un gesto desalentado.
—¿Y las liquidaciones anteriores? —preguntó.
—Sí, por supuesto —dijo Sebrel—, apenas nos instalen las computadoras.
—Pero... —dijo ella desconcertada— ¿no podríamos hacer las cuentas a mano? —y sonrió suavemente—: estoy segura de que no serán sumas tan elevadas.
Sebrel también sonrió, pero como si ella hubiera descuidado un flanco que le dejaba una victoria fácil e inesperada.
—No, hermosa; imposible. Ahora toda la contabilidad tiene que quedar registrada en el disco. Cada comprobante, cada recibo, cada maldito papel. Y esto no es culpa nuestra: lo pide el gobierno. Pero además, Ceci, si te doy el dinero, ¿cuándo te vuelvo a ver?
Ella descolgó la cartera del respaldo de la silla y se levantó, resignada. Sebrel, algo ansioso, sacó una tarjeta de su bolsillo.
—La inauguración —dijo. Por un momento pareció que ella no la aceptaría—. Una fiesta tranquila, aquí mismo. Unas copas. A ver si lo sacás de la cueva y se vienen los dos —hizo aparecer otra, de pronto—. Una también para vos.
Ella abrió la cartera para guardar la tarjeta y se volvió hacia él. Sin releer lo que había escrito, sin tiempo ya para repararlo, firmó debajo de la línea inconclusa y le entregó el libro cerrado. Ella lo guardó rápidamente sin mirarlo; parecía querer irse cuanto antes de allí.
Cuando cerró la puerta, mientras sus pasos se alejaban por el pasillo, se hizo ese silencio intencionado, cruzado de sobreentendidos, de hombres que se quedan solos otra vez y él temió el momento en que alguien hablara. Sebrel juntó las manos detrás de la cabeza y suspiró, con una mezcla de admiración y alivio.
—Ah, la santa Cecilia, qué chica abnegada —se dio vuelta hacia Torrens—. Así que el gran Jordán está sin dinero. ¿Qué hicimos con esos libros, Gordo?
—Imprimimos seis mil para las mesas de ofertas —dijo Torrens.
—¡Seis mil! —Sebrel dio una suave carcajada y se quedó pensativo.
—Yo creía —dijo él— que los libros de Jordán estaban todos editados en...
—Sí, por supuesto —lo interrumpió Sebrel, algo molesto—, pero el primero de la Trilogía lo sacamos nosotros. Todos debutan con papá Sebrel. Y es lo único que se vende de Jordán, ¿no, Gordo?
—Nosotros nos dimos cuenta de que hay de nuevo interés por la obra de Jordán —le dijo Torrens—. Sobre todo desde que volvió a anunciar que está por terminar su novela.
—¿Una nueva novela? ¿Cuál es el título? —preguntó. La idea de que Jordán, que él había creído definitivamente enmudecido, estuviera por dar a conocer un nuevo libro se le aparecía como una noticia casi milagrosa, a la que convenía acercarse con cuidado.
El primer don —dijo Torrens—. El título es lo único que se conoce: Jordán nunca publicó un anticipo ni quiso decir de qué se trata; parece que se encierra para escribirla y que ni siquiera a Cecilia se la deja leer.
—La famosa novela de Jordán... ¿Desde hace cuánto se supone que la está escribiendo? —dijo Sebrel—. ¿Diez años? ¿Quince?
¿Sería entonces ésta la obra final? Si algo había lamentado él, si algo tenía para reprocharle al escritor, era que el movimiento en la serie de sus libros había sido hasta ahora principalmente de negación, como si Jordán se estuviera batiendo obra por obra con todas las tradiciones literarias. Pero esta pausa, este compás de espera increíblemente prolongado, ¿no hacía esperar que hubiera llegado por fin el momento de la tesis? A su imaginación todavía algo romántica no le costaba nada representarse a Jordán inclinado sobre este último libro con la lentitud y el terror de quien escribe su testamento y hubiera querido hacer todavía muchas otras preguntas, pero advirtió que en el apuro de la despedida se había quedado sin darse cuenta con la lapicera de ella. Pensó que quizá podía alcanzarla afuera y en un impulso recogió el paquete con sus ejemplares, se despidió de Sebrel y Torrens lo más rápidamente que pudo y salió a la calle.
Eran algo más de las seis, la hora de salida del trabajo; en cualquier caso, pensó, aun si ella había decidido tomar el subterráneo, habría tenido que caminar al menos una cuadra hacia Tribunales. Se abrió paso entre la gente, tratando de mirar por encima de las cabezas y al dar vuelta la esquina distinguió su blusa, pero era demasiado tarde: estaba en el otro extremo de la calle y acababa de abrir la puerta de un taxi. El auto arrancó en el cambio de luces y lo último que alcanzó a ver fue cómo ella se inclinaba hacia adelante para indicar una dirección y se separaba el pelo por atrás del cuello con las dos manos antes de dejar caer la cabeza en el respaldo.